Argentina -Críticas desde la burguesía a la economía bajo el kirchnerismo
Esteban Mercatante
Ideas de Izquierda N° 21, Buenos
Aires, julio 2015
A punto de concluir el segundo
mandato de Cristina Fernández, se puso a funcionar a pleno la producción
editorial de balances de estos doce años de gobiernos kirchneristas. Acá, dos
miradas contrapuestas –ambas críticas–, la de los nostálgicos de la economía
aperturista de 1976-2002, y la de los desencantados del “modelo” que acompañó
los años más prósperos del kirchnerismo, nos permiten discutir los rasgos
centrales que moldearon la economía política del período.
Ese monstruo llamado estatismo
El libro Los platos rotos, de Diego
Cabot y Francisco Olivera, ofrece un balance del kirchnerismo que compendia
todos los horrores que cometió el kirchnerismo desde el punto de vista del
(neo)liberal promedio. Sin pretensiones conceptuales, el libro reafirma el
sentido común de estos sectores ante lo que presentan como un desenfrenado
avance del Estado: “Siempre que pudo, el Estado entró, reguló y se enquistó”,
evalúan (p. 23) [1]. Este crecimiento es acompañado de otro dato que los
autores consideran inquietante: desde el 25 de mayo de 2003 hasta diciembre de
2014, empezaron a cobrar un sueldo del Estado casi un millón y medio de
personas (p. 108). Si el Estado pudo hacer esto fue porque el kirchnerismo
“nació, creció y se reprodujo durante una de las etapas económicas más
auspiciosas de la historia nacional”. Considerando los altos precios de los
granos que el país exporta y las bajísimas tasas de interés internacionales,
“puede concluirse que estuvimos frente al ciclo económico más favorable en al
menos cuarenta años” (p. 375). El “modelo” kirchnerista consistiría en un
aprovechamiento de estas condiciones de prosperidad, a las que nada habría
aportado la política económica. Para que no queden dudas, Cabot y Olivera citan
aprobatoriamente un informe de IDESA que sostiene: “Las bonanzas económicas
están más asociadas a condiciones externas excepcionalmente favorables que a la
orientación ideológica de quien ejerce el poder en cada momento”. En la visión
que presenta este libro, al mismo tiempo que no pueden encontrarse méritos
particulares en la política oficial, sí hubo en cambio decisiones que afectaron
severamente sectores críticos de la economía. Allí donde el Estado intervino
generó despilfarro, se apropió de fondos para utilizar discrecionalmente y, a
consecuencia de eso, disuadió la producción y la inversión. Esto tendría sus
peores efectos en la infraestructura de transporte y energía. En este último
terreno, una “concatenación de torpezas que bastaron para despedazar un sistema
que, después de la privatización de 1992, llegó a ser considerado uno de los
más modernos del mundo y, aunque ahora suena extraño, modelo de
gerenciamiento”.
Acá, de más está decirlo, los autores
se agarran de lo que es a las claras el más evidente –y persistente– fallo de
la gestión kirchnerista. El esquema establecido por el gobierno para el sector
energético lo dejó, a nuestro entender, en el peor de los mundos: (des)manejo
de la administración privada, sentada sobre las concesiones sin invertir en un
negocio que había dejado de ser rentable, acompañada de un creciente
involucramiento estatal para solventar la importación de gas y gasoil que
sostienen la matriz energética. Una virtual estatización pero que se hizo
dejando a los privados en su lugar. Con el agregado de que los combustibles que
se importan se podrían haber producido acá, pero no ocurrió porque el precio
que el Estado estaba dispuesto a pagar afuera era superior al que aceptaba acá.
La desinversión era entonces el resultado más esperable, con la consecuente
caída de la producción de gas y petróleo, y de generación de electricidad, que
deja como resultado una seguidilla de cortes durante los picos de calor o de
frío, como volvimos a vivir en las últimas semanas. Pero la lección que Cabot y
Olivera proponen sacar de esto es que el Estado no debería haberse entrometido.
El gobierno no debería haber hecho otra cosa que cumplir los contratos,
aquellos que obligaban a mantener las tarifas dolarizadas, aceptando que estas
subieran sideralmente de la mano de la devaluación y se ajustaran regularmente
de la mano de la inflación, y lo mismo para los combustibles.
Como si con eso se hubiera podido
evitar la desinversión y la crisis energética. Una mirada al resto de la
economía, sugiere más bien lo contrario [1]. Consideramos que la respuesta no
estaba en garantizar los mecanismos de mercado, ni –obviamente– en la
pseudoestatización llevada a cabo por el kirchnerismo, que tomó lo peor de la
desidia empresaria y del desmanejo de la burocracia estatal. Una estatización
de conjunto, dando lugar a la participación activa en la gestión a los
trabajadores del sector, era la única alternativa seria al descalabro
energético que generó el kirchnerismo y al zarpazo tarifario de la solución
empresarial.
Ante los desequilibrios que afronta
la economía con la desaparición de los superávits gemelos, la inflación, el
cepo cambiario y la infraestructura en crisis, Cabot y Olivera se sienten
habilitados para narrar una fábula en la que todos los problemas se explican
por este avance del Estado: “Se dejó de invertir y en los últimos cinco años se
fugaron más de 80.000 millones de dólares, casi tres veces las reservas del
Banco Central, en parte porque la sociedad dejó de confiar al ver que se
avasallaban instituciones y se cambiaba hasta la carta orgánica de ese ente
monetario” (p. 375). El remedio, ante esto, es una y otra vez dar lugar al
mercado.
Los rasgos que adquirió la
intervención estatal durante la última década no pueden explicarse sin más por
una vocación del kirchnerismo. Vino sobre todo dictada por los efectos que dejó
el hundimiento de la convertibilidad y todas las políticas estrechamente
ligadas a esta. La apertura de la economía, la flexibilización laboral, las
privatizaciones, la espiral de endeudamiento y de ajuste para afrontarlo y todo
el conjunto de iniciativas favorables al capital, presentadas como necesarias
para la modernización, la mentada llegada “al primer mundo”, quedaron
indisolublemente asociadas a la hecatombe de 2001. Y aunque no todas estas
políticas puedan vincularse de forma directa a las causas de la crisis o a su
profundidad, sí fueron parte del hondo cambio en la geografía social del
período, ampliando la desigualdad de riqueza e ingreso y ahondando el deterioro
de los trabajadores y los sectores de menores recursos, al mismo tiempo que
creando un desguace de la infraestructura social en beneficio de los negocios
privados. Todas las medidas que se implementaron a sangre y fuego durante una
década, y que lograron sostener un consenso apoyado en derrotas pero también en
las promesas de bienestar que vendría como saldo de estos ajustes, condujeron
por el contrario a la crisis no solo temporalmente más extendida, sino de
efectos más devastadores para las clases subalternas. Por eso, la furia social
que estalló en 2001 no solo expresaba su impugnación contra las políticas más
directamente ligadas a la crisis, como el ajuste fiscal, el endeudamiento
público y la banca con sus negociados; se extendía al conjunto de los pilares
más visibles del Consenso de Washington.
Esto tuvo efectos de largo alcance.
El columnista de La Nación, Carlos Pagni, recogía en agosto de 2014 los
resultados de una encuesta de Management & Fit que expresaba en vastos
sectores de la opinión pública una honda desconfianza hacia el empresariado y
en favor de la idea de que debe haber un Estado presente, regulando y
controlando férreamente a las fuerzas del mercado. Fue bajo el impulso de este
clima de época que se desplegó el andamiaje de políticas que los autores
lamentan.
La radiografía que brindan Cabot y
Olivera concluye con un diagnóstico catastrófico, que magnifica –como si esto
fuera posible– los problemas de gestión de la década kirchnerista en trasporte,
energía, obra pública, mostrando un festín de corrupción rapaz. La conclusión
no es ninguna sorpresa: el kirchnerismo produjo una hipertrofia del Estado que
dilapidó una coyuntura internacional extremandamente favorable en aras de la
distribución y en desmedro de la producción. Ahora lo único “razonable” será
sanear el Estado, es decir achicarlo. Pagar los platos rotos por el camino que
nunca se debió haber tomado.
Estuvimos bien pero vamos mal
Bien distinta es la visión que
ofrecen Mario Damill y Roberto Frenkel en ¿Década ganada? Los autores,
enrolados en lo que se conoce como neoestructuralismo, defienden la necesidad
de un tipo de cambio competitivo. Es decir, un peso nacional depreciado frente
al dólar, y por extensión frente a las monedas de otros países. Por eso, al
contrario del planteo precedente, no solo el viento de cola explica el ciclo de
crecimiento kirchnerista. De hecho, los autores argumentan que la interrupción
de la tendencia contractiva que se prolongó entre 1998 y 2002 “y su posterior
reversión antecedieron al cambio favorable en las condiciones externas,
especialmente de los precios de exportación” (p. 120) [3]. Más aún, “al
iniciarse la recuperación, los precios medios de exportación se encontraban en
un mínimo local comparable al menor nivel de los años noventa”.
Desde esta perspectiva, los autores
consideran que el lustro 2002-2007 “redondearía un muy buen desempeño
macroeconómico, con un crecimiento promedio del PIB próximo al 9 %” (p. 128).
Durante estos cinco años “se
mantuvieron los superávits fiscal y externo, los salarios reales y la ocupación
subieron marcadamente” (p. 129), estos últimos –agregamos nosotros– desde los
niveles extremos de deterioro que alcanzaron en 2002. Remarcan que “el notable
desempeño macroeconómico de 2005-2006 habla muy a favor del esquema
macroeconómico establecido a la salida de la crisis, con eje en un tipo de
cambio real competitivo y relativamente estable” (p. 131).
Pero en el marco de esta performance
asomaban “algunos problemas de los que la gestión política debía tomar nota” (p.
132). El “más notorio” era la inflación, que en 2006 llegó a los dos dígitos
anuales. Para Damill y Frenkel, “la inflación y la forma en que se la encaró
fueron determinantes de que el esquema macroeconómico comenzara a perder
coherencia y a cambiar de rumbo progresivamente”, aunque se mantuviera una
retórica del “modelo” cuyos “contenidos se iban desdibujando en la práctica”.
Para los autores, se podría haber cambiado el desarrollo posterior mediante una
“redefinición del esquema de política macroeconómica”. En primer lugar,
conteniendo el aumento del gasto público que “había comenzado a crecer más
rápidamente que los ingresos del sector estatal” (p. 133). Junto a esto, una
“redefinición de las políticas de ingresos”, es decir, el no va más del aumento
del salario real cuando el salario medio todavía pugnaba por recuperar el nivel
que tenía en 2001, antes de que la devaluación de 2002 generara un deterioro
del 30 % en el poder adquisitivo. Aunque en este último punto el gobierno dio
una respuesta parcial, impulsando a través de su alianza con Hugo Moyano techos
implícitos para la negociación salarial de paritarias, en el resto de los
aspectos las medidas gubernamentales se alejaron de las decisiones que para
Damill y Frenkel habrían sido necesarias. No solo no hubo plan
antiinflacionario, sino que se intervino el Indec, pasando a “‘controlar’ el
indicador en lugar de la inflación en sí misma” (p. 134). Sin reformulación
consistente, concluyen, “el esquema de políticas empieza a perder coherencia”
(p. 135). Y las respuestas que se dan crean nuevos problemas.
Esto es lo que explica todo lo que
ocurrió desde entonces. La explosión del déficit fiscal, la pérdida de
competitividad cambiaria como resultado de la inflación (como la inflación fue
mayor que lo que se ajustó el valor del peso en relación al dólar, los precios
en dólares subieron) y, finalmente, la reaparición de la llamada restricción
externa. O sea, el atoramiento de las posibilidades de crecimiento por la falta
de dólares.
La amarga conclusión es que con la
disolución del esquema de política macroeconómica vigente durante el quinquenio
2003-2007 se perdió “una oportunidad extraordinaria de colocar la economía del
país en un sendero sostenible de crecimiento inclusivo” (p. 152).
No se puede perder lo que no se tuvo
En la mirada de Damill y Frenkel,
entonces, el fracaso se explica por la equivocación del camino. Pone el acento
sobre los desmadres macroeconómicos, pero haciendo abstracción de las
contradicciones de las que estos surgen.
En primer lugar, del atraso y la
dependencia. Para los autores, este atraso solo existe como dimensión para
prescribir un tipo de cambio “competitivo” que compense la baja productividad
de la economía –que significa mayores costos locales vis a vis los
internacionales [4]–. Pero este se manifiesta también en la desarticulación
industrial, que convierte a las ramas más importantes de la manufactura local
en uno de los mayores demandantes de divisas [5]; en el peso que tienen los
compromisos en moneda extranjera, que después de la renegociación de 2005
volvieron a acrecentar su peso en el presupuesto [6]; y en el peso que adquiere
el giro de utilidades de las empresas extranjeras, que junto con la fuga de
capitales distraen recursos de la inversión y golpean sobre la disponibilidad
de reservas.
El kirchnerismo pretendió que era
posible, gracias a la prosperidad basada en la soja y la elevada rentabilidad
capitalista, convivir alegremente con todas estas contradicciones solo porque
gracias a estas condiciones favorables se manifestaban de forma atenuada. Fue
pagador “serial” de la deuda (como lo dijo la presidenta) y permitió que
decenas de miles de millones de dólares gangrenaran todos los años la economía,
mientras los dólares de la soja fueron suficientes para pagar la cuenta. Pero
el cambio en las condiciones internacionales favorables y el peso de los
problemas que desarrolló la economía argentina refutarían duramente esta
pretensión. Por si quedaban dudas de la inexistente vocación de atacar las raíces
de la dependencia, en pos de la “soberanía energética” el gobierno se abrazó a
Chevron.
En segundo lugar, el lamento de
Damill y Frenkel se abstrae de las aspiraciones encontradas que debió
administrar el kirchnerismo, soportando para eso el deterioro del equilibrio
macroeconómico que los autores tanto valoran. Desde sus comienzos el
kirchnerismo buscó alimentar la idea de que mantener la rentabilidad
corporativa y la mejora paulatina de los salarios (partiendo del bajo piso de
2002) no era incompatible, mas allá de un plazo corto o mediano. Esta
pretensión –dictada por la necesidad de reforzar la legitimidad social después
del 2001– ante las primeras muestras de que no era tan sencillo conciliar las
aspiraciones contradictorias, empujó a tomar medidas de contención. Para esto
el gobierno puso en juego la carta fuerte con la que por entonces contaba: los
recursos fiscales holgados. Estos se usaron desde 2007 con el objetivo de
atenuar las dificultades a través de subsidios que solventaban una parte de la masa
total de ganancias del capital con el fin –no conseguido– de atenuar la presión
alcista de los precios. Al mismo tiempo comenzaron, como ya mencionamos, los
esfuerzos por imponer techos a los aumentos de salarios. Con los subsidios el
gobierno “internalizó” una presión imparable al aumento del gasto público. En
vez de contener las contradicciones, estas se derivaron en una sangría de
recursos. En 2007 los subsidios fueron de $ 14.600 millones, en 2015 superarán
los $ 230.000 millones. Junto con la deuda pública, esto ayuda a entender por
qué el superávit fiscal se transformó en déficit creciente. De más está decir
que no alcanzó para frenar a los precios, que siguieron su vía alcista, aunque
hubieran subido más sin ellos.
Se creó un dispositivo de desmonte
cada vez más difícil. Es que si bien fracasó como contención general de
precios, el sistema de subsidios frenó algunas tarifas que si se remueven
podrían dispararse, creando además un efecto cascada en otros sectores. Por
eso, una vez iniciada esta orientación –que era la más coherente con la ilusión
reformista que el gobierno requería alimentar– se impuso el conjunto de medidas
que condujo cada vez más lejos del añorado “modelo” de 2002-2007.
Bajo el clima político y la relación
de fuerza entre las clases establecida pos 2001, empujado por la necesidad de
mostrar una respuesta a las aspiraciones de los sectores populares a los que
buscaba reconciliar con la dominación burguesa, se impuso para el kirchnerismo
utilizar los recursos logrados durante los años de mayor prosperidad para
favorecer la idea del Estado árbitro, como actor para permitir la distensión de
las relaciones entre las clases, conteniendo las aspiraciones populares pero
permitiendo algunas concesiones.
Las contradicciones desarrolladas por
el “modelo”, el peso de los compromisos externos que el gobierno renegoció en
2005, y los lastres del atraso y la dependencia –que ni el kirchnerismo ni los
críticos que reseñamos consideran un problema de primer orden– pusieron en
evidencia la imposibilidad de este proyecto una vez agotadas las condiciones
extraordinarias de la pos convertibilidad. La conciliación de clases se muestra
otra vez como un proyecto de alcance limitado. Y con los programas económicos
que preparan tanto el oficialismo como la oposición para el próximo mandato se
proponen para que una vez más, los platos rotos, los pague el pueblo
trabajador.
Notas
[1] En este apartado todas las
referencias entre paréntesis corresponden a Los platos rotos. Memoria y balance
del Estado kirchnerista, Bs. As., Sudamericana, 2015.
[2] Sobre la recuperación limitada de
la inversión y una indagación de los motivos de la misma ver Esteban
Mercatante, “La Argentina, a 10 años de la salida de la convertibilidad:
contradicciones recurrentes para la continuidad de la acumulación capitalista.
Una mirada desde la teoría marxista”, en Blog del IPS (www.ips.org.ar), agosto de 2012.
[3] En este apartado todas las
referencias entre paréntesis corresponden a Carlos Gervasoni y Enrique
Peruzzotti (ed.), ¿Década ganada? Evaluando el legado del kirchnerismo, Bs.
As., Debate, 2015.
[4] Ver al respecto Esteban
Mercatante, “Argentina devaluada”, IdZ 7, marzo de 2014.
[5] Ver Guadalupe Bravo, Lucía Ortega
y Esteban Mercatante, “Automotrices: del auge al frenazo”, IdZ 12, agosto de
2014.
[6] Pablo Anino y Esteban Mercatante,
“Pagarás y te sacarán los ojos”, IdZ 11, julio de 2014.
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