Brasil / Venezuela - ¿Y ahora qué hacemos?
Cómo utilizar una misma vara, desde
la izquierda, para pensar la situación venezolana y brasileña
Pablo Stefanoni
Nueva Sociedad, mayo 2016
La crisis en Brasil y Venezuela
presenta no pocos problemas para las izquierdas y las fuerzas populares
latinoamericanas. La coincidencia temporal de ambos sucesos obliga a buscar una
vara común para evaluarlos, a riesgo de mostrar serias inconsistencias
argumentativas –lo que, hay que decirlo, no desanima a algunos opinadores de
las izquierdas «antiimperialistas» continentales–.
En el primer caso, asistimos, dicho
en el portugués inventado de los hispanohablantes, al grotesco «mais grande do
mundo», en el que una banda de congresistas corruptos, reaccionarios y
oportunistas escenificaron un impeachment aprovechando la mayoría opositora en
las Cámaras y el masivo rechazo contra la corrupción.
Se trató de una conspiración política
de grandes dimensiones, montada por funcionarios como Eduardo Cunha –presidente
del Congreso y apartado apenas de votó el juicio político impulsado por él–,
acusados de numerosos actos de corrupción y diversos delitos. Paradójicamente,
no suspendieron a Rousseff por corrupción sino en virtud de la acusación de
maquillaje del déficit. «impeachment sem crime e golpe», denunció sin éxito el
PT. Y el ya renunciado ministro Romero Jucá admite en una conversación filtrada
que la suspensión de Dilma buscaba frenar las investigaciones judiciales que
involucraban a parte de la elite parlamentaria.
Pero esta conspiración fue posible
solo en virtud de un sistema político (proporcional de lista abierta) que
destruye la incidencia de los partidos y fragmenta de tal forma el sistema
parlamentario que impide la constitución de voluntades colectivas
transformadoras. Así, Dilma, que fue elegida con el 42% cuenta solo con un 15%
de los diputados (que en su enorme mayoría son hombres y blancos). Por su
parte, la denominada «Bancada da bala» (ex policías y militares) junto a
ruralistas y evangélicos conforman una derecha sobrerrepresentada gracias al
sistema electoral. Como ha señalado el politólogo Germán Lodola, no se puede
entender la política brasileña desde los modelos imperantes en otros países de
la región: en Brasil, «los presidentes son siempre minoritarios y lo que hay
que mantener es un gobierno de coalición». En ese contexto, grupos de poder
como los ruralistas, mediante su bancada y su control de la Comisión de
Agricultura, son capaces de frenar cualquier atisbo de reforma agraria, en
tanto que los evangélicos constituyen un grupo transversal a los partidos.
Para explicar la caída de Dilma es
mejor alejarse de los memes que muestran la foto de una Dilma guerrillera como
blanco del «golpe»: el gobierno de Dilma no solo nombró a la agrosojera Kátia
Abreu a la cabeza del ministerio de Agricultura o al neoliberal Joaquim Levy en
Finanzas, sino que ya desde la era Lula el PT se volvió una fuerza
crecientemente desmovilizada. Pero, a su turno, tampoco parecen suficientes los
análisis politológicos más asépticos. Es cierto, como ya se señaló, que el
problema central de Dilma es que se destruyó su coalición de gobierno con el
Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), una fuerza básicamente
oportunista de la que proviene el vicepresidente Michel Temer, ahora a cargo
del Ejecutivo. El nuevo gobierno, con aristas claramente conservadoras, ha
construido su propia base de apoyo repartiendo ministerios entre todos los
partidos opositores de centroderecha y derecha. Ahora bien, eso ocurre con el
trasfondo de una masiva movilización de las fuerzas «anti-PT», que incluyen
rechazos clasistas y antiplebeyos a los avances sociales –materiales y simbólicos–
de la década larga de gobierno de centroizquierda. El PT no solo perdió en la
arena institucional sino, de manera más preocupante, en la calle. Y todo ello
ocurrió en el marco de una especie de Mani Pulite a la brasileña, que repitió
problemas de la experiencia italiana y agregó aristas vernáculas
tropicales. Hoy varios poderosos empresarios están tras las rejas, pero en el
plano político quien pagó el costo más alto por el Lava Jato (megacorrupción en
Petrobras) fue sin duda el PT.
En paralelo a esta crisis, asistimos
al agravamiento de la situación en Venezuela. Allí, la oposición logró por
primera vez, el 6 de diciembre pasado, derrotar al (pos)chavismo en las urnas y
lo hizo con contundencia. El choque de poderes estaba cantado. Mientras el oficialismo
controla el Poder Ejecutivo, la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) tiene
mayoría calificada en la Asamblea Nacional y, desde ese espacio institucional
legítimo, busca la forma de destituir a Maduro en medio de una crisis con
dimensiones de derrumbe societal posbélico. Durante la era Chávez, se había
instalado una barrera entre la mayoría popular chavista y la oposición que
hacía que no operara el tradicional voto castigo (cuando las cosas van mal se
vota por la oposición realmente existente) ya que para esas mayorías, los
opositores eran «contrarrevolucionarios» y sus líderes solo «niños ricos» con
caras bonitas.
Pero la crisis volteó esas murallas y
el voto contra el exchofer de Metrobús y heredero de Chávez empoderó a una
oposición que combina rostros nuevos (como el del encarcelado Leopoldo López)
con figuras de la vieja política como el nuevo presidente de la Asamblea
Nacional Henry Ramos Allup, de la tradicional Acción Democrática (AD).
Sintomáticamente, tanto López como Ramos Allup se definen como
«socialdemócratas» y el segundo funge de vicepresidente de la Internacional
Socialista (un organismo hoy atravesado por diversos cuestionamientos internos
y pérdida de peso en el ámbito global). En un escenario de unidad formal y
fuertes tensiones en su interior, Henrique Capriles trata de instalar su
estrategia de apuesta principal a las urnas, con la certeza de que la
polarización en las calles beneficiará a la postre a Maduro, aunque sin
descuidar la presión callejera. Recientemente, Capriles declaró que se opone al
impeachment a Dilma y que tanto en Brasil como en Venezuela, la salida a la
crisis debe pasar por las elecciones (de hecho, eso es lo que propone el PT en
una versión siglo XXI de las «Diretas já» de las postrimerías de la dictadura).
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