China: Ascenso y crisis emergente
Capitalismo
China: Ascenso y crisis emergente *
Jase Short
Viento Sur
El ascenso meteórico del capitalismo
chino en los últimos dos decenios ha sido objeto de un sinfín de comentarios de
un lado y otro del espectro político. Desde los neoconservadores que lamentan
el ascenso del “dragón rojo” hasta los militantes de izquierda que buscan
rasgos socialistas en el régimen de sobreexplotación de la “fábrica del mundo”;
la aparente contradicción entre el partido autoproclamado “comunista” más
grande del mundo pero que dirige su país con criterios capitalistas ha sembrado
una enorme confusión. Nos vienen a la mente de inmediato muchas preguntas:
¿Hasta qué punto es socialista el Estado chino? ¿Qué tipo de capitalismo es el
impulsado por una clase burocrática? ¿Cuál es el origen del sistema de
explotación de clase que tanto éxito tiene en China? ¿Qué grado de verdad
encierran los temores y las esperanzas de que China llegue a disputar un día la
hegemonía de EE UU en el sistema globalizado?
Estas cuestiones son las que aborda
Au Loong Yu en su libro China’s Rise: Strength and Fragility (El ascenso de
China: fuerza y fragilidad), un proyecto colectivo que de todos modos se centra
en el análisis y la obra de Au/1. Miembro del consejo editor de China Labour
Net, Au fue investigador del Hong Kong’s Globalization Monitor de 2004 a 2006.
Como activista experimentado desde las acciones de la Alianza de los Pueblos
contra la 6ª reunión anual de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en
2005, ofrece una perspectiva claramente sindical en su análisis de la
naturaleza del capitalismo chino.
El autor no se remite a orientalismos
simplistas que destacan la estructura social “ordenada” y “confuciana” de
China, que en sí misma es una especie de proyecto autoorientalizador del
Partido Comunista Chino (PCC), concebido en gran parte para llenar el vacío
ideológico provocado por el repudio de su pasado maoísta. Au analiza más bien
la estructura histórica concreta del capitalismo chino y su ascenso al amparo
de una reacción burocrática tras el desastre de la Revolución Cultural. Además,
esta obra colaborativa incluye interesantes contribuciones sobre cuestiones tan
variadas como el legado del maoísmo, la función de la federación de sindicatos
y el lugar de China en la economía global, escritas por autores como Pierre
Rousset, Bai Ruixue y Bruno Jetin. Estas aportaciones delimitan el contexto que
facilita la explicación de la tesis principal de Au de que China es una
potencia capitalista burocrática, donde “la burocracia es la clase capitalista”
(p. 15).
Capitalismo burocrático
Al identificar el capitalismo burocrático
como subespecie o “variante” del capitalismo de Estado, la tesis de Au rechaza
el calificativo de “socialismo de mercado” de pensadores como Giovanni Arrighi.
Au sostiene que la propiedad estatal en sí misma no opera como una especie de
propiedad socializada; al contrario, la propiedad estatal permite a la
burocracia controlar directamente la apropiación de la plusvalía. El enfoque de
Au remite a un capítulo del libro The Deng Xiaoping Era (La era de Deng
Xiaoping), de Maurice Meisner, donde se define el capitalismo burocrático como
“un término que se refiere al uso del poder político y la autoridad oficial con
fines de enriquecimiento privado sobre la base de una actividad económica
capitalista o análoga” (p. 13). Lo que diferencia a este tipo de capitalismo
del capitalismo de Estado o “autoritario” es “el grado de apropiación del
Estado por el partido, el grado de aburguesamiento de la burocracia y el hecho
de que sea esta burocracia la que constituye el núcleo central de la burguesía”
(p. 15).
Las ventajas de esta estructura
salieron a relucir durante la crisis financiera de 2008-2009, cuando el Estado
chino intervino con un alud de inversiones y con estrategias probadas con
motivo de sus medidas anticíclicas del decenio anterior. Como dice Au, “con un
Estado despótico a su disposición, la burocracia china es más que capaz de
contener el ciclo económico”, cosa que hizo invirtiendo en proyectos de
infraestructura que generaron burbujas inmobiliarias sin ningún efecto
significativo en el empleo. El hecho de que el Estado interviniera hasta este
punto, sin importarle mucho el desempleo masivo, atestigua el éxito de la
posición de este aparato en la lucha de clases. Durante el periodo de gobierno
de Deng Xiaoping, el sistema del “cuenco de arroz de hierro” (empleo
garantizado) fue desmantelado progresivamente, en particular tras la implacable
represión que siguió a la disolución violenta del movimiento de protesta de la
plaza Tiananmen en 1989.
En efecto, la represión se produjo a
raíz de la participación masiva de trabajadores, la formación de una federación
sindical independiente e indicios de una posible alianza entre una población
estudiantil mayoritariamente liberal y una conciencia socialista de base entre
los trabajadores. Las secuelas de las derrotas de entonces todavía perviven y
han permitido crear una clase obrera bifurcada: por un lado, los trabajadores
del sector público, relativamente bien pagados y que gozan del privilegio
hereditario del permiso de residencia urbana, y, por otro, la masa de
trabajadores emigrantes de procedencia rural, que viven y trabajan en
condiciones de extrema precariedad y explotación.
El legado del maoísmo
El capítulo de Pierre Rousset sobre
el legado del maoísmo incluye un interesante resumen del desarrollo del marxismo
chino y la singularidad del maoísmo en el contexto de una economía de base
campesina, una guerra civil prolongada y la invasión japonesa en un Estado
dominado por los señores de la guerra agrupados en el Kuomintang (KMT) dirigido
por Chiang Kai-shek. La militarización del PCC tras la sangrienta represión
perpetrada por el KMT en 1926-1928, que culminó con la masacre de Shanghái en
1927, es una historia conocida, pero que vale la pena recordar. La
Internacional Comunista de Stalin había forzado al PCC a aliarse con el KMT
hasta que se produjo aquella masacre, con lo que se estableció para siempre un
clima de desconfianza entre el PCC y la dirección soviética.
El éxito final del PCC en su “guerra
popular” en 1949 comportó la liquidación de la clase burguesa mercantil, del
Estado de los señores de la guerra y de la aristocracia terrateniente. El nuevo
Estado creado por el régimen “se estructuró a escala nacional sobre tres
pilares: el ejército, que intervenía en la producción, la administración y el
partido, sin olvidar los servicios de seguridad” (Rousset, p. 250). En la
medida en que hay continuidad entre los días de la revolución maoísta y el
régimen actual, ella radica en el monopolio del poder político que detentan el
PCC y la burocracia del Estado, que de hecho son sinónimos. En efecto, el
repudio del pasado maoísta en la era Deng se centró en el cambio de orientación
del PCC. Así lo explica Au: “En la era de Mao, por mucho que el Estado
estuviera antes que nada al servicio de los intereses de la burocracia, tanto
el legado de la revolución como el tipo de régimen anticapitalista que instauró
aquella puso límites a los privilegios de la burocracia; los burócratas solo
podían apropiarse de la plusvalía social en forma de valor de uso, no de valor
de cambio, y esto les impidió acumular capital efectivamente. Además, no podían
transferir sus privilegios a sus descendientes. Sus privilegios también se
vieron limitados por el hecho de que el Estado tuviera la responsabilidad de
garantizar el empleo a los trabajadores y un nivel básico de subsistencia a los
campesinos. Por tanto, el Estado de Mao, aunque no fuera socialista, tampoco
era capitalista, y desde luego no era un Estado al servicio exclusivo de los
intereses de la burocracia” (p. 15).
El largo proceso de ruptura de esta
antigua relación se aceleró efectivamente tras la represión de la plaza
Tiananmen en 1989. Obsesionado con impedir la confluencia de las demandas de
democracia formuladas por los estudiantes con las reivindicaciones de derechos
sociales y de poder impulsadas por la clase obrera organizada, el PCC comenzó a
aplastar a la oposición con una ola masiva de privatizaciones que sigue vigente
hasta hoy. De 1996 a 2006, más de 60 millones de trabajadores perdieron el
empleo en un proceso de privatización que cambió para siempre la naturaleza de
la economía china, culminando en la actual estructura decididamente
antimaoísta. Que la “capitanía general” de la industria permanezca en manos del
Estado no es extraño, visto el deseo del PCC de conservar su dominio sobre el
Estado despótico. La relativa difusión del poder en el ámbito local y regional
está siendo atacada a raíz de la campaña “anticorrupción” lanzada por el nuevo
presidente Xi Jinping, en lo que en realidad es una lucha entre facciones del PCC
y un combate por una mayor centralización del poder en manos de los gobernantes
de Pekín.
El mapa ideológico
El fin del liderazgo carismático en
el partido dio lugar a duras luchas sucesorias en el seno del aparato político.
Poderosos magnates están descontentos con su relativa falta de influencia
política en comparación con su enorme poder económico, especialmente después de
las diversas reformas posteriores a la era Deng, que limitaron la duración del
mandato de los altos cargos. Muchos entienden que la caída de Bo Xilai (el
poderoso y brutal jefe del partido en la ciudad de Dalian) es la secuela de una
de esas grandes batallas sucesorias, e introduce además la cuestión de la lucha
ideológica dentro del partido. Contrariamente a la idea bastante superficial
del “capitalismo con rasgos chinos” y las vagas referencias al confucionismo
como explicación del dinamismo chino, el PCC y el sector de la población
implicado en la lucha ideológica se han dividido más o menos en variantes del
nacionalismo y del liberalismo. Aunque existe una supuesta “nueva izquierda”,
esta se limita a un grupo de intelectuales aislados y desconectados concreta e
ideológicamente de los movimientos sociales reales, en particular de las
importantes luchas obreras.
La muestra más patética de
liberalismo es la del caso de Liu Xiaobo, premio Nóbel de la Paz en 2010 y
encarcelado por sus intentos de defender la causa de los derechos democráticos
en el ordenamiento jurídico chino. En efecto, la Carta de Derechos Humanos
redactada por Liu excluye a los trabajadores, como lo hace en general el
pensamiento liberal en la sociedad china. Es un hecho que los líderes de las
protestas estudiantiles en 1989 desconfiaban y en algunos casos se mostraban
hostiles a la participación y a las reivindicaciones de los trabajadores, y la
represión parecería confirmar dicha desconfianza. De hecho, las facciones
liberales parecen estar de acuerdo tan solo en una cuestión importante: la
necesidad de seguir privatizando las empresas estatales. Las distinciones que
se hacen en Occidente entre neoliberales y liberales de izquierda no tienen
sentido en el contexto chino, como ejemplifica el “entusiasmo por la
privatización, la OMC, el despido de los empleados del sector público y el
ataque de EE UU a Iraq” que manifestó el destacado intelectual Yu Jie, así como
su hostilidad hacia la noción misma de una red de seguridad social (p. 113).
Por otro lado, diversas formas de
nacionalismo que apuestan por la nostalgia de los tiempos anteriores a
Tiananmen, pero posteriores a la muerte de Mao, tienen mayor importancia entre
los pensadores de la nueva izquierda. Pese a que el término de “nueva
izquierda” conjura imágenes del radicalismo de los años sesenta y setenta del
siglo pasado, en el contexto chino no es más que un medio para diferenciarla de
la izquierda de la era anterior a Deng. Su base común es “una crítica de la
globalización, del mercado, de la privatización y de la democracia liberal”.
Este grupo muy diverso no puede calificarse en realidad de corriente ideológica
coherente, y mucho menos de fuerza organizativa capaz de vincularse a fuerzas
impulsoras del cambio social. En la medida en que confluyen, tienen una base
común en el apoyo al régimen de partido único, “el valor del colectivismo, la
importancia de mantener unido el Estado multiétnico chino y un rumbo más
autónomo del desarrollo económico”, así como una vaga referencia al valor del
legado maoísta (p. 116).
Un lugar común de muchos pensadores
de esta tendencia sostiene que el Estado burocrático chino representa los
intereses de la gran mayoría y que sin su monopolio del poder político habría
reformas neoliberales desastrosas para la población. Por lo visto, quienes
defienden este punto de vista omiten que las propias reformas del PCC han
perjudicado enormemente, y a pesar de ello se trata de una opinión que
comparten algunos sectores de la izquierda occidental que mantienen
erróneamente que China es una especie de alternativa al capitalismo occidental,
más que un ejemplo de capitalismo no liberal.
Conviene diferenciar este
nacionalismo del que imperaba desde 1840 hasta el periodo revolucionario, que
como señala Au “era en gran medida una respuesta legítima a la agresión
extranjera y a las aspiraciones populares a la independencia nacional”. El
nuevo nacionalismo está siendo fomentado desde arriba en vez de emerger de la
base popular: “Este nuevo nacionalismo chino es diferente. Es tanto una
respuesta de la élite gobernante y algunos intelectuales importantes a los
problemas internos y externos que han surgido en el curso de la reincorporación
al capitalismo global, como un medio de propugnar la modernización de China
mediante el refuerzo del Estado de partido único. La finalidad última del nuevo
nacionalismo chino es la recuperación de la gloria del histórico Gran Imperio,
de modo que la propaganda sobre ’el ascenso de China’ no contiene nada que sea
progresista” (p. 111).
Au cita a Zheng Yongnian, de la
Universidad Nacional de Singapur, quien alega que el resurgimiento del
nacionalismo se debe al deseo de cubrir las necesidades ideológicas del PCC,
que ha abandonado su pasado revolucionario y su base obrera a favor de la
burocracia aburguesada. Zheng señala que en “la era de después de Mao, la
búsqueda de legitimidad política ha sustituido a la amenaza extranjera y se ha
convertido en el factor principal subyacente al resurgimiento del nacionalismo
chino” (p. 111). Este nacionalismo reaccionario ha sido avivado últimamente en
respuesta a los movimientos de protesta en Tíbet y con motivo de las disputas
marítimas de Pekín con Vietnam y Japón, y ha dado pie incluso a la promoción de
manifestaciones masivas.
Lucha de clases
La creación de un sistema laboral
dual vino propiciada por el régimen del hukou, un mecanismo de asignación de
residencia bastante antiguo, anterior incluso a la revolución de 1949, en que
los individuos se clasifican como residentes rurales o urbanos. En los primeros
años del régimen maoísta, la nueva clase obrera de los centros urbanos gozaba
de ciertas garantías en el ámbito del empleo, la vivienda y la educación. El
análisis que realiza Au de la lucha de clases en la era posterior a Tiananmen
se centra en la continuidad del sistema hukou como factor de división de la
clase trabajadora: “El sistema hukou, o de registro del domicilio, tiene una
historia de más de 2000 años en China, habiéndose creado en la época imperial
como medio de control social. Este sistema permitía al Estado realizar
estadísticas regulares sobre el número de trabajadores en cada hogar y la
extensión de tierras que poseen, para planificar de esta manera el número
exacto de soldados o recaudar la cantidad precisa de impuestos… El régimen
hukou dividía a los ciudadanos en residentes urbanos y rurales y discriminaba
sistemáticamente a los residentes rurales como ciudadanos de segunda clase” (p.
187).
Pese a las reformas, los rasgos
generales del sistema implicaban vincular a los individuos a sus ámbitos de
residencia con carácter hereditario, impidiendo de este modo el acceso de los
residentes rurales a la red de seguridad, transfiriendo la condición social de
manera matrilineal (aunque esto ya no se aplica de forma muy rigurosa) y
consolidando así la condición de tercera clase de las mujeres rurales. El
control corre a cargo de mafias más o menos toleradas oficialmente, contratadas
por los funcionarios locales. De paso se refuerzan además las estructuras
patriarcales al priorizar el control parental sobre los derechos matrimoniales.
En resumen, es un sistema que permite la apropiación permanente de la plusvalía
generada por una población emigrante joven, que se puede traer a las fábricas
para trabajar y devolver a su casa en el medio rural cuando se desee.
Los trabajadores rurales viven en
condiciones cuartelarias y no se benefician de ninguna protección social, son
objeto de abusos por parte de los funcionarios locales y los huijing y zhiandui
(policía de registro y los infames “equipos de orden público”), contratados de
modo no tan oficial. Cuando se supo que a raíz de la crisis financiera de
2008-2009 hubo millones de despidos, muchos comentaristas esperaban que hubiera
disturbios en toda China, pues no estaban al tanto de la manera en que el
sistema hukou ha estructurado la fuerza de trabajo en un proceso continuo de
composición, descomposición y recomposición en función del ciclo económico. La
estructura local de opresión de los trabajadores migrantes ha favorecido la
tendencia en los conflictos laborales y otras luchas sociales a apelar a Pekín
como instancia de arbitraje. Un hilo conductor ideológico que cruza todas estas
luchas es que si el gobierno central supiera lo que están haciendo sus lacayos,
haría justicia. Intervenciones selectivas y el impulso en 2010 de las
manifestaciones antijaponesas a raíz de la huelga en Honda son una muestra de
la inteligencia del PCC y su capacidad para adelantarse a las luchas sociales.
Los conflictos en las Zonas de
Procesado para la Exportación (ZPE) son muy comunes, produciéndose numerosas
huelgas todos los días. Los paros laborales en toda China han alcanzado niveles
epidémicos, pero no se ha formado ningún movimiento obrero a escala nacional.
Existe cierta comunicación clandestina y hay representantes legales
autodidactas que viajan, pero la maquinaria represiva y el efecto fragmentador
de la gobernanza local han impedido efectivamente la construcción de un
movimiento obrero coordinado. Además, la división entre los trabajadores
rurales y urbanos está hasta cierto punto consolidada, ya que la dirección
natural de un movimiento obrero en manos de los residentes urbanos, que están
privilegiados, se mantiene vinculada al Estado. En efecto, la función de la
Federación de Sindicatos de China, examinada en el capítulo escrito por Bai
Ruixue, consiste en desmovilizar, cooptar y a veces reprimir directamente toda
forma de organización independiente, ya sea una ONG o un sindicato. Los
estrictos requisitos de registro de la ONG tras la represión de Tiananmen
constituyen una barrera suplementaria.
Au y Bai han escrito conjuntamente el
capítulo centrado en la lucha de clases, concluyendo que hace falta un “fuerte
impulso organizativo y de solidaridad entre las dos secciones de la clase
trabajadora para evitar su empobrecimiento” (p. 158). En general, la naturaleza
episódica y fragmentaria de la lucha de clases es el principal obstáculo al
surgimiento de un movimiento obrero tan amplio como el mundo no ha visto nunca
antes. Tan solo en el delta del río de las Perlas se producen en promedio 10
000 conbflictos laborales al año. A medida que aumenta su magnitud, deviene
cada vez más probable la aparición de un movimiento coordinado, y este será el
principal desafío material al mantenimiento de la situación actual.
Otra cuestión importante analizada en
el libro, sobre todo por Bruno Jetin, es la del ascenso de China dentro del
sistema mundial. ¿Supone este ascenso una amenaza fundamental para la hegemonía
de EE UU, o su afirmación de ser una “nación en vías de desarrollo” es señal
del “atraso” del Estado chino? Para no alargar la exposición con una ristra
interminable de datos estadísticos, es importante señalar que la continuación
de las elevadas tasas de crecimiento del PIB chino chocará con serios
obstáculos. En primer lugar, a medida que aumenta la saturación de la
producción industrial, los costes medioambientales empiezan finalmente a
reducir los márgenes de beneficio debido a su grave perturbación de la vida
normal. La contaminación en China es de una magnitud inimaginable. Todas las
cosas que impulsan la inversión extranjera –regulación laxa, bajos salarios y
fuerte represión– limitan a su vez el crecimiento.
Políticamente, el Estado simplemente
no puede lanzar el tipo de ataque salvaje a un movimiento de masas –si es que
surge uno– como hizo en 1989. Si lo hiciera, provocaría un aumento masivo de la
contestación entre los sectores menos desfavorecidos que han tenido algún
intercambio cultural con Occidente. Estos obstáculos económicos son conocidos
por cualquier estudioso del desarrollo industrial rápido. El crecimiento masivo
se produce en la transición, pero cuando la infraestructura industrial y las
necesidades de una fuerza de trabajo moderna se generalizan, el coste de
mantener un aparato tan vasto crece inevitablemente. Así, el primer capítulo de
Au se titula “On the Rise of China and Its Inherent Contradictions” (Sobre el
ascenso de China y sus contradicciones inherentes).
Precisamente al desarrollar su
economía evitando las recesiones cíclicas mediante la inversión pública y una
elevada tasa de ahorro, la burocracia ha creado las condiciones para la
aparición de grandes desbarajustes económicos. Pese a que un colapso rápido de
los mercados financieros es improbable por varias razones, un fuerte descenso del
empleo, la inversión y la rentabilidad es inevitable en los siguientes dos
decenios. El libro de Au representa una dosis saludable de erudición y realismo
en medio de un mar de libros laudatorios y alarmistas sobre la emergencia de
China a escala global. Su tesis de que el capitalismo chino representa una
especie de “capitalismo burocrático” es interesante y constituye un instrumento
útil para el análisis de sus limitaciones y contradicciones. Las aportaciones
de los demás escritores desarrollan esta tesis de manera significativa y
concreta, describiendo el contexto que permite comprender la emergencia del
capitalismo burocrático a partir del periodo maoísta.
* Publicado en International
Viewpoint: http://internationalviewpoint.org/
Nota
1/ China’s Rise: Strength and
Fragility, de Au Loong Yu, con aportaciones de Bai Ruixue, Bruno Jetin y Pierre
Rousset. Merlin Press en asociación con Resistance Books e IIRE, 2012, 326
páginas, €26 + gastos de envío. Pedidos enwww.iire.org/en/iire-shop.html.
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