Golfo Pérsico - Trabajadores emigrantes Lejos de Casa
Muchos países en desarrollo descubren
que su exportación más lucrativa es la gente. Los trabajadores extranjeros y
sus familias tienen que hacer un sacrificio inevitable: la pérdida emocional a
cambio de una ganancia material.
Cynthia Gorney, marzo de 2014
National Geographic
Cuando en la Unión de Emiratos Árabes
(UEA) es mediodía, en Filipinas son las cuatro de la tarde, lo que significa
que los dos hijos mayores de Teresa Cruz ya habrán vuelto del colegio y estarán
en casa de su tía, que es con quien viven y quien los está criando. Teresa
reside en Dubai, la ciudad más poblada de la UEA, a 6.900 kilómetros de
Filipinas. Tiene 39 años y es dependienta en una tienda de moda de un estupendo
centro comercial de Dubai. Su trabajo consiste en recolocar las prendas, cobrar
las prendas en caja, llevar el control de los tickets de las ventas y sonreír
cada vez que entra un cliente. Trabaja seis días a la semana; libra los
viernes.
Por eso el viernes al mediodía es el
momento que Teresa reserva para ver a su hija de 11 años y a su hijo de 8, y
como la emigrante laboral que es –uno de los muchos millones de adultos que han
viajado miles de kilómetros en busca de un trabajo que les permita enviar
dinero a sus familias–, lo hace al estilo del emigrante moderno: en el
dormitorio que comparte con otros cuatro ocupantes, acerca un taburete de
plástico al escritorio de aglomerado sobre el que hay un ordenador, entra en su
cuenta de Facebook, hace clic en el botón de videochat, se inclina hacia la
pantalla y aguarda.
La primera vez que la acompañé en la
espera, Teresa seguía en pijama pese a ser mediodía. Comparte el dormitorio con
su marido, Luis, que salió de Filipinas hace años, como ella; los dos hijos
menores del matrimonio, un bebé y un niño de tres años, y la persona a quien la
pareja haya convencido en ese momento para hacer de niñera mientras ellos
trabajan. (Los Cruz se han cambiado los nombres para proteger a la familia de
posibles repercusiones.) Ese mes se trataba de una filipina joven que había
huido de la casa de una familia emiratí donde trabajaba de sirvienta porque la
maltrataban y que ahora ocupaba ilegalmente una litera metálica encajada entre
el colchón de la familia Cruz y la puerta del dormitorio. Al bebé le estaban
saliendo los dientes, y Teresa intentaba calmarlo con susurros mientras lo
tenía apoyado sobre una cadera, los ojos clavados en el ordenador.
Por fin apareció un rostro en la
pantalla. Pero era la hermana de Teresa. Los niños aún no habían vuelto del
colegio. «Llama después de la cena», dijo en tagalo, y se desconectó.
Desanimada, Teresa fue a abrir la
cuenta de Facebook de su hija, donde se quedó helada al leer «Situación
sentimental: tiene una relación». Se quedó mirando la pantalla, en silencio. «A
lo mejor no es en serio», dijo. En la lista de gustos y aficiones de su hija
figuraban Justin Bieber y la serie de televisión Glee, además de una página de
Facebook con muchos seguidores unidos por un único vínculo en común: tener un
familiar convencido de que el único modo de cumplir con las obligaciones de un
progenitor responsable (costear los libros de texto, garantizar que los abuelos
estén bien alimentados, preparar a los niños para un futuro universitario) pasa
por despedirse de los suyos y ponerse a trabajar muy lejos de casa.
Durante las semanas que compartí con
Teresa en Dubai solo la vi perder la compostura en una ocasión. Fue cuando me
habló de una noche de hacía más de una década. Estaba a la puerta de su casa de
Filipinas y vio que todas las viviendas de la calle tenían luces de Navidad,
absolutamente todas menos la suya. «Nosotros, nada de nada», recordaba. De
pronto se le demudó la expresión y rompió a llorar.
«Había oído muchas cosas sobre el
“Extranjero” –me contó–. Había oído que allí se podía comprar de todo.» El
Extranjero era como un país en sí mismo, el lugar del que procedían los
artículos más fascinantes: pulseras de oro, dentífrico Colgate, latas de carne.
En el municipio donde se crió con sus diez hermanos, a una hora de Manila, se
estaban construyendo casas de piedra con las remesas procedentes del
Extranjero. «La nuestra era de madera y estaba viejísima», me explicó. Una vez,
en pleno monzón, una pared del cuarto en el que Teresa dormía con otra hermana
no resistió tanta agua y se vino abajo. «Después, cuando llegaron las
Navidades, estaba frente a mi casa y me dije: “Con mi primer sueldo compraré
unas luces navideñas”.»
El primer sueldo lo ganó en una
tienda de calzado deportivo de su ciudad. Teresa, que acababa de terminar el
instituto, no tenía suficiente para cambiar las paredes de madera por otras de
piedra, más robustas, pero sí para comprar unas lucecitas de colores. Las clavó
en su casa trazando con ellas el perfil de un árbol navideño. «Las puse yo sola
–me dijo–. Y salí a la calle, vi las luces y pensé: “Yo puedo”.»
Esa noche Teresa concluyó que tenía
arrojo suficiente para irse al Extranjero.
La migración en busca de
oportunidades es tan antigua como la historia de la humanidad, pero seguramente
nunca antes haya habido tanta gente viviendo fuera de su país natal como ahora.
Cada hora de cada día se mueven cantidades ingentes de personas y de dinero,
un flujo planetario tan complejo y voluble como la meteorología, mediante
el cual los países menos favorecidos se desembarazan de una población activa
pobre y con ambiciones de mejorar y se benefician de las rentas que retornan.
«Remesas», llaman los economistas a estas transferencias de los trabajadores a
sus familias, enviadas casi al instante por los servicios de banca electrónica
o entregadas en mano por mensajeros. Aunque individualmente son cantidades
mínimas, las remesas agregadas constituyen un flujo de capital enorme hacia los
países en vías de desarrollo. En la larga lista de las fuentes de origen de
esas transferencias –las naciones más ricas, con clases pudientes deseosas de
emplear extranjeros necesitados–, Estados Unidos ocupa el primer puesto.
Sin embargo, Dubai no tiene rival a
la hora de concentrar la mano de obra inmigrante del siglo XXI en un entorno de
película. Si uno llega por la vía habitual, desembarcando en el gran aeropuerto
internacional, pasará por delante de más de cien inmigrantes laborales (o
remesistas) como Teresa y Luis antes de llegar a la parada de taxi de la
puerta. La joven que sirve cafés en el Starbucks es de Filipinas, o quizá de
Nigeria. La limpiadora de los aseos es nepalí, o tal vez sudanesa. El taxista
que pisa a fondo en la autopista hacia el centro de Dubai es del norte de Pakistán,
o de Sri Lanka, o del estado indio de Kerala.
¿Y los demenciales rascacielos que se
distinguen desde el taxi? Uno tiene forma de hacha gigante; otro parece una
enorme bola de golf sobre una torre de tortitas. Todos construidos por
obreros extranjeros, casi siempre sudasiáticos: llegados de la India, Nepal,
Pakistán y Bangladesh. Si es de día, habrá autobuses vacíos aparcados a la
sombra junto a los esqueletos de los rascacielos en construcción. Cuando caiga
la noche, devolverán a los hombres a los alojamientos colectivos donde la
mayoría tiene que vivir, hacinados como en un barracón penitenciario.
Que los trabajadores extranjeros
soporten unas condiciones de vida difíciles es una constante en todo el mundo,
pero en Dubai todo se lleva a la exageración. La historia moderna de esta
ciudad comienza hace poco más de 50 años, cuando se encontró petróleo en la
vecina Abu Dhabi, a la sazón un territorio independiente gobernado por un
jeque. La Unión de Emiratos Árabes se fundó en 1971 como una federación nacional
que incorporaba seis de esos territorios (el séptimo se sumó al año siguiente),
y como Dubai tenía comparativamente poco petróleo, la familia real de la ciudad
empleó su parte de las nuevas riquezas del país en transformar aquella pequeña
ciudad mercante en una capital comercial que deslumbrase al mundo. La famosa
pista de esquí cubierta es solo una parte de un centro comercial de Dubai, que
ni siquiera es el más grande de los muchos que hay en la ciudad. Ese, el más
grande, tiene un acuario de tres pisos y una pista olímpica de hockey sobre
hielo. El edificio más alto del planeta está en Dubai. Donde sea que uno pose
la mirada, allí todo es extravagante y nuevo.
Y puesto que los diseñadores del
Dubai contemporáneo decidieron que su ciudad espectacular sería construida y
atendida por trabajadores no nacionales (no había suficientes emiratíes para
hacerlo, ¿y por qué habría de pretender una nación recién enriquecida que sus
ciudadanos sirvan mesas o echen cemento a 48 °C cuando puede pagar para que lo
hagan otros?), se lanzaron a recibir inmigrantes de una forma igual de
exagerada. De los 2,1 millones de habitantes de Dubai, solo alrededor del 10 %
es emiratí. El resto son trabajadores eventuales conscientes de que jamás se
les ofrecerá la nacionalidad.
La sociedad en la que viven, como la
mayoría de los países del golfo Pérsico que hoy dependen de la mano de obra
foránea, está rígidamente compartimentada: se divide por raza, sexo, clase
social, país de origen, dominio del inglés. En Dubai los profesionales y
directivos son mayoritariamente europeos, estadounidenses, australianos,
neozelandeses y canadienses, blancos que casi siempre ganan demasiado dinero
para que se les considere emigrantes remesistas. Sus sueldos les permiten
llevarse consigo a las familias, moverse en Range Rover y vivir en rascacielos
elegantes o en casas unifamiliares con jardín. Los remesistas cocinan para
ellos y cuidan a sus hijos, limpian las calles, atienden en los centros
comerciales, despachan en las farmacias, pulen el hielo de las pistas de hockey
y levantan los rascacielos bajo el sol abrasador; en otras palabras, hacen que
Dubai funcione, mientras envían sus salarios a miles de kilómetros.
Pero, en el fondo, esta no es una
historia de empleo, masa salarial y PIB, sino de amor: de vínculos familiares,
de obligaciones y lealtades enfrentadas, de lo enormemente difícil que es
satisfacer las necesidades materiales y afectivas de los seres queridos en una
economía globalizada que a veces parece diseñada adrede para separar familias.
La mayoría de los trabajadores extranjeros protagonizan historias de amor de
algún tipo, y en Dubai, que tiene una de las concentraciones más altas de mano
de obra foránea del mundo, los Cruz son conscientes de su excepcional fortuna:
pueden cohabitar como el matrimonio que son. Durante una temporada vivieron con
todos sus hijos, algo rarísimo entre la población remesista, pero con la
llegada del cuarto bebé la situación los superó. Fue Luis, que había estado
casado anteriormente y ya tenía una hija en Filipinas, quien envió a los niños
mayores con su tía. Siempre que pregunté a Teresa por la pérdida de contacto
físico con sus dos hijos mayores, se quedaba inexpresiva e inmóvil. «Es muy
duro», decía. Y también: «Creo que con mi hermana tienen una buena familia». Y:
«Así se criarán como filipinos».
En la iglesia católica de Saint Mary
el viernes por la tarde la misa se celebra en tagalo. En otros horarios se
puede asistir a misas en inglés, y en cingalés, francés, tamil, árabe, malabar
y konkaní; estos dos últimos son idiomas de la India. Un viernes Teresa y Luis
escuchaban por megafonía a Tomasito Veneración, el sacerdote asignado a los
filipinos de la parroquia. Un par de días antes había aprendido una palabra
nueva, decía el padre Tom en tagalo, «gamofobia», el miedo al compromiso
sentimental.
No seáis gamófobos, predicaba el
padre Tom. Que no se diga que la familia del emigrante es fuerte pero que
vosotros, los propios emigrantes, sois débiles. Teresa y Luis se miraron; el
cura no hacía alusión expresa al adulterio, pero ellos entendieron a qué se
refería. Casi todos los filipinos de la UEA tienen amigos o familiares en su
país de origen o en el Golfo que inician una relación extramatrimonial para
sobrellevar la separación del cónyuge, sin dejar de enviar remesa tras remesa.
«No olvidéis a los que dejasteis en casa –predicaba el padre Tom–. No olvidéis
la razón por la que estáis aquí.»
En una ciudad de trabajadores
extranjeros, estas son las historias más comunes: por qué estás aquí, a quién
dejaste atrás. A menudo son calcadas. Mis hijas, mi marido, mis padres, mi
hermano, que se ha quedado en el pueblo y me temo que anda con drogas. Porque
yo quería que ese hermano mío fuese al instituto. Porque aunque dormimos ocho
en un dormitorio para cuatro, el patrono me paga el alojamiento y así tengo más
dinero para enviar a casa. Porque el jefe no me paga el alojamiento, pero
ahorro en el alquiler al compartir no solo el cuarto, sino también el catre; el
que trabaja de día duerme de noche y al revés. Porque mi mujer estaba
embarazada y no sabíamos qué iba a ser del bebé.
Porque así me enseñó mi padre que se
mantiene a la familia, cuando nos dejó hace 30 años para ganar cuatro veces más
y mandar el dinero a casa.
En algunos vecindarios de Manila
prácticamente no hay un escaparate que no esté empapelado de propuestas
migratorias. ARABIA SAUDÍ, 30 preparadores de sándwiches. HONG KONG, 150
asistentas del hogar. DUBAI, monitora de zona infantil, envasadores de
hortalizas. Alicatador, arrocero, limpiadora (buena presencia), tallador de
hielo/frutas. Los anuncios que lanzan el anzuelo a los filipinos proponen
destinos de todo el mundo, pero los más destacados prometen trabajo en los
países del Golfo, sobre todo para los colectivos con menos estudios.
Cuando Luis era pequeño, su padre
aceptó un empleo de ese estilo: soldador en Dubai. Nunca volvió a vivir en
Filipinas; ahora, muy de vez en cuando, regresa a casa en vacaciones para estar
unos días con la mujer que todavía es su esposa (la legislación filipina
prohíbe el divorcio). Luis y sus cuatro hermanos se criaron sin saber lo que
era tener un padre en casa. Lo pasaron muy mal. «Lo acompañábamos todos al
aeropuerto –me contó–. Había que darle un beso y un abrazo. Eso era lo peor.
Todos llorando.»
Como muchos países en los que no se
ha erradicado la pobreza, Filipinas ha terminado por depender de esa emigración
regular. Se ha acuñado un acrónimo oficial, a menudo acompañado de loas al
heroico sacrificio por el bien de la nación y la familia: los OFW, overseas
filipino workers, trabajadores filipinos en el extranjero. En el aeropuerto de
Manila hay un centro específico para los OFW, que se suma a las múltiples
oficinas públicas que en todo el país se ocupan de este colectivo, como el
Servicio Filipino de Empleo Exterior, o el Servicio de Bienestar de los
Trabajadores en el Exterior, ambos con cientos de empleados.
A los 22 años Luis estaba casado, ya
era padre y vivía en la misma ciudad deprimente en la que se había criado, al
sur de Manila. Trabajaba en la construcción, a tres euros la jornada. Bastaba
para sobrevivir. Pero no para mantener a los suyos con holgura, como había
hecho su padre. En tagalo se usa una expresión, «katas ng Saudi», que
literalmente significa «el jugo exprimido a Arabia Saudí»; los filipinos la
usan para referirse a la abundancia posibilitada por las remesas del Extranjero
–buen calzado, paredes resistentes–, aun cuando esas comodidades sean en
realidad katas ng Dubai o katas ng Qatar.
El amplio hogar de la familia Cruz es
hoy un rico escaparate de katas ng Saudi: sofás tapizados, cuartos espaciosos,
un reproductor de DVD, terrazas cubiertas desde las que se ven las redes de
pesca que un primo mantiene sumergidas permanentemente. Dos hermanas de Luis
han ido a la universidad. Una estudia odontología.
Fue Luis padre quien en una visita a
casa, tras estudiar la situación del hijo y observar que su primera esposa
parecía estar desentendiéndose del matrimonio, le propuso que buscase un
trabajo mejor en Dubai. «Sabía en qué situación estaba. Y mi madre me llevó a
la agencia de colocaciones», me contó Luis.
Todavía recuerda la primera remesa
que envió a Filipinas, cuando apenas llevaba unas semanas trabajando en Dubai:
el equivalente a 250 euros, lo que habría ganado en casi tres meses de haberse
quedado en Filipinas. Remitía el dinero directamente a su madre, que lo gastaba
en su propia manutención y en la de la hija y las hermanas de Luis. Luis
descubrió que podía ganar más si trabajaba todos los días, prescindiendo del
descanso semanal. En su primer empleo utilizaba un soplete en pleno desierto.
«Sin guantes no podías coger ni la gorra –recordó–. Aquello era abrasador.»
Sentía una soledad abrumadora. Pero
ganaba muchísimo dinero. Tenía la compañía de su padre. Al poco tiempo Tomás,
su hermano menor, casado como él, dio por imposible prosperar en Filipinas y se
trasladó también a Dubai, dejando en casa a su mujer y a su hija.
Así y todo, esta sigue siendo una
historia de amor, y bastante feliz para lo que se estila en las crónicas de la
emigración. Cuando Luis estaba trabajando ya en el golfo Pérsico, Teresa
bordaba las entrevistas en la agencia de colocaciones. En Dubai, cuando llegó a
los centros comerciales a los que primero la destinaron, veía de refilón las
obras polvorientas que cortaban de raíz cualquier conato de autocompasión. Ella
tenía aire acondicionado en el trabajo y los primeros meses disfrutó del lujo
de compartir habitación con una sola compañera, una atención especial que
reciben muchas nuevas remesistas. Aquella residencia era el lugar más agradable
en el que jamás había vivido.
Se alegraba de no estar atrapada en
el solitario exilio de las criadas domésticas. Las filipinas, con su buen
inglés y su fama de ser amables y de confianza, son muy demandadas para el
servicio del hogar; casi la mitad de las personas que salen de Filipinas para
trabajar en el extranjero son mujeres, muchas de ellas separadas de sus propias
familias por la demanda internacional de niñeras, enfermeras y auxiliares
geriátricas. Pero Teresa había oído lo suficiente sobre la vida de las criadas
emigrantes para comprender que aquello no era para ella. Las más afortunadas
daban con buenos patronos que las trataban con respeto, pero demasiadas veces
los relatos eran deprimentes: asueto inexistente, aislamiento absoluto,
agresiones verbales por parte de la señora de la casa, abusos sexuales por
parte del señor.
Además Teresa tenía su propio móvil;
otra cosa que se comentaba era que los patronos confiscaban el teléfono a las
criadas para que estuviesen más centradas y fuesen más dependientes. Cada vez
que acudía a una oficina de cambio para proceder con la gratificante
transacción que hacía aparecer su sueldo emiratí en Filipinas convertido en
pesos, Teresa se quedaba con lo justo para adquirir alimentos y otros
imprescindibles, y al cabo del tiempo, en alguna ocasión especial, alguna
joyita de oro.
Y como en Dubai había tantos
filipinos, Teresa encontró amigos, gente joven que, como ella, cambiaban las
residencias de empleados por apartamentos en los que vivían tan apretados como
felices. Caldo de cultivo para los romances. Romances complicados, eso sí; la
mayoría de los hombres seguían vinculados legalmente a las familias por cuyo
bien habían emigrado.
Cuando Teresa conoció a Luis en una
fiesta de cumpleaños, él seguía casado. Pero era guapo, alto y de sonrisa
dulce, y aunque en su país el divorcio es ilegal, con voluntad puede obtenerse
la anulación. (Cuando pregunté al padre Tom cuántas solicitudes de anulación
recibe en Saint Mary, suspiró hondo. «No lo sabe usted bien, esto parece una
fábrica», dijo.)
Y así fue cómo Teresa, que había
cruzado cuatro husos horarios para que los suyos pudiesen vivir en una casa que
no se viniese abajo con las lluvias, se casó con un hombre que podía explicarle
lo que sentía un niño al ver a su padre una vez cada dos años. Pero Luis era
adaptable y resistente, igual que ella, y actualmente se ha granjeado un puesto
a cubierto en el complejo industrial donde antes fue soldador. Le gusta
cocinar, algo en lo que Teresa no es muy ducha.
En su trabajo, mientras recorre con
discreción los pasillos del comercio, Teresa ha aprendido a identificar a las
criadas filipinas descontentas, que atienden proles ajenas mientras sus
autoritarias jefas se adelantan para mirar los modelos a la venta. A veces, en
un gesto muy arriesgado, les susurra algo en tagalo a espaldas de la señora:
«Hola, kabayan. Hola, amiga compatriota». ¿Qué tal estás? ¿Es muy duro tu
trabajo? ¿Por qué no vuelves a casa? «Me dicen: “No puedo. Mi familia
necesita”.»
¿Necesita qué?, podría preguntarse el
espectador menos avisado. Y más todavía, ¿lo necesita más de lo que te necesita
a ti? Pero todos los remesistas saben que la necesidad es una realidad compleja
con tendencia a metastatizarse. Comida, educación, sanidad y unos muros que no
se vengan abajo son cosas que todas las familias necesitan; otra necesidad es
el orgullo. La reforma de la vivienda familiar no es un proyecto que pueda
dejarse a medias. Desde el momento en que se cambia al niño a un colegio más
caro, se sabe que habrá que pagarle los estudios muchos años; una hija o una
hermana comprometida a gusto de todos necesitará dinero (y seguramente una
dote, si es india) para casarse como es debido. Tanto en Dubai como en
Filipinas oí lamentos sobre el círculo vicioso de expectativas y dependencia,
las posesiones que se materializan como sustitutos del progenitor ausente, la
presunción de que el trabajador emigrado es un cajero automático que no puede
desenchufarse. En una ocasión, viajando con unos amigos por la zona de
Filipinas de donde era oriundo Luis, me encontré con un conocido suyo que había
regresado de permiso desde Najran (Arabia Saudí); allí desempeñaba un trabajo
monótono y sudoroso en la cocina de un restaurante, donde casi nunca le
dirigían la palabra como no fuera para darle órdenes a gritos. Cuando le
pregunté qué tal la experiencia de volver a convivir con su esposa una
temporada, sacudió la cabeza. «Cada semana que estoy aquí es una semana menos
que cobro –dijo–. Está deseando que me vuelva.»
La prensa y los defensores de los
derechos humanos dan fe periódicamente de la situación que viven los emigrantes
que envían remesas: sueldos impagados, lugares de trabajo peligrosos,
alojamientos míseros, confiscación ilegal de pasaportes. Pero la UEA no facilita
esa labor informativa. Algunas organizaciones no gubernamentales tienen
prohibido actuar en el país, y la prensa nacional anda con pies de plomo para
no ofender a las autoridades emiratíes, prestas a la hora de cortar de raíz
cualquier forma de queja organizada. Los defensores de la UEA alegan que sigue
siendo uno de los países del Golfo que mejor acoge a los extranjeros: las
mujeres visten como quieren, proliferan los templos de religiones distintas al
islam y las calles son seguras tanto para los turistas como para los
residentes.
«Todas las ciudades globales tienen
problemas parecidos –me dijo Abdulkhaleq Abdulla, profesor universitario de
ciencias políticas ya retirado–. Todas las ciudades globales se construyen con
mano de obra extranjera y barata. Dubai representa lo mejor y lo peor de la
globalización: lo mejor porque es una ciudad muy tolerante, una ciudad muy
liberal y abierta. Pero también es escenario de grandes sufrimientos, de mucha
miseria y mucha explotación. ¿Con qué cristal desea verlo? ¿Con el rosa o con
el negro? Yo me inclino por usar los dos.»
El infalible as en la manga con el
que cuenta la UEA para imponer docilidad a su población activa es la amenaza de
deportación: como se te ocurra crearnos dificultades, inmigrante desagradecido,
te devolvemos de una patada a la existencia menos lucrativa que dejaste en tu
país. Esto ocurre en todas las naciones receptoras de mano de obra, entre ellas
Estados Unidos, y tanto en Dubai como en Filipinas no dejaron de repetirme que
los remesistas emigran porque quieren, porque han calibrado cuidadosamente sus
propias posibilidades, según ellos mismos las entienden, y ponderado las
diversas formas de ayudar lo más posible a sus seres queridos.
Una escena en el aeropuerto de
Manila: una terminal de llegadas atestada, cientos de personas apretándose y
empujándose para alcanzar a ver a los primeros pasajeros que empiezan a salir.
Sucedió hace unos 13 años, la primera vez que Teresa volvía a casa tras estar
fuera tres años. Al reconocer entre la multitud a un hermano, y luego a otro, y
luego a una hermana y a varios sobrinos, se quedó de piedra: todos los
familiares que al partir la habían despedido sin inmutarse se habían apretujado
en coches prestados para ir a recibirla. En el carrito del equipaje que empujaba
hacia ellos, encima de todo, llevaba una enorme caja de cartón que contenía un
televisor en color. «En casa teníamos uno pequeño en blanco y negro –me explicó
Teresa–. Pero yo me dije: “Quiero comprar uno de 25 pulgadas”. Vi la cara de
alegría que ponían al ver aquello.
La estancia en la que está colocado
el televisor –la sala– se ha reforzado por entero a lo largo de estos años. La
reforma se hizo poco a poco; los padres le iban explicando por conferencia cómo
cada pocos meses se invertía en la obra un poco más del dinero que remitía.
Primero la sala. Luego la cocina. Luego el dormitorio, con las viejas esteras
de bambú en el suelo. «Poquito a poquito –dijo Teresa–, la hicieron de piedra.»
Existe una canción popular en tagalo
sobre la vida de un remesista, grabada hace 25 años por Roel Cortez y titulada
Napakasakit Kuya Eddie. Teresa se lanzó al ordenador para buscarla en YouTube
cuando le dije que nunca la había oído. En la pantalla apareció la silueta de
un pequeño bote amarrado a una boya en un mar dorado.
«Te traduzco –me dijo Teresa. La
música fue subiendo, la letra corría en la pantalla–: Aquí estoy, en medio del
país árabe, trabajando sin parar. En este horno de calor… la mano cría callos y
la tez se oscurece.»
Estaba absorta, cantando y traduciendo,
apresurándose para seguir el ritmo en inglés. «Cuando duerme, no deja de pensar
en adelantarse al tiempo, para poder volver a casa –prosiguió–. Y está muy
contento porque le ha escrito su hijo, pero entonces se queda helado y se le
saltan las lágrimas: “¡Papá! Ven a casa, ¡rápido! ¡Mamá está con otro!”»
«Qué difícil es, hermano Eddie
–cantaba Teresa, mientras mecía al bebé de encías doloridas–. ¿Qué ha pasado
con mi vida?»
El bebé se tranquilizó y Teresa se lo
pasó al marido. El pequeño de tres años estaba tum-bado en el colchón, viendo
dibujos animados. Dentro de unos años, cuando ya no quepan en el colchón,
también ellos se irán a Filipinas. Los Cruz disponen de asombrosos dispositivos
de comunicación que los emigrantes de la generación de sus padres nunca
tuvieron: móviles con mensajería instantánea, Facebook, aplicaciones de ámbito
internacional, y el ordenador junto al que ahora aguardaban Teresa y Luis, con
el bebé.
Pero esa tarde de viernes, cuando por
fin aparecieron en una ventana de vídeo los hijos mayores, sentados muy
juntos en un sofá, tuve la impresión de que aquellos padres, que dirigían
risas, señales y saludos a la pantalla, debían de hallar especial consuelo en
compartir aquel exiguo alojamiento con dos cuerpecitos vulnerables que todavía
podían abrazar.
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