Uruguay - 15 años de pasta base
Después del miedo
El consumo de pasta base de cocaína
(PBC) parece haberse retraído, o al menos permanecería estable. Las razones del
fin de esa “epidemia” que durante años se presentó como el gran “flagelo” de la
sociedad, ayudan también a entender su origen. Esta nota intenta arrojar luz
sobre la compleja relación entre la pobreza y las adicciones.
Salvador Neves
Brecha, Montevideo, 19-6-2015
Por la cara que puso Murmullo al
entender que el periodista efectivamente le estaba preguntando si había
“aflojado la cuestión de la pasta base”, la hipótesis era un completo
disparate. Ella tenía por qué saber. Hace cuatro años –después de intentar
cuanto pudo– decidió echar de la casa a su compañero, y sabe que todavía sigue
enganchado. Sus dos hijas mayores ya tienen marido y con uno de ellos también
hubo que cinchar para que largara la pipa. Le quedan cuatro niñas y un varón
por terminar de criar. Vive al norte del Cerro y siempre tiene una boca cerca.
Sin embargo Carmiña, matriarca también pero de La Teja, había respondido que
sí, que la cosa estaba más tranquila. Iba cargando un gomero que le habían
obsequiado. “De nuevo tengo jardín. No me roban más plantas. Hace tiempo que no
me llevan el contador. Anoche la pinza durmió afuera. Me la dejé en el murito y
hoy ahí estaba.” Las estadísticas favorecen la versión de Carmiña, al menos las
dedicadas a la evaluación del consumo entre estudiantes de enseñanza media, que
son las que con más frecuencia se hacen. La primera, de 2003, establecía que
siete de cada mil estudiantes manifestaban haber fumado pasta al menos una vez
durante el último año. En 2007 llegaron a ser 11 de cada mil, pero desde
entonces el número descendió. En la última edición (2014) eran cinco.1
En octubre del año pasado lo había
dicho el secretario general de la Junta Nacional de Drogas. Este consumo
–afirmaba Julio Calzada– venía “en una prolongada meseta descendente desde 2008
a la fecha”. El viernes pasado Milton Romani, que dirige ahora esa secretaría,
se arrimó a la Policlínica de Inve 16, en Hipólito Irigoyen e Iguá, donde
funciona uno de los llamados Puntos de Encuentro del programa Aleros, un
espacio al que dos veces por semana concurren usuarios de pasta de la zona y
que les ofrece una ducha, el uso de un lavarropas, alguna propuesta de
conversación con los técnicos del equipo y los estudiantes que los acompañan, y
algún tentempié, que en la ocasión consistió en un buen guiso de lentejas cuya
cocción se atribuyó el propio Romani.
“En 2002 yo era docente de psicología
en Apex Cerro. Ahí era como un reguero de pólvora –recordó Romani–. Los últimos
años estuve fuera del país y cuando regresé me di una vuelta por el Cerro, por
el Portal Amarillo, y, a ojo de buen cubero, no diría que el fenómeno haya
desaparecido, pero hay menos, y se nota”, enfatizó.
Los datos que recibe de la Policía
indicarían lo mismo: como la clientela no crece, los traficantes se están
disputando territorios violentamente. Además “los operadores de calle dicen que
la mejora de las condiciones económicas hace que alguno salte a la cocaína, lo
que se compadece con algunos resultados que nos dan cierto aumento del consumo
de esta sustancia”.
Romani explica lo sucedido con dos
argumentos: la existencia de políticas para enfrentar la expansión y “una curva
de los consumos: las sustancias nuevas tienen un pico, después bajan y se
mantienen en una meseta”.
En la vuelta andaba aquel a quien
llamaremos Fito. Tiene 34 años, consume hace 14, anda en plan de rescate y
plantea su propia teoría sobre el punto: “La gente, me parece, se fue dando
cuenta del daño que te trae. No es como cuando nosotros éramos chicos, que fue
como una ola que agarró a todos los pibes. Hoy ves que hay mucha gente que a
los pastabaseros no los quiere. Los pibes se esconden para fumar pasta porque
saben que si los ven los amigos van a venir y les van a prender la tuba y ta,
les van a decir la verdad: que se dejen de ir a fumar eso, que es una mierda y
que van a terminar como aquel que está adentro de la volqueta juntando
botellas”.
—¿Cuándo vos arrancaste eso no
pasaba?
—No. Todo era de “¡Cómo está esto!
¡Mirá lo duro que estoy! ¡Mirá cómo te deja!”. Era igual que cuando vino el
boom de la cocaína, que todo el mundo tomaba. La pasta base era así cuando yo empecé.
Claves y enigma
Las primeras referencias al consumo
de pasta datan de los setenta y provienen de países andinos. Se trata de un
producto intermedio en la transformación de la hoja de coca hasta lo que
llamamos cocaína. En los noventa llegó a Chile, a fines de esa década a Brasil
(donde se la llamó crack, que en rigor es otra cosa) y a principios de los dos
mil entró con fuerza en el Río de la Plata.2
Cecilia Scorza, doctora en ciencias
biológicas del Instituto Clemente Estable, quien junto al equipo del instituto
viene realizando relevantes aportes en la materia, recordó a Brecha los inicios
de las investigaciones:“Me acuerdo de foros en que los médicos que recibían a
los consumidores explicaban que nunca se habían encontrado con un perfil
clínico de esa naturaleza. Se decía que los consumidores iban a morir en poco
tiempo”.
Más de una década después, el consumo
en sí mismo no parece haber matado a nadie y la situación es otra. “Quedan
zonas de desinformación, pero a nivel clínico y asistencial ya todos sabemos
con qué estamos trabajando”, señaló Scorza.
También se tiene una idea de lo que
sucede en el cerebro del adicto, y una estrategia para abordar esta adicción.
Los daños producidos por el consumo crónico “logran revertirse al menos
parcialmente”, aseguró la investigadora. “Son estrategias multidisciplinarias
que llevan muchísimo tiempo, pero el individuo vuelve a sentir placer a través
de sus reforzadores naturales y a reinsertarse normalmente en la sociedad.”
—¿Se curan?
—Es muy difícil que alguien se cure
de una adicción a las drogas. Es una patología crónica, como el asma, que se
puede mantener controlada.
Hallar la cura requeriría conocer
mejor las causas del fenómeno, y en realidad “no se sabe si el consumidor
crónico tenía ciertos trastornos orgánicos previos o si es la droga la que los
produce”.
Por lo pronto se prefiere hablar de
factores de riesgo, de vulnerabilidad, de protección. Pero “la etiología no se
conoce. El gran enigma es que no toda la gente que consume drogas de abuso se
vuelve adicta. La relación con la droga pasa por distintas etapas, y nosotros
no sabemos cuál es el switch entre consumo, abuso y dependencia. Lo que sabemos
bien –sentenció– es el final de la historia”.
De Paso Molino al Harlem
“No tenemos estudios longitudinales.
¡Estamos lejos de estar sobrediagnosticados, como algunos dicen!”, protestó el
antropólogo Marcelo Rossal, quien también lleva largo rato estudiando, desde su
ángulo, a los consumidores de pasta base.
“Pasar por el Portal Amarillo o por
alguna institución no es que los cure. Es un momento de ‘rescate’, y ellos
salen de ahí con nada. Apenas con unos quilos más. Vuelven a los mismos barrios
donde estaban”, interviene Luisina Castelli, también antropóloga y parte del
equipo del Centro de Estudios Interdisciplinarios Latinoamericanos de la
Facultad de Humanidades, que con Rossal realizó un importante estudio con
consumidores de la zona de Paso Molino.3
Según los etnólogos “no es que el
consumo haya bajado; se ha ‘amesetado’”. No es que se cierre boca tras boca.
“Eso es una utopía –aseguró Rossal–. Pues no hay que pensar en el
narcotraficante como el monstruo, como un Scarface en una piscina de merca
(cocaína). Se trata de familias pobres que encontraron en eso su salida, y
siempre hay un hijo, un sobrino para continuar. Lo que sí hay –admitió– es un
mercado estable que está restringido territorialmente.”
La prueba de esa estabilización es
que la edad promedio de los consumidores aumentó. En la investigación sobre el
Paso Molino era de 29 años. En el Punto de Encuentro de Inve 16 es de 30, 31.
“Hay una visión bastante clara de que los usuarios de pasta base hace ya varios
años que están en el consumo, que los nuevos suelen ser muchachos con problemas
muy particulares, y que son pocos”, sostuvo el antropólogo.
Su explicación reúne la “curva de
consumos” de la que habló Romani y la “tuba” que invocó Fito: “Entre las
generaciones más nuevas fumar pipa, ser un pastoso, está fuertemente
estigmatizado; el discurso que circula lo juzga moralmente inapropiado pero
digno de compasión; la pasta no tiene buena prensa en ningún espacio social;
tampoco donde solía reclutar a sus usuarios. Por eso el consumo tiende a
estabilizarse y la población a crecer en edad. Ha pasado en otros países. En
Estados Unidos lo ha estudiado Philippe Bourgois. Los más jóvenes no quieren
usar crack”.4
Esto explicaría la onda del “bazoco”,
el cigarro de marihuana y base. Un fragmento del diario de campo de la referida
pesquisa pinta a tres de sus consumidores: “Los tres vinieron muy
‘empilchados’: ropa Nike y Reebok de la cabeza a los pies. (…) Estos muchachos
evidencian una trayectoria que difiere de la del típico pastoso –categoría que
utilizan para referirse a los otros– y da cuenta de la permanencia del vínculo
familiar estrecho”. “Los más jóvenes no quieren exponerse ante los demás usando
una pipa; no quieren portar el estigma”, explicó Castelli. En realidad nadie
quería el infierno.
Pegue
—¿Vos alguna vez consumiste pasta
base? No hay nada que se parezca a ese pegue. ¿Sabías?
–soltó Fito.
—¿Cómo es?
–—Te levanta. Te deja allá arriba.
Tenés que probar. No te lo puedo explicar. Para llegar al mismo estado tenés
que socarte de merca, tomar acelerante. ¿No tomaste? Lo que les dan a los
caballos para que corran más rápido. Vos con una sola seca de pasta llegás al
mismo estado: el corazón a dos mil, la cabeza a doscientos. Yo he tomado merca.
Vos te metés una raya y te ponés a charlar y al rato capaz que te metés otra.
No te pide enseguida.
La vía de entrada de la pasta, la
inhalación pulmonar, logra que la droga entre inmediatamente al cerebro e
impacte particularmente en el denominado circuito motivacional, “una
intersección de varias regiones cerebrales donde se nos define la motivación
por diversos factores”, explicó Scorza. “Ese efecto placentero, de estimulación
y de grandilocuencia, digamos, es producto de las consecuencias neuroquímicas
de las alteraciones de la activación de ese circuito motivacional.”
“Una entrevistada nuestra era
instrumentista quirúrgica –contó Rossal–. Era una señora de 60 y pico de años,
que por circunstancias de la vida, la cercanía de un hijo, empezó a fumar
pasta. ‘Ay m’hijito’, nos decía,‘me siento con la mente clara. Me siento bien.
Pero no sabés en los ambientes en que he estado’.”
La cosa es que el flash es tan
potente como efímero. Luego, explicó Scorza, “queremos repetir lo que nos ha
hecho sentir placer, y a consecuencia de esa repetición hay un aprendizaje, una
alteración del circuito motivacional. Éste está conectado con la corteza
prefrontal, que regula el comportamiento mediante la inhibición. Entonces la
corteza ya no me inhibe. Por eso se dice que los adictos pierden la capacidad
de decidir si consumir o no consumir. Siempre van a resolver que sí. Ellos
conocen las consecuencias negativas de sus consumos, les ha pasado de todo, y
siguen consumiendo. Sólo encuentran placer en el consumo de la droga, esa es la
definición del adicto”.
Se conoce bastante lo que suele venir
después. Pero a veces cuesta aceptar cómo precariedad y adicción se
retroalimentan. “Un muchacho en situación de calle, que hace unas semanas que
no estaba consumiendo, nos decía: ‘Estoy más gordito, mi cuerpo está mejor,
pero estoy peor’”, contó Rossal. “Aunque en lo que decía influyese el hecho de
estar en abstinencia –reflexionó el etnógrafo–, era algo muy lúcido: ‘Yo cuando
estoy de pasta voy caminando por la calle y estoy cagado y no me siento el
olor. Ahora estoy de cara y estoy sintiendo cómo estoy. Veo mi ropa sucia, mi
aspecto deplorable. Estoy viviendo en la calle. Estuve preso. Mi familia no me
recibe’.”
La sustancia también ayuda a
distraerse del dolor. En 2013 Castelli investigó a usuarias de pasta que se
habían internado en el Pereira a tener a sus hijos: “El cuerpo era como
obliterado; todo lo que habían vivido en la calle, lo que habían padecido, era
invisibilizado; había una negación de la experiencia corporal; en sus historias
no había mención a dolores, todo era un relato de amor maternal”, recordó.
Y tampoco se trata sólo de anestesia.
“A nuestro libro le pusimos Fisuras. Si hay ‘fisura’ es porque también hay
deseo, algo por qué caminar”, apuntó Rossal. Como explicaba uno de sus
entrevistados: “Si no fumo pasta no consigo plata, no me brotan las palabras,
¿entendés?”.
Agencia
Para Rossal ese es el concepto. “Como
la hoja de coca se agencia bien con el trabajador rural andino y le permite soportar
la altura y el trabajo en esas condiciones, la pasta base se agencia bien con
la vida en la calle. Aumenta la capacidad de agencia del sujeto.”
Hubo y hay aquellos para quienes esta
penillanura es cordillera. Los usuarios de pasta no salieron de cualquier
sitio. Como muestran Héctor Suárez y Jessica Ramírez, investigadores del
Observatorio Uruguayo de Drogas y autores de la aproximación cuantitativa “Los
desposeídos”, la patria de los consumidores es la ciudad de las necesidades
básicas insatisfechas, más de la mitad ya habían dejado la escuela cuando
conocieron la sustancia. Entre los que el Portal Amarillo atendió hasta 2007,
80 por ciento habían empezado consumiendo inhalantes: Novopren, nafta, esas
cosas.
Cierto que la ola arrastró a otros.
En los noventa, en ambientes delictivos donde la cocaína era muy abundante, era
posible encontrar fumadores de crack, producto que se “cocina” a partir del
clorhidrato. Eso empezó consumiendo Fito: “A los 14 fumaba cocinada, pero eso
hasta que probé esta porquería. A los 18 me la trajeron así, hecha. Antes no
había. Para mí arrancó en la Aduana, después apareció por el Mercado Agrícola,
el ‘barrio de los judíos’, y después se vino más pa’ acá: Villa Española, el
Platense y al fin llegó al cante este. Y acá ya estaba todo el mundo tomando
cocaína, la probó y buá. Gente merquera de años, gente que te decía: ‘Soy
cocainómano yo, lo mío es la cocaína’. Mentira. Probó la pasta base y dejó la
cocaína, gente que se picaba (inyectaba) de toda la vida dejó el pico para agarrar
la pasta”.
Por eso también, suprimidas ciertas
condiciones, el encanto de la pipa parece menguar. En octubre Calzada había
subrayado el mérito que cupo en esto a las acciones que condujeron a la
“descallejización” de niñas y niños. Rossal concuerda: “Vos me preguntás por la
eficacia de la Policía, pero yo te hablo de todo ese entramado de trabajadores,
que muchas veces son precarios, funcionarios de Ong que el Estado contrata por
seis meses, y que efectivamente han hecho un buen laburo en cuanto a los niños
y adolescentes en la calle y a las madres con hijos en la calle. Eso sirvió
para cortar un ciclo que, aunque en lo numérico era de un impacto relativo, sí
tenía mucha visibilidad”.
El legado
Estabilizado o en disminución, el
número de consumidores de pasta no es precisamente desdeñable. En su estudio,
Suárez y Ramírez estiman que en Montevideo hay entre 9.800 y 17.800 (los de
cocaína serían el doble), y parece consensuado que más de la mitad son
dependientes. El precio de un “chasqui” sigue siendo desdeñable: 25 pesos; y
según advierte Scorza, “su composición está variando. Como suele suceder,
cuando una droga se está instalando en el mercado se ofrece más pura, y a
medida que se consolida, que ya tiene a sus clientes enganchados, empieza,
digamos, a bajar de calidad”. Cuando su equipo empezó a analizar las “tizas” la
cantidad de cocaína era muy elevada. Llegaba a ser el 68 por ciento, cuando el
más puro de los clorhidratos alcanza el 89 por ciento, “y también por eso era
tan adictiva”. Siempre estuvo adulterada, pero la sustancia de corte más
hallada era la cafeína. “Ahora está apareciendo fenacetina, que es hepatotóxica
y no sabemos si tiene efecto en el cerebro. No sabemos por qué la mezclan”,
señaló.
“En el mercado de drogas de la
pobreza la garantía es el cuerpo”, recordó Rossal. Los usuarios de pasta son
“los literalmente cagados a palos, y es pesado incluso para quienes trabajan
con ellos encontrarse con las cicatrices, las huellas de los castigos”.
“Haber sido abusadas sexualmente era
un lugar común entre las mujeres que conocimos en nuestras investigaciones”,
apuntó Castelli. “Después nos alarma el aumento de los homicidios, de las
lesiones en ambientes de pobreza extrema –insistió su colega–, pero no se
tienen en cuenta estos factores. Por cierto que las sustancias generan
afectaciones a la salud, pero cuántas más afectaciones a la salud y a la vida
cotidiana de un barrio genera la ilicitud.”
Según el antropólogo, “la
profesionalización delictiva a la que asistimos en los últimos años tiene que
ver con la creación de un mercado ilegal”. La torta no es chica. Sólo un corto
segmento de ese mercado, los aproximadamente 150 consumidores de Malvín Norte,
gastan en la sustancia no menos de 1,8 millones de pesos al mes. Para Rossal la
cárcel complementa este esquema aportando “espacios de perfeccionamiento”. “‘Yo
de acá salgo a apretar ‘pastosos’ es algo que se oye –comenta–. No sería una
novedad. ¿Cuál fue el legado de la ley seca? La mafia, el perfeccionamiento de
la organización del delito.”
Notas
1. Disponibles en la página de la
Junta Nacional de Drogas.
2. Comisión Interamericana para el
Control del Abuso de Drogas, “Informe sobre uso de drogas en las Américas,
2015”.
3. Fueron cuatro meses de entrevistas
con 40 consumidores seleccionados según criterios de representatividad.
Giancarlo Albano y Emmanuel Martínez completaron el equipo. El estudio se
titula “Caminando solos” ,y junto a “Los desposeídos”, de Héctor Suárez y
Jessica Ramírez, forma parte del volumen llamado Fisuras.
4. Philippe Bourgois, En busca de
respeto. Vendiendo crack en el Harlem.
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