Ucrania/Rusia - Ucrania y el movimiento antiguerra en Rusia
Ilya Budraitskis
Colta
Traducción de Viento Sur
¿Por qué no hay un movimiento
antiguerra en Rusia? ¿Por qué hoy por hoy son muy pocos los que están
dispuestos a salir a la calle y acusar públicamente al Estado de prolongar la
guerra en Ucrania oriental? Estas son las preguntas que seguimos planteándonos
quienes hace unos cuantos meses apoyamos la “marcha de la paz” del 15 de marzo
en el centro de Moscú. Este círculo de personas no deja de reducirse, pero
sobre todo incluso aquellas y aquellos que en su fuero interno todavía apoyan
las protestas ya no están seguros de que las manifestaciones sirvan para
cambiar nada.
Si existe algún punto de consenso
entre diversos estratos sociales y culturales en el nuevo estado de guerra (o
de preguerra) en que está hundiéndose la sociedad rusa, sin duda es esta
conciencia agobiante e inquietante de la propia impotencia frente al poder
elemental del conflicto entre Estados. Y sin un sistema de coordenadas ni
siquiera inestable, cada ciudadano por sí solo se ve abrumado por el flujo de
noticias. La mente no puede soportar la presión y capitula ante la lógica
inasible y opaca de los acontecimientos, una lógica que parece obedecer cada
vez menos a alguna voluntad concreta. “Al no saber cómo controlar la guerra, la
guerra controla la conciencia”, escribió León Trotsky sobre la guerra de
comienzos del siglo que algunos recuerdan hoy tímidamente.
Los desafortunados habitantes de
Lugansk y Donetsk se hallan actualmente en la primera línea del encontronazo
con los elementos destructivos de la guerra. Su testimonio en las redes sociales
–el intercambio de datos dispersos sobre los muertos, las fotografías de la
destrucción de los bombardeos de artillería, las peticiones de empatía
elemental y las respuestas que reciben– es la voz de las víctimas, la voz de
quienes ya han perdido. Allí no hay separación entre los partidarios de la
“Nueva Rusia” o de la “Ucrania Unida”, no esperan la victoria de “su bando”,
sino únicamente la paz… no importa de dónde, en qué condiciones, desde qué
poder. En vez de casas, infraestructuras, escuelas y hospitales, en el este de
Ucrania es la sociedad la que está siendo destruida prácticamente hasta los
cimientos. Y esto significa que el vencedor, capaz de llevar la estabilidad
aunque sea a las ruinas humeantes, obtendrá tal grado de sumisión y obediencia
con el que ningún Estado ni siquiera podría soñar en tiempos de paz.
Las ondas expansivas de esta bárbara
destrucción alcanzan a la población de ambos lados de la frontera. Ya es un
lugar común afirmar que desde el pasado mes de marzo la política interior parece
haber desaparecido en Rusia. Es más, de acuerdo con la afirmación del filósofo
Jacques Rancière, es posible afirmar que la política “como forma de actividad
humana basada en el desacuerdo” ha desaparecido rápidamente, y a la inversa,
que la política de Estado como “arte de gestión de la comunidad” ha alcanzado
la perfección. Todo lo que se desvíe siquiera un milímetro a la izquierda o la
derecha de la línea presidencial queda devaluado al instante, hipotecando
cualquier atisbo de pensamiento independiente. Aquellos que tratan de aplaudir
al Estado con más fuerza que los demás son políticamente tan invisibles e
impotentes como quienes se oponen al mismo. Los patriotas que apoyan a su
Estado se convierten instantáneamente en su instrumento obediente. Los
liberales que critican a su Estado comienzan a hablar, lo quieran o no, como
defensores del enemigo.
La lógica de la guerra conduce
inevitablemente a la identidad del Estado y el pueblo, a la completa fusión de
ambos, anulando sin piedad toda veleidad de “desacuerdo”. Esta identidad no
solo se basa, contrariamente a una opinión muy extendida, en el chovinismo que
impregna rápidamente la conciencia colectiva. La “unidad nacional” que comporta
la guerra, a la que estamos aproximándonos actualmente, extrae su fuerza del
miedo a la inestabilidad, de las expectativas de defensa desde arriba, de la
sensación de que los súbditos y los gobernantes se hallan, a fin de cuentas,
“en el mismo barco”. Es difícil describir qué improbable libertad de actuación
tiene el Estado, en esta situación, con respecto a sus ciudadanos. Esta
victoria de la elite dirigente sobre su propia sociedad –al menos a corto
plazo– contrarresta las pérdidas y sanciones y la vergüenza del aislamiento
internacional. Hoy por hoy es imposible predecir cuánto durará este estado de
cosas, y en cualquier caso el éxito previo de la “unidad en tiempos de guerra”
ha sido capaz a menudo de mantener a la mayoría en absoluta sumisión durante
años.
Así pues, ¿por qué es necesario un
movimiento antiguerra en estos momentos? Hay que reconocer que casi nunca un
movimiento antiguerra civil, por muy masivo que fuera, ha sido capaz de detener
una guerra. Desde el comienzo de la primera guerra mundial tuvieron que pasar
más de tres años de muerte y destrucción a gran escala para que los defensores
de la “paz sin anexiones ni indemnizaciones” dejaran de constituir una minoría
marginal en los distintos países y configuraran una fuerza capaz de cambiar el
curso de los acontecimientos. El conocido movimiento contra la intervención de
EE UU en Vietnam intentó ganarse a la opinión pública occidental durante casi
una década antes de que un nuevo presidente, a la vista de las graves pérdidas,
pudiera emprender la retirada de las tropas. Finalmente, en febrero de 2003 el
gobierno de Tony Blair se pasó por el forro la manifestación contra la invasión
de Irak más grande de la historia (con más de un millón de participantes), que
tuvo lugar en Londres.
Sin embargo, incluso en estos casos
en que estaba nadando contra la corriente, el movimiento antiguerra desempeñaba
una función muy importante: decir la verdad. La propaganda del Estado, que ha
demostrado en los últimos meses su poder colosal, no solo miente por mentir: en
condiciones de “unidad en tiempos de guerra”, la mentira se convierte en la
continuación directa de la acción militar y constituye el principal instrumento
para reforzar el “frente interno”. Y la confianza en esa mentira y la simpatía
con su propagación se convierten en una virtud civil, en una comprensión
responsable del “interés del Estado”, del que cada ciudadano y ciudadana
comienza a considerarse un agente. En los últimos meses, muchos de nosotros
hemos descubierto que solo podemos saber la verdad con la ayuda de la
comparación con las mentiras de guerra que emiten los dos bandos enfrentados.
Hoy por hoy, este es el único método disponible, aunque encierra un peligro
enorme: en cualquier momento uno de los dos bandos puede empezar a sonar más
convincente.
El movimiento antiguerra, si
realmente desea reintroducir el desacuerdo en la sociedad, debería mantener una
“tercera posición”. Las víctimas, los derrotados e intimidados, todas las
personas cuya voz propia ha sido acallada por la “unidad en tiempos de guerra”,
deben recobrar la voz en el seno del movimiento antiguerra. Este movimiento no
debería determinar el mayor o menor grado de responsabilidad de cada bando, no
debería “comprender el punto de vista” de quienes jamás han asumido nuestro
punto de vista. Exactamente por esta razón, en la situación actual el movimiento
antiguerra en Rusia, cuando protesta contra su propio gobierno, puede ser
honesto y eficaz hasta el final si va de la mano con el mismo tipo de
movimiento en Ucrania. Tanto en Moscú como en Kiev debemos cuestionar
permanentemente el derecho del Estado a monopolizar la representación de “la
nación”.
Esta “tercera posición” –apenas
escuchada, casi inadvertida– puede perderse fácilmente en el patetismo
humanista de los portadores voluntarios o involuntarios de la mentira del
“interés del Estado”. Si un análisis de la situación en Donbás prescinde
totalmente de la interferencia de Rusia y los acontecimientos se interpretan
exclusivamente en términos de “guerra civil” en que el gobierno de los
oligarcas de Kiev lucha contra su propio pueblo, en el análisis contrario todo
se reduce a una intervención oculta de Rusia y por consiguiente todos los
elementos del conflicto interior desaparecen, y entonces nos encontramos con
una nueva variante de la “astucia de guerra”. Decir la verdad no solo significa
desenmascarar la propaganda, sino también denunciar los motivos del conflicto
militar: la lucha por el gasto militar, la redistribución de los mercados y las
tierras, la determinación de ganar el control absoluto sobre los de abajo en
interés de la elite. Hace cien años, este mensaje, aparentemente radical,
utópico e ingenuo, acabó cambiando el mundo. Y este hecho puede aportar, ojalá,
un grano de esperanza en nuestro mundo desesperado.
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