Misericordia, una novela de ingratitud, de Benito Pérez Galdós
Misericordia, una novela de ingratitud, de Benito Pérez Galdós
por Adán Salgado Andrade
Las novelas del escritor español Benito Pérez Galdós (1843-1920), muestran distintas situaciones que la sociedad española de mediados del siglo 19 vivía. Destaca Pérez Galdós, sobre todo, la naturaleza humana, sus emociones, egoísmos, virtudes, mezquindades. Leyendo sus trabajos, se aprecia que la naturaleza humana es, ante todo, egoísta y mezquina, en la mayoría de las situaciones (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.com/2014/10/la-materialista-individualista-mezquina.html).
La novela Misericordia, publicada en 1897, es un excelente trabajo de cómo la ingratitud es algo tan común entre el género humano. Muestra cómo, a pesar de que alguien pueda esforzarse tanto por ayudar a sus familiares y amigos, cuando éstos ya están en una situación mejor, se olvidan de aquélla o aquél que los auxilió y le dan la espalda.
La novela, tiene como personaje central a Benigna, mujer pobre, de sesenta años, muy buena, noble, caritativa, que pedía limosna en las afueras de la iglesia de san Sebastián, en Madrid. Con ella, hay decenas de “pordioseros”, quienes vivían de la, casi obligada caridad, que los parroquianos que asistían, les daban, generalmente un real o dos, cuando mucho. Mujeres y hombres se contaban entre esas personas que vivían de la caridad. Pero, entre ellos mismos, decían que muchos “no tienen necesidad, pues son ricos”. Sin embargo allí seguían, pidiendo caridad.
Benigna vivía en la casa de su patrona, doña Francisca, una mujer antes rica, quien había venido a menos, por engaños de acreedores y mala administración. Sus dos hijos, Antonio y Obdulia, nada habían hecho en sus vidas, más que casarse y vivir tan precariamente como su madre.
Benigna, con tal de que doña Francisca tuviera al menos siempre qué comer, le había inventado el cuento de que trabajaba como “criada”, en la casa de un sacerdote, don Romualdo, que vivía en Guadalajara (ciudad española, claro), que de tan bueno y virtuoso, se le había ofrecido un obispado y que tenía una sobrina llamada Patros.
Y con esa “mentira piadosa”, era que Benigna diario salía a San Sebastián, a pedir limosna, junto con las otras y los otros “limosneros”.
Uno de ellos, era un árabe, Almudena, ciego, que contaba que había llegado de Arabia, en donde vivía muy bien, pero que diferencias con su padre, lo hicieron abandonar el hogar. Luego, se había bañado en un río, en el cual, flotaba un caballo muerto. “De allí, salí con los ojos que me daban comezón y, luego, me quedé ciego”. Y así, peregrinando, había llegado a España, en donde se mantenía de pedir limosna.
Almudena, estaba ciegamente enamorado de Benigna, la que le decía que era ella una vieja. “Podrías ser mi hijo”, pero a pesar de ello, el árabe la seguía amando y quería casarse, algún día, con ella.
Pérez Galdós describe a Benigna, como una mujer que era vista casi como un ángel, pues era capaz de no comer ella misma o dar parte de sus pírricas limosnas a otros más necesitados. Por esas características era que doña Francisca la estimaba mucho, “pues siempre has visto por mí, Nina, no me has dejado, a pesar de mi pobreza”.
Cuando Benigna no obtenía nada de limosnas, acudía a Almudena, quien siempre tenía “un duro” para compartir con ella. Y con ese duro, Benigna hacía maravillas, pues no sólo le alcanzaba para comprar lo de la comida de ese día para doña Francisca, sino para darle algo a la hija, Obdulia, cuyo esposo era un holgazán, bueno para nada.
Incluso, podía invitar a Antonio, el hijo de su patrona, algo de alimentos, pues, a veces, no le iba bien a él en su negocio de anuncios.
Otro personaje, muy característico, es don Francisco Ponte Delgado, mejor conocido como don Frasquito, un viejo aristócrata, igualmente venido a menos, quien era pariente lejano, primo en tercer grado de doña Francisca. Don Frasquito entretenía a Obdulia con sus pláticas de sus pasadas glorias, de las ciudades maravillosas que había visitado, “la mejor, sin duda, París”. Y también, Obdulia se complacía de los halagos de don Frasquito, quien siempre la comparaba, en belleza y modales, con una emperatriz. “Sí, señora, usted es una cortesana nata”, la adulaba.
Para Benigna, cada día era más difícil conseguir dinero, pues había ya demasiados limosneros en San Sebastián. Por lo mismo, procuraba ir a otros sitios. Lo hacía, algunas veces, con Almudena o sola. Pero cuando nada obtenía, recurría a préstamos. Y si la gente a la que acudía, no podía hacerlo, entonces, les pedía algunas cosas de valor, como joyas, que empeñaba, prometiendo solemnemente, que, en cuanto tuviera el dinero, las iría a desempeñar y a regresar las prendas.
Muestra Pérez Galdós la mezquindad de los ricos, como la del rico viudo Carlos Moreno Trujillo, quien tenía un libro de contabilidad, “en donde anoto todo lo que gasto, hasta las limosnas que doy a la gente”, como le dijo a Benigna, una vez que la citó, para decirle que, en vista de la profunda pobreza en que vivía su patrona, doña Francisca, la asignaría “dos duros cada mes”, además de que le regaló un libro de contabilidad, “para que allí anoten todos los gastos y se organicen mejor, pues por eso empobreció doña Francisca, por no ser organizada”. “Viejo tacaño, pero son mejores dos duros mensuales, que nada”, pensó, muy molesta Benigna.
O pedía comida a crédito Benigna en las tiendas, para que nada faltara de comer a su patrona.
Y ambas, llegada la noche, luego de cenar, soñaban en que algún día les fuera bien, que, de repente, recibieran una herencia.
Y así fue, pues don Romualdo, que era real, no el que Benigna había inventado, las buscó en varias ocasiones, para anunciarle a doña Francisca, que tanto ella, como sus hijos y don Frasquito, eran herederos de la fortuna de Rafael García de los Antrines, pariente directo de doña Francisca. “Y a don Frasquito y a usted, les asignó una pensión mensual de cincuenta duros, de la cual, como ya han pasado unos meses, se ha ido acumulando y mañana mismo les haré entrega de ella”.
No cabían de felicidad doña Francisca y don Frasquito, pero estaban tristes de que Benigna tenía dos días sin aparecer.
Benigna, había sido apresada por los guardias madrileños, encargados de que no hubiera limosneros fuera de los sitios “permitidos”. La aprehendieron junto con Almudena.
A los dos días, Antonio se entera de que está presa. Y va a contarle a su madre el hecho. Y ya se enteró doña Francisca de lo que, en realidad, había hecho Benigna para sostenerlas durante tantos años, pedir limosna, prometiendo que la ayudaría y “nada le faltará a esa pobre mujer”.
Como ya comenzaran a tener dinero, Obdulia regresó a la casa de su madre y, de inmediato, le ordenó comprar muchas plantas, “para que la casa se vea bonita y parezca un jardín”.
Por su parte, don Frasquito, se compró ropa, se tiñó el pelo, para verse más joven, y se fue a vivir a una pensión más cara, “a la altura de mis actuales circunstancias”.
Pero don Frasquito, quien respetaba a Benigna, “pues ella es un ángel que nos ayuda a todos”, se dispuso, junto con Antonio, a ir a sacarla a la Puerta de Hierro, en donde se llevaba a los “menesterosos”. Don Frasquito, alquiló un caballo y Antonio, una bicicleta, “pero que no se entere mi mujer, don Frasquito, porque me mata si se entera de que anduve pedaleando”. Supongo que esa invención, todavía no se consideraba muy segura en esos años.
Y van a rescatar a Benigna y a Almudena. Sin embargo, de regreso, el caballo de don Frasquito, encabritó y éste cayo, aunque, al parecer, había salido ileso.
Pero, en lugar de ser el hombre siempre amable que había sido, comenzó a insultar a todo mundo, incluso, a doña Francisca y a Obdulia, quienes tuvieron que sacarla, “por grosero”. “Seguro se le afectó la cabeza, por el golpe”, les dijo Antonio.
La esposa de Antonio, Juliana, una mujer “muy mandona”, ya había tomado posesión de la casa de doña Francisca, ordenando todo, que hasta requería una cocinera. Y Obdulia, metiendo también su opinión, hizo que su madre contratara una doncella, “pues merecemos que se nos atienda bien, madre”.
Son detalles con los que Pérez Galdós muestra que, una vez que se tiene dinero o nuevamente, como con sus personajes, se cae en la cuestión de los excesos, de cosas innecesarias, todo con tal de mostrar su nuevo estatus a la gente.
Eso lo vemos mucho, con las personas que, de repente, tienen mucho dinero, que no reparan en gastos para mostrar que lo poseen. Algo muy peligroso en esta época de tantas carencias, pues los grupos delictivos buscan quién tiene dinero para robárselo.
Cuando, finalmente, Benigna se presenta a la casa de doña Francisca, descalza, “mugrosa”, con girones de ropa, y acompañada de Almudena, Juliana se encarga de decirle que ya no era bienvenida, “pues te fuiste sin avisar, mujer, y vienes con ese hombre, que hasta tiene sarna”.
Benigna, sin embargo, entra a la fuerza, para ver a doña Francisca, a la que tanto quería y había ayudado tantos años. “No; Benigna, no te puedo aceptar, porque ya somos muchas, somos cuatro, no cabríamos en la casa, pero nada te ha de faltar, mujer, te voy a ayudar”.
Benigna, muy triste y enojada, sale de la casa y exclama “¡Ingratas, ingratas, ingratas!”. Almudena le dice que no se preocupe, que él siempre estará a su lado, que nunca la dejará, que si no quería casarse con él, que fuera como su madre.
Y Benigna, tan buena como era, no lo deja, a pesar de que, al parecer, tenía él sarna y se la podía contagiar.
Luego de eso, todavía don Frasquito, a pesar del golpe, tuvo la entereza de ir a la casa de doña Francisca, la que estaba por mudarse a un hogar “más caro y mejor”, reclamándoles que habían soltado el rumor de que él quería tener una relación amorosa con Benigna. “¡Benigna es un ángel, que nos estuvo manteniendo a todos pidiendo ella limosna, y así le pagan, ingratas, malvadas. Yo no busco una relación de amor con ella, porque es un ángel al que venero!”, luego de lo cual, cayó muerto.
Y no salieron las cosas bien, ya disfrutando de su nueva y cómoda posición, pues Juliana, pronto enfermó de los nervios, temiendo, además, que sus hijos se fueran a morir.
Buscó sin parar a Benigna, la que vivía en una choza, junto con Almudena, que ya se estaba recuperando. “Dígame, doña Benigna, dígame que mis hijos no se van a morir, porque usted es un ángel y yo le creo”, le pidió, además de darle las quince pesetas acumuladas de los dos reales diarios que le fueron asignados como ayuda”. “Sí, te los acepto, pues me hacen mucha falta. Y no, tus hijos, no morirán, Juliana”.
Quizá un poco abrupto el final, pero deja el claro mensaje de que la mezquindad, termina teniendo sus negativas consecuencias, incluso, aunque el mezquino, no busque tenerlas.
Así que seamos generosos, dadivosos, nobles, aun en estos tiempos de carencias económicas y pandemia.
Contacto: studillac@hotmail.com
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