Leonardo Padura - “Yo quisiera ser Paul Auster”
Texto escrito por el autor,
especialmente para el libro “La memoria y el olvido”, presentado recientemente
en La Habana
“Yo quisiera ser Paul Auster”
Leonardo Padura
CubaDebate/Contra el terrorismo
mediático
Hay días en que yo quisiera ser Paul
Auster. No es que me importe o me hubiera gustado demasiado haber nacido en
Estados Unidos (ni siquiera en Nueva York, que, como se sabe, casi no es
Estados Unidos), aunque pienso que sí me hubiera encantado, como Paul Auster,
haber pasado unos años en París, justo en esos años de la vida en que para un
escritor París puede ser una fiesta: la época en que la ciudad luz, como
vulgarmente se le suele llamar, es el mejor lugar del mundo para un aprendiz de
novelista. Y eso a pesar de sus cielos grises, su metro sucio, sus camareros
agresivos, tópicos sobradamente compensados con sus maravillosos museos, edificios
y croissants matinales.
Cuando pienso que yo quisiera ser
Paul Auster es por razones que ni siquiera tienen que ver con los premios, la
fama, el dinero. No niego, sin embargo, que me hubiera gustado (muchísimo, la
verdad), haber escrito La trilogía de Nueva York, Brooklyn Follies, Smoke, por
ejemplo. Pero yo desearía ser Paul Auster, sobre todo, para que cuando fuese
entrevistado, los periodistas me preguntasen lo que los periodistas suelen
preguntarles a los escritores como Paul Auster y casi nunca me preguntan a mí
-y no por la distancia sideral que me separa de Auster.
El caso es que resulta muy extraño
que a alguien como Paul Auster lo interroguen sobre los rumbos posibles de la
economía norteamericana, o quieran saber por qué se quedó viviendo en su país
durante los años horribles del gobierno de Bush Jr. -o si dejaría su país en
caso de que subiera al poder Sarah Palin. Nadie insiste en preguntarle siempre,
siempre qué opina de la cárcel de Guantánamo, ni si considera que las medidas
económicas de Obama sean sinceras o justas, y muchísimo menos si él mismo o su
obra están a favor o en contra del sistema. En una entrevista con el afortunado
Paul que acabo de leer ni siquiera le preguntan acerca de temas tan sensibles
como la ardua vigilancia a la que han sido sometidos los ciudadanos
norteamericanos como ganancia del 11-S, o del control de los individuos por el
FBI (casi todo el mundo suele tener allí un expediente, aunque no tan
voluminoso como el de Hemingway), por la agencia de seguridad nacional, por el
Departamento del Tesoro y por otras entidades controladoras, bancos incluidos,
que saben desde el ADN hasta la marca de papel sanitario que usa una persona
(según hemos aprendido viendo series como CSI y Without Trace).
Si yo fuera Paul Auster y estuviera a
favor o en contra de Obama o de Bush o de Palin, mi posición política apenas
sería un elemento anecdótico, como la decisión de seguir viviendo en Brooklyn o
de poder largarme a París hasta que me harte de su cielo encapotado. Porque,
sobre todo, podría hablar en entrevistas, como esa recién leída, de asuntos
amables, agradables, incluso capaces de hacerme parecer inteligente, cosas de
las que (creo) sé bastante: de beisbol, por ejemplo, o de cine italiano, de
cómo se construye un personaje en una ficción o de dónde saco mis historias y
qué me propongo con ellas -estéticamente hablando, incluso socialmente
hablando, pero no siempre políticamente hablando…
Pero, ya lo saben, no me llamo Paul
Auster y mi suerte es diferente. Apenas soy un escritor cubano, mucho menos
dotado, que creció, estudió y aprendió a vivir en Cuba (por cierto, sin la
menor oportunidad de soñar siquiera con irme una temporada a París, cuando más
ganancioso resulta irse a París (entre otras razones porque no hubiera podido
irme a París, pues vivía en un país socialista en donde viajar -olvidemos por
ahora el dinero- requería y requiere de autorizaciones oficiales). Un cubano
que tenía que estudiar en Cuba y, cada año, pasar voluntariamente un par de
meses cortando caña o recogiendo tabaco, como le correspondía a un germen de
Hombre Nuevo, el cual se suponía yo debía desarrollar. Pero, sobre todo, porque
como soy un escritor cubano que decidió, libre y personalmente, y a pesar de
todos los pesares, seguir viviendo en Cuba, estoy condenado, a diferencia de
Paul Auster, a responder preguntas diferentes a las que suelen hacerle a él,
preguntas que en mi caso, por demás, casi siempre son las mismas. O muy
parecidas.
Cierto es que un escritor cubano con
un mínimo sentido de su papel intelectual y, sobre todo, ciudadano, está
obligado a tener algunas ideas sobre la sociedad, la economía, la política de
la isla (y, si se atreve, a expresarlas). En Cuba las torres de marfil no
existen -casi nunca han existido- y desde hace cincuenta años la política se
vive como cotidianidad, como excepcionalidad, como Historia en construcción de
la cual no es posible evadirse. Y tras la política marcha la trama económica y
social que, como en pocos países, depende de la política que destila de una
misma fuente, aun cuando el líquido chorreante pueda salir por las bocas de
diferentes leones que, al fin y al cabo, comparten un mismo estómago: el
Estado, el gobierno, el partido, todos únicos y entrelazados. Por tal razón, la
política, en Cuba, es como el oxígeno: se nos mete dentro sin que tengamos
conciencia de que respiramos, y la mayoría de las acciones cotidianas,
públicas, incluso las decisiones íntimas y personales, tienen por algún costado
el cuño de la política.
Hay escritores cubanos que, desde un
extremo al otro del diapasón de posibilidades ideológicas, han hecho de la
política centro de sus obsesiones, medio de vida, proyección de intereses. La
política les ha pasado de la respiración a la sangre y la han convertido en
proyección espiritual. Unos acusando al régimen de todos los horrores posibles,
otros exaltando las virtudes y bondades extraordinarias del sistema, ellos
extraen de la política no solo materia literaria o periodística, sino incluso
estilos de vida, estatus económicos más o menos rentables, y especialmente,
representatividad. Para ellos -y no los critico por su libre elección
ideológica o ciudadana- la denuncia o la defensa política los define a veces
incluso más que su obra artística y muchas veces las precede.
No está de más recordar que la compacta
realidad politizada hasta los extremos que ha vivido Cuba en las últimas
décadas no podía dejar de producir tales reacciones entre sus escritores y
artistas. Y tampoco se debe olvidar que la proyección pública e intelectual
detentada por muchos creadores ha dependido de esa coyuntura dominada por la
política, la cual, parafraseando a Martí (tan político en buena parte de su
literatura) les ha funcionado como pedestal, más que como ara. Pero no menos
memorable resulta el hecho de que ese escritor, por vivir o provenir de un
contexto como el cubano, arrastra consigo (quiéralo o no) la responsabilidad de
tener unas opiniones políticas sobre su país (mientras más radicales y
maniqueas, mejor), por la simple razón de que no tenerlas sería físicamente imposible
e intelectualmente increíble. Solo que, obviamente, para algunos de ellos la
política es una responsabilidad, como debería ser; para otros un modo de
acercarse al calor y a la luz, y a veces hasta de poder llevar un látigo con el
cual marcar las espaldas de los que no piensan como ellos.
A diferencia de Paul Auster, el
escritor cubano de hoy -es mi caso, y de ahí mi envidia austeriana- empieza a
definirse como escritor por el lugar en que resida: dentro o fuera de la isla.
Tal ubicación geográfica se considera, de inmediato, indicador de una filiación
política cargada de causas y consecuencias, también políticas. Nadie -o casi
nadie, para ser justos- lo acepta solo como un escritor, sino como un
representante de una opción política. Y sobre tal tema se le suele interrogar,
en ocasiones con cierto morbo, y por lo general esperando escuchar las
respuestas que confirmen los criterios que el interrogador ya tiene en su mente
(todo el mundo tiene una Cuba en la mente): la imagen del paraíso socialista o
la estampa del infierno comunista.
La parte más dramática de no poder
gozar de los privilegios de hablar sobre literatura de que disfruta alguien
como Paul Auster llegan cuando el escritor, por la razón que fuere, decide
vivir y escribir en Cuba. Tal opción, por personal que sea, lo ubica de un lado
de una frontera muy precisa. Y si por casualidad ese escritor expresa criterios
propios, no cercanos e incluso lejanos de los oficialmente promovidos, ocurre
una perversa operación: sobre él caen las acusaciones, sospechas o cuando menos
recelos de los talibanes de una u otra filiación. (Sobre este tema, como de
beisbol, también sé bastante. En mi espalda llevo marcas de varios tipos de
látigos).
El lado más circense de este drama lo
constituye la condición de pitoniso, astrólogo o babalao que se espera tenga un
escritor que, por ser cubano y solo para empezar, debe conocer de economía,
sociología, religión, agronomía, etc., además, por supuesto, de ser experto en
política. Pero, sobre todo, por tal condición de gurú debe tener la capacidad
de predecir el futuro y ofrecer datos exactos de cómo será, y fechas precisas
de cuándo llegará ese porvenir posible.
Como debe suponer -o quizás hasta
saber- quien haya leído los párrafos anteriores, además de no ser Paul Auster,
yo soy un escritor cubano que vive en Cuba y, como ciudadano de la isla, en
muchas ocasiones atravieso circunstancias similares a las del resto de mis
compatriotas, comunes y corrientes (neurocirujanos, cibernéticos, maestros,
choferes de guaguas y gentes así), afincados en el país. Respecto a la mayoría
de ellos (no lo niego), tengo privilegios que, espero, he tenido la fortuna de
haber ganado con mi trabajo: publico en editoriales de varios países, vivo
modesta pero suficientemente de mis derechos como escritor, viajo con más
libertad que otros cubanos (sobre todo que los neurocirujanos), e incluso,
gracias a un premio literario ganado en 1996, pude comprarme el auto que tengo
desde 1997 y que tendré hasta sabe Dios cuando en este, mi país de prohibiciones…
Tengo además, vamos a ver, una casa
que construí comprando y cargando cada ladrillo colocado en ella, una
computadora que nadie me regaló e, incluso, acceso a internet (sin habérselo
mendigado a nadie). Pero, como muchos de esos cubanos con quienes comparto
espacio geográfico, debo “perseguir” ciertos bienes y servicios, buscar un
“socio” para llegar más rápido a una solución (incluso sanitaria, tal vez con
un amigo neurocirujano), ser “generoso” con algún funcionario para agilizar la
realización de un trámite y, algún que otro día, debo cargar un par de cubos de
agua extraídos de un pozo que cavó mi bisabuelo, pues el acueducto nos puede
haber olvidado por varios días. Entre otras peripecias rocambolescas en las
cuales no me imagino envuelto -a juzgar por las entrevistas que suelen hacerle-
a un escritor como Paul Auster.
Lo curioso, sin embargo, es que aun
cuando muchas veces quisiera transfigurarme en Paul Auster, por el hecho de ser
un escritor cubano ese deseo no me compete: la vida de mi país, lo que ocurre
en mi país, mis opiniones sobre la sociedad en donde vivo no pueden serme
lejanas. La realidad me obliga a lidiar con un tiempo en el cual, como
escritor, cargo una responsabilidad ciudadana y una parte de ella es (sin tener
por ello que ser adivino, sin tener que alejarme de las gentes entre las que
nací y crecí) dejar testimonio, siempre que sea posible, de arbitrariedades o
injusticias cuando estas ocurran, y de pérdidas morales que nos agreden, como
seguramente también hace Paul Auster cuando los periodistas lo abocan a tales
temas: porque es un verdadero escritor y porque también él debe tener una
conciencia ciudadana.
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