Austeridad europea: ¿de nuevo 1931?
Austeridad europea: ¿de nuevo 1931?
Fabian Lindner
27/11/11
En
la actual crisis de la deuda, Alemania son los Estados Unidos de 1931. La
historia alemana demuestra que forzar la caída de la economía de
otros países no augura otra cosa que problemas en el futuro.
Un país se enfrenta a un abismo económico: el
gobierno se encuentra al borde de la bancarrota y pone en práctica feroces
medidas políticas de austeridad; los empleados sufren grandes recortes
salariales y los impuestos aumentan de forma drástica; la economía se desploma
y se disparan las tasas de desempleo; la gente se pelea en la calle mientras se
derrumban los bancos y el capital internacional huye del país. ¿Grecia en 2011?
No, Alemania en 1931.
El jefe del gobierno no se llama Lucas
Papadimos sino Heinrich Brüning. El "canciller del hambre" recorta
por decreto el gasto público, ignorando al Parlamento, mientras el PIB cae sin
fondo. Dos años más tarde Hitler llegará al poder, ocho años después comenzará
la II Guerra Mundial. La situación política actual todavía es distinta, pero
los paralelismos económicos son terroríficos.
Como en los actuales países de la crisis, el
problema clave de Alemania radicaba en la deuda externa. Los EE. UU. eran el
mayor acreedor de Alemania, las deudas alemanas se cifraban en dólares. Desde
mediados de los años 20, su gobierno había ido pidiendo prestadas grandes sumas
en el exterior para hacer frente a los gastos de las reparaciones de guerra
destinados a Francia y Gran Bretaña. El crédito externo financió también los
rugientes años veinte de Alemania, el boom económico posterior a la
hiperinflación de 1923. Al igual que hoy España, Irlanda y Grecia, el auge de
la década de 1920 se debió a una burbuja crediticia.
La burbuja reventó cuando los mercados
financieros se hundieron en 1929. Los inversores y banqueros norteamericanos se
vieron seriamente afectados, perdieron la confianza y redujeron sus riesgos,
sobre todo sus inversiones en activos europeos. El flujo crediticio hacia
Alemania, Austria y Hungría se detuvo de súbito. Los inversores norteamericanos
no querían reichsmarks – la divisa alemana – sino dólares, una moneda que el
Reichsbank alemán no podía imprimir. La retirada del dólar de Alemania – sobre
todo de los depósitos bancarios alemanes – llevó rápidamente al agotamiento de
las reservas de divisas del Reichsbank.
Para poder ganar dólares, Alemania tenía que
convertir en superávit su enorme déficit por cuenta corriente. Pero como hoy
los países de la crisis, Alemania se encontraba atrapada en un sistema de
divisas con tasas de cambio fijas, el patrón oro, y no podía devaluar su
moneda. Sin embargo, aun abandonando el patrón oro, el canciller Brüning y sus
asesores económicos temían los efectos inflacionarios de una devaluación y una
repetición de la hiperinflación de 1923.
Sin liquidez en dólares del exterior, la
única manera en que podían darle la vuelta a la cuenta corriente era una feroz
deflación de salarios y costes. En dos años, Brüning recortó el gasto público
en un 30%. El canciller subió los impuestos y los gastos de seguridad social
ante un desempleo y una pobreza crecientes. El PIB real cayó en un 8% en 1931 y
en un 13% un año después, el paro subió hasta el 30% y el dinero siguió
desparramándose fuera del país. La cuenta corriente pasó de un inmenso déficit
a un pequeño superávit.
Pero no había suficientes dólares disponibles
en los mercados del mundo. En 1939, el Congreso norteamericano había
introducido el arancel Smoot-Hawley para impedir la entrada de importaciones.
Los países con deuda en dólares quedaron aislados del mercado norteamericano y
no pudieron seguir pagando sus deudas. La situación no mejoró cuando el presidente
Hoover propuso una moratoria de un año para toda la deuda externa de Alemania.
A la moratoria se opusieron Francia – que insistía en el pago de las
reparaciones de guerra alemanas – y el Congreso norteamericano. Cuando el
Congreso aprobó finalmente la moratoria en diciembre de 1931 era demasiado
reducida y llegó demasiado tarde.
En el verano de 1931, los bancos alemanes
comenzaron a fallar, llevando tanto a la contracción del crédito como a los
enormes paquetes de ayuda pública para salvar a los bancos más grandes. Los
bancos tuvieron que cerrar y el gobierno declaró la suspensión de pagos sobre
sus deudas. La moratoria de Hoover y una política de expansión fiscal con Von
Papen, sucesor de Brüning, llegaron demasiado tarde: las bancarrotas y el desempleo
siguieron aumentando y los nazis ganaron terreno político.
Los paralelismos con la actual situación
económica son aterradores: Grecia, Irlanda y Portugal tienen que aplicar
feroces políticas de austeridad bajo presión de los países acreedores y los mercados
financieros con el fin de transformar sus balances por cuenta corriente de
déficit en superávit; el desempleo griego se encuentra en un 18%, el de Irlanda
está en un 14% y el de Portugal en un 12%, el de España llega hasta el 22%. Y
los que podrían ayudar no hacen lo suficiente: Alemania y los banqueros
centrales alemanes exigen una austeridad drástica y sólo ofrecen a cambio
consejos y ayuda insuficiente, demasiado poco, demasiado tarde, hoy igual que
entonces.
Mucho se habría hecho por Alemania en 1931 si
los EE. UU. – y también Francia – hubieran proporcionado la liquidez necesaria
a los bancos alemanes y a su gobierno. Tal vez se hubiera podido evitar la
radicalización política. Pero los EE. UU. estaban volviéndose aislacionistas.
No querían implicarse en los desordenados asuntos de Europa.
Hoy desempeña Alemania el papel de los EE.
UU. Tanto el parlamento como el gobierno dudan en proporcionar la ayuda
necesaria para los países de la crisis: en el seno del FESF, Alemania está
dispuesta a garantizar sólo hasta 211.000 millones de préstamos a los países de
la crisis. Con esto no es suficiente. En 2008 las garantías para el sistema
bancario alemán fueron de 480.000 millones.
Alemania insiste todavía en sus actuales
superávits de cuenta corriente. Estos son, por definición, los déficits de los
países de la crisis. Por lo tanto, no dejan que estos países puedan conseguir
el dinero necesario para cubrir su deuda. Por ende, Alemania se opone
ferozmente a créditos de liquidez por parte del BCE. Los economistas alemanes y
los banqueros centrales justifican la pasividad del BCE por la amenaza de
inflación. Pero mezclan las lecciones históricas de la hiperinflación de
Alemania en 1923 con su crisis de deflación y desempleo de 1931.
Este error de juicio puede volverse
fácilmente en contra: en toda Europa la reputación de Alemania va ya decayendo,
aumentan de forma drástica las tensiones políticas en los países de la crisis
con cifras inéditas de paro, y la ruptura cada vez más probable de la eurozona
amenazaría la economía de Alemania, especialmente sus bancos y exportaciones.
Los EE. UU. aprendieron duramente la lección
de que debían hacerse responsables de la estabilidad económica mundial. La II
Guerra Mundial fue una de las consecuencias de la crisis de 1930 que podrían
haberse evitado.
Después de haber fracasado a la hora de
estabilizar el sistema económico mundial a principios de los años 30, para 1945
los EE. UU. habían aprendido que sólo la cooperación económica podía llevar a
un mundo próspero y en paz. Mediante el Plan Marshall y la apertura de sus
mercados a las exportaciones europeas, permitieron a Europa reconstruir su
destruida economía. Mientras tanto, los exportadores norteamericanos
aprovecharon el ansia europea de inversiones y bienes de consumo.
Hasta principios de los años 70 del pasado
siglo, los EE. UU. dirigieron el sistema de comercio y divisas internacionales
– el sistema de Bretton Woods –, garantizando así la prosperidad económica, un
libre mercado con equidad social y, de este modo, los requisitos económicos
previos de la socialdemocracia.
Tanto la opinión pública como los políticos
de Alemania deberían aprender de la historia. La solidaridad con los países de
la crisis va a largo plazo en interés de Alemania. El gobierno alemán debería
dejar de abusar de su poder de dictar el declive económico a otras naciones. La
alternativa es el estancamiento económico y el aumento de las tensiones entre
las naciones europeas. Aún resuena el veredicto: los que no aprenden de la
historia están condenados a repetirla.
Fabian Lindner estudió ciencias
políticas y economía en Alemania y Francia. Trabaja como economista en el
Instituto de Política Macroeconómica (IMK) de la Fundación Hans-Böckler y
redacta la bitácora "Herdentrieb" en el semanario alemán Die
Zeit.
Traducción
para www.sinpermiso.info: Lucas Antón
www.social-europe.eu,
23 de noviembre de 2011
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