México - Las tumbas mejor planeadas de Iguala
Más de cuarenta estudiantes fueron
secuestrados la semana pasada en la localidad de Iguala, en el estado de
Guerrero. Sólo estaban manifestando. Los torturaron y asesinaron y sus cuerpos
están apareciendo en tumbas colectivas. Una masacre más de las tantas que se
producen a diario en México. Marcela Turati, joven reportera que acaba de ganar
el premio García Márquez a la excelencia periodística por sus coberturas sobre
la violencia en su país, lo cuenta en la siguiente crónica.
Marcela Turati
Brecha, Montevideo, 10-10-2014
Nunca vi nada así, se le escucha
decir al nervioso policía apostado en la punta del monte, el rifle atento. A
unos pasos la tierra cortada; hay seis hoyos bien trazados, son seis fosas que
escondían los fragmentos de 23 cuerpos calcinados. Bajo la arena retirada a
golpes de pala se logran ver troncos de árboles chamuscados, ramas marchitas
manoseadas por el fuego. Un pedazo de pantalón de mezclilla. Banderines rojos
que marcan el terreno y una cinta amarilla desmayada con el rótulo “Escena del
crimen”.
“¿Te imaginas todo lo que pensaron
mientras llegaban acá?”, suelta una fotógrafa jovencita, la mirada de tristeza.
El silencio que se impone.
La identidad de esos cuerpos no está
confirmada, pero nadie puede espantar de la mente el testimonio de los dos
detenidos que declararon a la Procuraduría General de Justicia de Guerrero que
ahí asesinaron y enterraron a 17 de los 43 normalistas de Ayotzinapa
desaparecidos; los que fueron arrestados por policías municipales y entregados
a sicarios de la narcomafia local Guerreros Unidos.
El pesado silencio queda ahogado por
un zumbido: es el concierto de las moscas.
Un reportero local lanza como
telegrama los que imagina fueron los últimos momentos de los condenados a
muerte: “Los obligaron a subir caminando. Los ejecutaron. Pusieron una cama de
troncos. Los quemaron. Ahí mismo los enterraron. A ellos mismos les hicieron
cavar sus tumbas”.
La fragancia de la muerte impregna el
monte. Ese olor cada vez más frecuente en esta interminable fosa común en la
que se ha convertido México. El mismo lodo podrido, con mezcla de masa orgánica,
que se pisa en Tijuana, en los terrenos regados con ácidos con los que los
cadáveres son disueltos. El mismo olor que despiden las fosas donde quisieron
ser reducidos a nada los migrantes masacrados en San Fernando, Tamaulipas. El
mismo que se hace presente, cada vez con más frecuencia, en episodios que por
comunes pasan desapercibidos para la prensa.
Es un olor dulzón y rancio que hace
nido en las fosas nasales, asfixia la garganta, se atenaza en el cerebro. No se
quita por más que te bañes o recurras a los perfumes. Es un recordatorio que
deja el sufrimiento de un ser humano que se niega a ser desaparecido, enterrado
a escondidas, martirizado.
Una mariposa negra y amarilla aletea
al borde del corte de la tierra. Avanza y retrocede. Testigo de primera fila.
Centímetros abajo agua de lluvia que al contacto con la tierra se convirtió en
un caldo pútrido, un charco estancado, con nata en la superficie que impide
cualquier reflejo.
Para subir a las fosas de Iguala hay
que salir de esta ciudad –la tercera más importante de Guerrero– y dirigirse a
la periferia, donde la ciudad se convierte en campo. Hay que guiarse por un
cerro con pelo verde, andar por calles sin pavimento, preguntar por Jardín
Pueblo Viejo, luego por la vereda a La Parota.
Derecho por la vereda formada por
piedras hay que seguir el camino marcado por las pisadas pioneras. Es un
sendero paralelo a un maizal del que se va perdiendo la perspectiva porque a lo
largo se extiende una bóveda de ramas y arbustos que hacen pensar en la entrada
a una selva.
No hay pérdida si se sigue la vía
marcada por los cubrebocas azules colgados de los matorrales, tirados en el
piso, aventados en la cuneta, como en una urgencia de quienes querían
desprenderse pronto de la peste. Para más referencias se puede buscar las
marcas que dejó en algunos arbustos el enviado de una televisora deseando que
nadie se perdiera.
Impresas en el lodo del suelo se
notan huellas de distintos tamaños, de botas, de tenis, de huaraches. Son las
huellas de la gente que ha subido a ese cerro. Me pregunto si alguna de ellas
será de los asesinados, si sabrían que ese iba a ser su destino, que ese monte
sería su cementerio. Pocas huellas, casi ninguna, van en sentido contrario.
Claro, ellos no bajaron. Ellos se quedaron arriba.
Caminar. Subir. El único ruido es el
de la propia respiración y la orquesta de insectos. Hasta que se llega al lugar
marcado por las moscas, el inconfundible sitio de la muerte. El lugar que
condensa el horror de la narcopolítica mexicana. La presentida confirmación de
la identidad que nadie desea. ¿Asesinaron aquí a los estudiantes normalistas
raptados durante la novatada que les hicieron en su escuela que ni siquiera
habían cumplido los 20 años? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Quiénes? ¿Por qué así?
Sólo queda lanzar en silencio un rezo
en este espacio de muerte y pedir que (sea quien sea) quien murió aquí
encuentre la paz, que sus restos regresen a su casa.
A unos metros del área marcada, en un
claro aplanado se ve un montículo formado por ropa, basura, plásticos, cobijas.
Es fácil pensar que esa era una guarida de los dueños de estos caminos
prohibidos. Donde descansaban, porque las masacres implican trabajo.
El camino de regreso a la ciudad lo
marca el botadero de bolsas de basura de plástico rojo con signos que indican
toxicidad. Y más cubrebocas, decenas de ellos, guantes de látex, botas de
plástico, empaques de geles o desinfectantes tirados a lo largo del camino,
como si quienes participaron en las exhumaciones hubieran querido quitarse de
encima el horror aferrado en la piel. Como si quisieran dejar atrás la
pesadilla.
Un reportero local dice que este
horror no es peor que el de las fosas de los 18 turistas michoacanos enterrados
en una huerta de coco en Acapulco y exhumados un mes después de sus asesinatos.
Su error fue haber viajado juntos a bordo de un autobús que llevaba placas del
lugar equivocado, de su estado natal que engendró también un cártel rival a los
de Guerrero.
Estos duelen distinto porque las
declaraciones apuntan a que aquí quedaron puros estudiantes, los mejores de sus
pueblos, los que se inscribieron a la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa porque
desafiaron su destino y quisieron ser alguien.
Iguala es tierra fértil para la
siembra de cadáveres.
Según el Departamento Municipal de
Panteones, 76 personas no identificadas han sido enviadas a la fosa común del
cementerio durante la administración interrumpida del alcalde perredista
prófugo José Luis Abarca (quien gobernó dos años).
Los cuerpos de desconocidos provienen
de diferentes hallazgos.
En mayo de 2013 en San Miguelito,
parte trasera del Cerro de La Parota, fueron de-senterradas 33 osamentas. Hace
cuatro meses, de camino al municipio vecino de Taxco, en Mezcaltepec, se
descubrieron 17 cuerpos (el sexenio pasado encontraron a 55 dentro de un pozo).
Ahora la tierra engendró cadáveres en La Parota, ese cementerio clandestino que
algunos funcionarios locales dicen que era usado desde hace más de un año para
eliminar seres humanos.
Esto ocurre en Iguala, la cuna de la
bandera nacional. La ciudad que se ufana de tener el lienzo tricolor más grande
del país enarbolado desde uno de sus cerros. Por toda la ciudad se ven bardas
ilustradas con episodios de la independencia que se comenzó a esbozar aquí hace
200 años, aunque al día de hoy la gente vive como esclava, sometida por el
crimen organizado que de día impone su ley y en las noches su toque de queda.
Antes de subir a La Parota un
reportero local, que acudió a la despedida de los policías municipales enviados
voluntariamente-a la fuerza a reeducarse en una academia de policía en
Tlaxcala, me mostró una fotografía que lleva en su celular: tirados sobre el
piso se encuentran seis cuerpos inflados, brillosos, tapizados por arena café.
El reportero aseguraba que
corresponden a los cuerpos recuperados de esa fosa, que son la prueba de que
los exhumados no son los de los normalistas. “No son los estudiantes –afirmaba
mientras agrandaba con sus dedos la fotografía en su celular–, estos cuerpos
son de adultos, no son de jóvenes. Este cinturón de cuero no es el que usa
gente como los normalistas.”
Yo veo bultos inertes. No sé
distinguirles la humanidad, salvo por la silueta. No sé qué cinturones usan los
estudiantes más pobres de México, los que buscan superarse estudiando la
carrera de maestro en una escuela normal.
Más tarde un forense que participó en
las exhumaciones corregirá la información sobre esa foto de los cadáveres
inflados que se publica en un diario de nota roja. Asegura que las personas
enterradas en La Parota podrían haber sido asesinadas ocho días antes. Los
restos recuperados no estaban completos. Estaban podridos. Quemados.
Fragmentados.
“Quien hizo esto trató de no dejar
huella, fue como una cremación. Sabía. Trataba de borrar rastros”, explicaría
el especialista bajo la condición del anonimato.
Según se rumorea, la noche que
cavaron su propia tumba en La Parota, después de que fueron asesinados, una
lluvia impidió que esos cadáveres rociados con diesel y prendidos con lumbre
quedaran reducidos a cenizas. Como si la naturaleza se hubiera resistido a
destruir la evidencia. Como si ella también esperara a que en México algún día
se haga justicia.
Fosas comunes
La pequeña localidad de Pueblo Viejo
se estremeció el sábado pasado con la ocupación de cientos de militares y
policías federales y del estado de Guerrero que llegaron hasta seis fosas
clandestinas para extraer cadáveres que, se teme, correspondan a estudiantes de
la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, desaparecidos después de que fueran
atacados por policías y sicarios.
La noche del viernes 26 y la
madrugada del sábado 27 de setiembre fue el infierno para decenas de personas
en Iguala, una pequeña ciudad a la entrada de la región conocida como Tierra
Caliente. Allí, 43 estudiantes normalistas de-
saparecieron luego de que ellos y sus
compañeros fueran perseguidos y acribillados por policías municipales y
gatilleros locales que arrasaron con todo lo que les pareciera sospechoso. En
los ataques, cinco personas murieron –incluidos un menor de 14 años y la
pasajera de un taxi–. Pero el verdadero horror fue lo que padeció Julio César
Mondragón, un joven de escasos recursos que en agosto emigró a Ayotzinapa para
inscribirse en la Escuela Normal Rural, que ofrece educación, vivienda y
alimentación gratuita a cientos de jóvenes de Guerrero y de estados
colindantes, a los que forma como profesores de primaria. El “Chilango”, como
lo apodaban, era parte del grupo de estudiantes que se movilizó a Iguala a
recaudar fondos y tomar algunos micros en los cuales trasladarse a la capital
del país para participar en la marcha conmemorativa del 46 aniversario de la
masacre estudiantil de Tlatelolco, del 2 de octubre de 1968.
Lo que no calcularon fue que serían
ferozmente reprimidos. Julio César Mondragón fue uno de los primeros heridos de
bala. Sus compañeros vieron cómo un grupo de policías lo subió a una patrulla.
Su cadáver fue encontrado al día siguiente, desollado. Las cuencas de los ojos
vacías, el hueco de la nariz oscuro e insondable, los dientes apretados por una
quijada contraída y descubierta, un cinturón apretado alrededor del cuello
descarnado. Todo el rostro, una masa sanguinolenta, arrancada la faz con una
saña inaudita. Guerrero es un estado marcado históricamente por la represión.
Allí se escribieron páginas de ignominia durante la guerra sucia a finales de
los sesenta y durante los setenta, cuando nacieron el Partido de los Pobres y
las guerrillas encabezadas por Lucio Cabañas, un maestro normalista, y Genaro
Vázquez Rojas, líder sindical del magisterio. Diversos movimientos guerrilleros
han estado presentes en Guerrero desde los años veinte y hasta la fecha.
(Extractado de una nota de Gerardo
Albarrán de Alba publicada el lunes 6 en Página 12, reproducida por convenio.)
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