Francia - París, ¿de qué guerra hablamos?
Santiago Alba Rico *
Público.es, Madrid, 15-11-2015
Entre las víctimas de la sala
Bataclan había extranjeros: españoles, rumanos, belgas y también tunecinos y
argelinos, muy probablemente musulmanes. Entre los franceses sin duda habrá
también hombres y mujeres de origen árabe y musulmán. Todos ellos tenían algo
en común: ganas de bailar, beber y reír. A los que tratan de encontrar una
explicación ideológica en el atentado a partir del comunicado de Daesh hay que
decirles la verdad, mucho más inquietante: el atentado es un dantesco acto
publicitario y una orgullosa, lúcida y “revolucionaria” declaración de guerra a
la moral “burguesa”: os matamos sencillamente porque estáis vivos. El hecho de
que las víctimas rieran, bailaran y bebieran es importante, pero no porque se
trate de prácticas haram, según una estrecha interpretación del islam, sino
porque las convierte en personas normales con las que todos podemos sentirnos
identificados y, a través de ellas, también afectados y amenazados.
Entre los verdugos, lo sabemos ya,
había franceses. Por ejemplo Ismael Omar Mustafei, de 29 años, nacido en uno de
los banlieu de París. Era de esperar. Cualquiera que conozca la situación de
los barrios periféricos de las ciudades de Francia tiene que acordarse de esa
última entrevista que Pasolini concedió el mismo día de su muerte, hace 40
años, y en la que hablaba de lo que “los burgueses ignoran”. Decía Pasolini:
“ustedes no viven en la realidad. Yo sí. Ahí abajo hay muchas ganas de matar”.
De esas “ganas de matar” habrá que ocuparse más pronto que tarde si queremos
comprender algo y salvar un poco. Si queremos evitar, de entrada, la única
guerra que no mencionan ni Hollande ni Sarkozy: la guerra civil en Francia.
Habrá que pensar en los asesinos, sí,
pero centrémonos ahora en el dolor -muy nuestro- de la inocencia tronchada. En
el dolor, por ejemplo, de Ángela Reina, flamante esposa de Juan Alberto
González, 29 años también, ingeniero industrial, con ganas de marcha un viernes
por la noche. No nos engañemos. El dolor no sirve de nada. Cada uno lo acarrea
como puede sin librarse jamás de él. No es útil. Pero se puede transportar a un
sitio u otro e iluminar con él otras conexiones y otros cuerpos. ¿Qué hacer con
el dolor insoportable de Ángela y de París? ¿Dónde deberíamos trasladarlo con
la imaginación?
Deberíamos llevarlo, por ejemplo,
junto al dolor de los refugiados, gente también normal que oye música y se lava
los dientes, fugitivos de una tragedia parecida a la de París, pero cotidiana e
ininterrumpida. París nos da la ocasión de comprender a los sirios y de
situarlos a nuestro lado, como víctimas hermanas de una barbarie común. Pero
nos da la ocasión también de trasladarnos hacia el pasado y hacia el futuro
para tratar de conectar el horrendo crimen de París con otros lugares del mundo
en los que Occidente no deja de intervenir de mil maneras. El dolor no sirve
pero sí pide. Reclama. El dolor de París exige a nuestros gobernantes que no
vuelvan a cometer los mismos errores que alimentan desde hace años “las ganas
de matar” y, sobre todo, que no utilicen su dolor sin consuelo para justificar
intervenciones militares en su nombre o en el de Francia o en el de “los
valores de la civilización”.
Ahora bien, el dolor, que es inútil
para las víctimas, es útil para los malos gobiernos y más si, como en España,
estamos en vísperas electorales. Es una “ventana de oportunidad” para
justificar blindajes identitarios y alineamientos irresponsables orientados a
controlar a la población en el interior y a aventar incendios en el exterior.
Desde antes, pero muy claramente desde el 11S y la posterior invasión de Iraq,
Occidente ha puesto siempre a su servicio un teclado de dolores selectivos para
impedir la única solución que podría librarnos a todos, en Europa y en el mundo
árabe, del Estado Islámico y su nihilismo destructor: la democracia. Tuvimos
una oportunidad en 2011, cuando los pueblos de la zona, retenidos a la fuerza
en el cepo de la Guerra Fría, exigieron dignidad y libertad y los abandonamos a
su suerte o a la de nuestros aliados. Llevo años repitiéndolo: en 2011 los
pueblos se levantaron al mismo tiempo contra las dictaduras, las intervenciones
extranjeras y el yihadismo de Al-Qaeda. Esas tres fuerzas mellizas vuelven hoy
con renovada fuerza porque, en lugar de recibir apoyo, las revoluciones e
intifadas fueron secuestradas o descarriladas por la OTAN, por Arabia Saudí
(“nuestro” Estado Islámico) o por las viejas y nuevas dictaduras (del propio
Bachar Al-Assad al general Sisi), y todo ello con la complicidad promiscua de
Israel. No puede extrañar que muchos de los jóvenes radicalmente demócratas
hace cinco años sean hoy radicalmente islamistas. Su radicalidad está cargada
de razón y, si se orienta ahora hacia la barbarie yihadista, se debe en buena
parte a que su rebeldía democrática fue sumergida en la sangre, la pobreza y la
miseria vital. Su deseo de democracia no les sirvió ni siquiera para poder
viajar libremente por el mundo.
Todo indica que el dolor del atentado
de París -como antes el del 11S o el del 11M- lo utilizarán nuestros gobiernos
para obcecarse en viejas politicas que se han revelado trágicamente fracasadas;
y fracasadas justamente porque se han desentendido, al mismo tiempo, de los
derechos humanos y de la voluntad de los ciudadanos de la región. ¿Qué es el
ISIS? Una “revolución negativa”, comodín de casi todas las fuerzas concurrentes
en Siria e Iraq, cuyo poder se alimenta de dictaduras e intervenciones y,
concretamente, de la dictadura siria apoyada por Rusia y del caos iraquí
generado por los EEUU. El atentado de París, en este sentido, tendrá como
consecuencias inmediatas las que nuestro dolor, precisamente, debería excluir:
islamofobia y presión en Europa sobre los refugiados, relegitimación de Bachar
Al-Assad y su régimen criminal, responsable último de la tragedia siria, y
agravamiento de la guerra en Siria. El belicismo demagógico de las
declaraciones oficiales francesas, sincopadas por nuestro ministro Margallo,
anuncian ya una intervención terrestre que convertirá la zona -todavía más- en
un avispero multinacional y en una fábrica -y en un sumidero- de yihadismo. Y
hará nuestras ciudades europeas más vulnerables y menos libres. Con el EI, es
verdad, no se puede negociar; hay que derrotarlo también militarmente. Pero eso
sólo pueden hacerlo los habitantes de la zona y sólo si se se ponen de acuerdo
en torno a un proyecto común democrático y no-sectario. Eso sólo será posible
si Europa deja de apoyar dictadores, de promover políticas sectarias a través
de sus aliados teocráticos o “laicos” y de emprender aventuras militares.
Para derrotar realmente a Daesh
necesitamos nuevos gobiernos que no juegen con el dolor de sus ciudadanos.
Necesitamos gobiernos que se tomen en serio las únicas medidas que, a medio
plazo, pueden dejar el EI sin los medios -y el medio- de su supervivencia. La
derrota militar de Daesh por parte de sus víctimas inmediatas, los habitantes
de la zona, en su mayoría musulmanes, es indisociable de la no.criminalización
de los que abandonan sus filas y retornan a sus países de origen. En Europa, es
necesaria la coordinación policial, sin duda, pero también la integración
social, la protección de las comunidades musulmanas y la pedagogía
institucional contra la islamofobia, lo que implica respeto absoluto de los
derechos jurídicos de los ciudadanos de religión islámica. No olvidemos que el
Estado Islámico utiliza sus atentados para alimentar el odio hacia el islam y
presionar así a las comunidades musulmanas de nuestras metrópolis: la
islamofobia es también una fuente de reclutamiento.
En cuanto a la acción sobre el
terreno, un gobierno dolorido que no utilice de manera fraudulenta el dolor de
sus ciudadanos debe dejar a un lado las intervenciones militares y centrarse en
las fuentes de financiamiento de Daech, la prohibición de la venta de armas, el
apoyo de las fuerzas democráticas locales y la promoción de una solución
dialogada e inclusiva para Siria. Nuestro dolor está de tal manera trenzado con
el de los sirios (e iraquíes y palestinos y kurdos) que sólo acabando con el
suyo, y democratizando sus países, garantizaremos la seguridad y la libertad en
Europa. Debe ser, en todo caso, obra suya y nuestro papel debe consistir en
retirar obstáculos más que en provocar nuevos malentendidos coloniales.
Vuelvo al dolor de los que bailaban y
reían y bebían. Me pongo en su pellejo fácilmente, pues me gusta bailar, beber
y reír. Y me emociono sintiéndome parte de “la civilización” y la “humanidad”
en que se abrigan en medio de la tragedia. Pero también me resulta fácil
trasladarme desde ese dolor al de los refugiados y, más allá, al de los sirios
y los iraquíes. Ahora bien, me ocurre entonces que, desde ese dolor “árabe” o
“musulmán”, me siento expulsado cuando los líderes mundiales hablan de un
ataque “contra la humanidad”, contra “la civilización”, contra la “democracia”
o “contra los valores universales”. Porque, desde ese dolor, juzgo hipócrita y
hasta tribal esa defensa de una universalidad que no les incluye, que no trata
por igual a las víctimas del EI en Francia y a las de Beirut el día anterior,
que considera mucho más grave la muerte de un francés en París que la de un
sirio en Alepo. No, los occidentales no podemos exigir ni condenas ni compasión
desde estos presupuestos: “La humanidad somos nosotros, vosotros no”, “la
civilización somos nosotros, vosotros no”, “la universalidad somos nosotros,
vosotros no”. Y finalmente: “merecedores de duelo y de venganza son nuestros
muertos, los vuestros no”. No podemos acercarnos a los otros pueblos -lo
explicaron muy bien Fanon y Aimé- desde estas prácticas y con estos discursos
sin perder toda credibilidad y provocar contracciones identitarias defensivas y
a menudo también agresivas. El atentado de París es una buena ocasión para unir
el dolor de los europeos, hoy sacudidos por la brutalidad del EI, y el de los
árabes y musulmanes, humillados por dictaduras amigas y asesinados por bombas
multinacionales. Si nos blindamos en esas neurosis coloniales que llamamos
“valores” y repetimos los mismos errores, proclamando nuestra superioridad
moral en medio de las ruinas que ayudamos a amontonar, daremos la razón a todos
los bárbaros y nos uniremos a ellos en su obra de destrucción. Se trata, sí, de
civilización: no ayudemos al Estado Islámico a cavar su tumba.
* Filósofo y escritor, candidato al
Senado por Podemos. Residió en Medio Oriente varios años.
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