Ucrania/Rusia - Ucrania y el movimiento antiguerra en Rusia

Posted by Correo Semanal on lunes, agosto 18, 2014

Ilya Budraitskis
Colta
Traducción de Viento Sur

¿Por qué no hay un movimiento antiguerra en Rusia? ¿Por qué hoy por hoy son muy pocos los que están dispuestos a salir a la calle y acusar públicamente al Estado de prolongar la guerra en Ucrania oriental? Estas son las preguntas que seguimos planteándonos quienes hace unos cuantos meses apoyamos la “marcha de la paz” del 15 de marzo en el centro de Moscú. Este círculo de personas no deja de reducirse, pero sobre todo incluso aquellas y aquellos que en su fuero interno todavía apoyan las protestas ya no están seguros de que las manifestaciones sirvan para cambiar nada.
Si existe algún punto de consenso entre diversos estratos sociales y culturales en el nuevo estado de guerra (o de preguerra) en que está hundiéndose la sociedad rusa, sin duda es esta conciencia agobiante e inquietante de la propia impotencia frente al poder elemental del conflicto entre Estados. Y sin un sistema de coordenadas ni siquiera inestable, cada ciudadano por sí solo se ve abrumado por el flujo de noticias. La mente no puede soportar la presión y capitula ante la lógica inasible y opaca de los acontecimientos, una lógica que parece obedecer cada vez menos a alguna voluntad concreta. “Al no saber cómo controlar la guerra, la guerra controla la conciencia”, escribió León Trotsky sobre la guerra de comienzos del siglo que algunos recuerdan hoy tímidamente.
Los desafortunados habitantes de Lugansk y Donetsk se hallan actualmente en la primera línea del encontronazo con los elementos destructivos de la guerra. Su testimonio en las redes sociales –el intercambio de datos dispersos sobre los muertos, las fotografías de la destrucción de los bombardeos de artillería, las peticiones de empatía elemental y las respuestas que reciben– es la voz de las víctimas, la voz de quienes ya han perdido. Allí no hay separación entre los partidarios de la “Nueva Rusia” o de la “Ucrania Unida”, no esperan la victoria de “su bando”, sino únicamente la paz… no importa de dónde, en qué condiciones, desde qué poder. En vez de casas, infraestructuras, escuelas y hospitales, en el este de Ucrania es la sociedad la que está siendo destruida prácticamente hasta los cimientos. Y esto significa que el vencedor, capaz de llevar la estabilidad aunque sea a las ruinas humeantes, obtendrá tal grado de sumisión y obediencia con el que ningún Estado ni siquiera podría soñar en tiempos de paz.
Las ondas expansivas de esta bárbara destrucción alcanzan a la población de ambos lados de la frontera. Ya es un lugar común afirmar que desde el pasado mes de marzo la política interior parece haber desaparecido en Rusia. Es más, de acuerdo con la afirmación del filósofo Jacques Rancière, es posible afirmar que la política “como forma de actividad humana basada en el desacuerdo” ha desaparecido rápidamente, y a la inversa, que la política de Estado como “arte de gestión de la comunidad” ha alcanzado la perfección. Todo lo que se desvíe siquiera un milímetro a la izquierda o la derecha de la línea presidencial queda devaluado al instante, hipotecando cualquier atisbo de pensamiento independiente. Aquellos que tratan de aplaudir al Estado con más fuerza que los demás son políticamente tan invisibles e impotentes como quienes se oponen al mismo. Los patriotas que apoyan a su Estado se convierten instantáneamente en su instrumento obediente. Los liberales que critican a su Estado comienzan a hablar, lo quieran o no, como defensores del enemigo.
La lógica de la guerra conduce inevitablemente a la identidad del Estado y el pueblo, a la completa fusión de ambos, anulando sin piedad toda veleidad de “desacuerdo”. Esta identidad no solo se basa, contrariamente a una opinión muy extendida, en el chovinismo que impregna rápidamente la conciencia colectiva. La “unidad nacional” que comporta la guerra, a la que estamos aproximándonos actualmente, extrae su fuerza del miedo a la inestabilidad, de las expectativas de defensa desde arriba, de la sensación de que los súbditos y los gobernantes se hallan, a fin de cuentas, “en el mismo barco”. Es difícil describir qué improbable libertad de actuación tiene el Estado, en esta situación, con respecto a sus ciudadanos. Esta victoria de la elite dirigente sobre su propia sociedad –al menos a corto plazo– contrarresta las pérdidas y sanciones y la vergüenza del aislamiento internacional. Hoy por hoy es imposible predecir cuánto durará este estado de cosas, y en cualquier caso el éxito previo de la “unidad en tiempos de guerra” ha sido capaz a menudo de mantener a la mayoría en absoluta sumisión durante años.
Así pues, ¿por qué es necesario un movimiento antiguerra en estos momentos? Hay que reconocer que casi nunca un movimiento antiguerra civil, por muy masivo que fuera, ha sido capaz de detener una guerra. Desde el comienzo de la primera guerra mundial tuvieron que pasar más de tres años de muerte y destrucción a gran escala para que los defensores de la “paz sin anexiones ni indemnizaciones” dejaran de constituir una minoría marginal en los distintos países y configuraran una fuerza capaz de cambiar el curso de los acontecimientos. El conocido movimiento contra la intervención de EE UU en Vietnam intentó ganarse a la opinión pública occidental durante casi una década antes de que un nuevo presidente, a la vista de las graves pérdidas, pudiera emprender la retirada de las tropas. Finalmente, en febrero de 2003 el gobierno de Tony Blair se pasó por el forro la manifestación contra la invasión de Irak más grande de la historia (con más de un millón de participantes), que tuvo lugar en Londres.
Sin embargo, incluso en estos casos en que estaba nadando contra la corriente, el movimiento antiguerra desempeñaba una función muy importante: decir la verdad. La propaganda del Estado, que ha demostrado en los últimos meses su poder colosal, no solo miente por mentir: en condiciones de “unidad en tiempos de guerra”, la mentira se convierte en la continuación directa de la acción militar y constituye el principal instrumento para reforzar el “frente interno”. Y la confianza en esa mentira y la simpatía con su propagación se convierten en una virtud civil, en una comprensión responsable del “interés del Estado”, del que cada ciudadano y ciudadana comienza a considerarse un agente. En los últimos meses, muchos de nosotros hemos descubierto que solo podemos saber la verdad con la ayuda de la comparación con las mentiras de guerra que emiten los dos bandos enfrentados. Hoy por hoy, este es el único método disponible, aunque encierra un peligro enorme: en cualquier momento uno de los dos bandos puede empezar a sonar más convincente.
El movimiento antiguerra, si realmente desea reintroducir el desacuerdo en la sociedad, debería mantener una “tercera posición”. Las víctimas, los derrotados e intimidados, todas las personas cuya voz propia ha sido acallada por la “unidad en tiempos de guerra”, deben recobrar la voz en el seno del movimiento antiguerra. Este movimiento no debería determinar el mayor o menor grado de responsabilidad de cada bando, no debería “comprender el punto de vista” de quienes jamás han asumido nuestro punto de vista. Exactamente por esta razón, en la situación actual el movimiento antiguerra en Rusia, cuando protesta contra su propio gobierno, puede ser honesto y eficaz hasta el final si va de la mano con el mismo tipo de movimiento en Ucrania. Tanto en Moscú como en Kiev debemos cuestionar permanentemente el derecho del Estado a monopolizar la representación de “la nación”.
Esta “tercera posición” –apenas escuchada, casi inadvertida– puede perderse fácilmente en el patetismo humanista de los portadores voluntarios o involuntarios de la mentira del “interés del Estado”. Si un análisis de la situación en Donbás prescinde totalmente de la interferencia de Rusia y los acontecimientos se interpretan exclusivamente en términos de “guerra civil” en que el gobierno de los oligarcas de Kiev lucha contra su propio pueblo, en el análisis contrario todo se reduce a una intervención oculta de Rusia y por consiguiente todos los elementos del conflicto interior desaparecen, y entonces nos encontramos con una nueva variante de la “astucia de guerra”. Decir la verdad no solo significa desenmascarar la propaganda, sino también denunciar los motivos del conflicto militar: la lucha por el gasto militar, la redistribución de los mercados y las tierras, la determinación de ganar el control absoluto sobre los de abajo en interés de la elite. Hace cien años, este mensaje, aparentemente radical, utópico e ingenuo, acabó cambiando el mundo. Y este hecho puede aportar, ojalá, un grano de esperanza en nuestro mundo desesperado.