Historia - Ser la hija de Stalin
Andrés Alsina
Brecha, Montevideo, 25-4-2014
Ella murió hace tres años, tras 20 de
vivir en un hospicio de un pueblito de Wisconsin, Estados Unidos, pero sus
pasos siguen siendo estudiados. Es que ella es –a los efectos de estas
inquietudes, el tiempo presente es el adecuado– la hija de Stalin. La actualidad
del tema encuentra causa en la aparición de la correspondencia que Svetlana
Stalin mantuvo durante sus últimos cinco años de vida, hasta 2011, con el
periodista Nicholas Thompson. Él la contactó porque estaba escribiendo sobre el
diplomático George F Kennan, el padre de la política de contención de la Guerra
Fría, arquitecto intelectual del Plan Marshall y “lo más parecido a una leyenda
que jamás produjo el servicio diplomático de Estados Unidos”, según consenso
histórico.
La cuestión de por qué llevó tantos
años dar a conocer esa correspondencia de una señora octogenaria pertenece a
misterios que aquí no se develan. El texto de ese copioso intercambio quincenal
no se conoce pero se publicará; eso es lo nuevo. La imagen de esas cartas,
manuscritas en una caligrafía difícil, con subrayados, anotaciones al margen y
prescindencia de formalidad, definen a la persona y su dificultad con las
normas.
Fue Kennan quien estuvo al comando de
Svetlana a partir de su huida a Occidente en abril de 1967, lo cual refiere a
la importancia no sólo propagandística que Estados Unidos le adjudicó a su
mayor botín público de la Guerra Fría. El test de inteligencia que se le hizo
en las primeras evaluaciones dio un resultado excepcionalmente alto, y eso
tendría consecuencias. Kennan la llevó consigo a Princeton, la universidad que
era su campo de maniobras, y la indujo a escribir dos libros que la hicieron
rica y cuyos textos deben de haber incidido de manera importante en la batalla
propagandística. El primero fue Veinte cartas a un amigo, en el que describe la
trágica historia de su familia en una serie de misivas al psicólogo Fyodor
Volkenstein: la esencia era que ser familiar de Stalin era casi tan malo como
ser su víctima. Dos años después editó Sólo un año, una memoria de su decisión
de buscar refugio. Luego siguió escribiendo, y curiosamente todos sus otros
libros resultaron fracasos editoriales.
Además rehusó la seguramente
insistente propuesta de Kennan de dar conferencias sobre política
internacional: “Eso quería mi padre que hiciese”. Ella tenía no sólo la
inteligencia sino el carácter de su padre, y su perfil sorprendió a la
inteligencia estadounidense.
Se supo cuál era el sobrenombre que
le puso el KGB: “Kukushka” (“Cuclillo”), lo que tiene implicancias sobre el
carácter sorpresivo que podían tener sus acciones. Y ahí comienzan los
problemas, porque su historia conformará el presente de Svetlana, y a través de
él Kennan descubre el lado débil de Stalin, que en general heredan sus
sucesores. Se puede resumir el principio de Kennan en su afirmación: “La
conducta internacional soviética depende fundamentalmente de las necesidades
internas del poder soviético”.
Svetlana (de quien Thompson escribió
que era quien mejor conocía al talentoso estratega diplomático de todos los
entrevistados por él) probablemente le haya ofrecido a Kennan una visión única
sobre las debilidades de Stalin, que durante 33 años ejerció el poder basado en
la represión: estaban encerradas en su vida emotiva, esa que ninguna conciencia
puede aherrojar, enviar al Gulag, silenciar indefinidamente. Y estaban en la
vida de Svetlana y su madre, Nadya Alliluyeva, hija de la alemana Olga que huyó
de su casa por una ventana cuando tenía 16 años.
Cuando Nadya llegó a los 16 también
escapó, para enamorarse de un seminarista de 38 años transformado en dirigente
revolucionario: Stalin. Era 1916, tiempos de revolución. Él tenía ya un hijo,
Yakov, quien sería el mejor amigo de la hija que tendría con Nadya, Svetlana,
quien sería la preferida de Stalin, y un hermano, Vasily. Nadya muere cuando
Svetlana tiene 6; le dicen que de apendicitis. Cuando a su vez Svetlana tiene
16, se entera de que en verdad se suicidó de un disparo en el corazón.
El número 16 atemoriza, y la
literatura y la realidad nos darán pistas concordantes en este atrevido viaje.
El tema es tomado por John Le Carré en la mejor de sus obras, La gente de
Smiley (1979), y el gran enemigo al cual derrota en la ficción (es fácil
teniendo el guionista a favor), pero que en la realidad triunfa sobre la
inteligencia británica, es en verdad Kim Philby, aristócrata británico y
general soviético.
El personaje de Le Carré, objeto de
la apasionante cacería, es bautizado con un nombre de mujer, Karla, que se
adjudica a la juventud del funcionario y tiene la misma inicial que el
sobrenombre íntimo de Stalin, “Koba”, que significa un conjunto de virtudes que
lo pueden equiparar a un genio.
En la novela, Karla es el genio que
duerme a los niños, porque todo aquel que se le acerca mucho se duerme. En la
práctica, nadie podía pretender sin perecer el poder que Stalin ejerció con el
puño de acero que significa su nombre.
Svetlana enfrenta a su padre. Con 16
años se entera del suicidio de su madre y se enamora de un cineasta y
periodista judío, Aleksei Kapler (estamos a fines de 1942), con quien se casa
pese a la oposición de su padre. Como Svetlana no le hace caso, Stalin manda a
Kapler a Vorkuta, un campo de concentración en el ártico. Luego Svetlana se
enamora de Grigori Morozov en la Universidad de Moscú, creyendo que escaparía
así del Kremlin. “Ve y cásate con él, pero nunca recibiré a tu judío”, le dice
el padre. Su primer hijo, Iosif, nace justo cuando los nazis se rinden.
Termina separándose y luego acepta
los deseos de su padre y se casa con Yuri Zhdanov, hijo de Andrei, un jerarca
muy cercano a Stalin y autor de una trágica y hoy desopilante doctrina sobre la
cultura. En ese momento Stalin pierde todo interés en ella. En sus cartas, ella
cuenta de la agonía de Stalin y cómo, en su último momento, “abre grandes los
ojos y mira a todos en el cuarto; es una mirada terrible, insana o tal vez
enojada, y plena de miedo a la muerte”.
Es claro que el personaje de Svetlana
es interesante por la figura de su padre, de la misma manera que el interés
público que puede haber hoy en Juanita Castro Ruz, la hermana de Fidel que
desertó de Cuba, es nimio. Mas la ficción permitió a Le Carré seguir sendas que
tal vez haya recorrido Kennan. La madre de Svetlana perturbó a Stalin en la
realidad hasta que la mató, y en la ficción Karla es justificado por eso: sólo
le importaba ella en el mundo, y luego por su hija perdería todo. Madre e hija;
ambas lo vuelven loco. Ella, la madre, era su creación. Karla la había
encontrado cuando niña, durante la guerra. La adoptó, la educó y se enamoró de
ella, le dice la analista de inteligencia Connie al investigador Smiley. Lo
había hecho todo por ella. Le consiguió padres adoptivos. La preparó para que
fuera la mujer ideal. Hizo de padre, de amante, de Dios. Ella era su juguete.
Pero ella se rebeló, tuvo ideas raras, quería aplastar al Estado, y no alcanzó
con meterla presa. Se la cargó, querido. Y la hija de Karla tenía un padre que
era un príncipe secreto más poderoso que el zar. En cuanto a Svetlana, era en
concordancia llamada “la princesita del Kremlin”. Mujeres, dijo el penado alto.
Ser la hija de Stalin
Andrés Alsina
Brecha, Montevideo, 25-4-2014
Ella murió hace tres años, tras 20 de
vivir en un hospicio de un pueblito de Wisconsin, Estados Unidos, pero sus
pasos siguen siendo estudiados. Es que ella es –a los efectos de estas
inquietudes, el tiempo presente es el adecuado– la hija de Stalin. La actualidad
del tema encuentra causa en la aparición de la correspondencia que Svetlana
Stalin mantuvo durante sus últimos cinco años de vida, hasta 2011, con el
periodista Nicholas Thompson. Él la contactó porque estaba escribiendo sobre el
diplomático George F Kennan, el padre de la política de contención de la Guerra
Fría, arquitecto intelectual del Plan Marshall y “lo más parecido a una leyenda
que jamás produjo el servicio diplomático de Estados Unidos”, según consenso
histórico.
La cuestión de por qué llevó tantos
años dar a conocer esa correspondencia de una señora octogenaria pertenece a
misterios que aquí no se develan. El texto de ese copioso intercambio quincenal
no se conoce pero se publicará; eso es lo nuevo. La imagen de esas cartas,
manuscritas en una caligrafía difícil, con subrayados, anotaciones al margen y
prescindencia de formalidad, definen a la persona y su dificultad con las
normas.
Fue Kennan quien estuvo al comando de
Svetlana a partir de su huida a Occidente en abril de 1967, lo cual refiere a
la importancia no sólo propagandística que Estados Unidos le adjudicó a su
mayor botín público de la Guerra Fría. El test de inteligencia que se le hizo
en las primeras evaluaciones dio un resultado excepcionalmente alto, y eso
tendría consecuencias. Kennan la llevó consigo a Princeton, la universidad que
era su campo de maniobras, y la indujo a escribir dos libros que la hicieron
rica y cuyos textos deben de haber incidido de manera importante en la batalla
propagandística. El primero fue Veinte cartas a un amigo, en el que describe la
trágica historia de su familia en una serie de misivas al psicólogo Fyodor
Volkenstein: la esencia era que ser familiar de Stalin era casi tan malo como
ser su víctima. Dos años después editó Sólo un año, una memoria de su decisión
de buscar refugio. Luego siguió escribiendo, y curiosamente todos sus otros
libros resultaron fracasos editoriales.
Además rehusó la seguramente
insistente propuesta de Kennan de dar conferencias sobre política
internacional: “Eso quería mi padre que hiciese”. Ella tenía no sólo la
inteligencia sino el carácter de su padre, y su perfil sorprendió a la
inteligencia estadounidense.
Se supo cuál era el sobrenombre que
le puso el KGB: “Kukushka” (“Cuclillo”), lo que tiene implicancias sobre el
carácter sorpresivo que podían tener sus acciones. Y ahí comienzan los
problemas, porque su historia conformará el presente de Svetlana, y a través de
él Kennan descubre el lado débil de Stalin, que en general heredan sus
sucesores. Se puede resumir el principio de Kennan en su afirmación: “La
conducta internacional soviética depende fundamentalmente de las necesidades
internas del poder soviético”.
Svetlana (de quien Thompson escribió
que era quien mejor conocía al talentoso estratega diplomático de todos los
entrevistados por él) probablemente le haya ofrecido a Kennan una visión única
sobre las debilidades de Stalin, que durante 33 años ejerció el poder basado en
la represión: estaban encerradas en su vida emotiva, esa que ninguna conciencia
puede aherrojar, enviar al Gulag, silenciar indefinidamente. Y estaban en la
vida de Svetlana y su madre, Nadya Alliluyeva, hija de la alemana Olga que huyó
de su casa por una ventana cuando tenía 16 años.
Cuando Nadya llegó a los 16 también
escapó, para enamorarse de un seminarista de 38 años transformado en dirigente
revolucionario: Stalin. Era 1916, tiempos de revolución. Él tenía ya un hijo,
Yakov, quien sería el mejor amigo de la hija que tendría con Nadya, Svetlana,
quien sería la preferida de Stalin, y un hermano, Vasily. Nadya muere cuando
Svetlana tiene 6; le dicen que de apendicitis. Cuando a su vez Svetlana tiene
16, se entera de que en verdad se suicidó de un disparo en el corazón.
El número 16 atemoriza, y la
literatura y la realidad nos darán pistas concordantes en este atrevido viaje.
El tema es tomado por John Le Carré en la mejor de sus obras, La gente de
Smiley (1979), y el gran enemigo al cual derrota en la ficción (es fácil
teniendo el guionista a favor), pero que en la realidad triunfa sobre la
inteligencia británica, es en verdad Kim Philby, aristócrata británico y
general soviético.
El personaje de Le Carré, objeto de
la apasionante cacería, es bautizado con un nombre de mujer, Karla, que se
adjudica a la juventud del funcionario y tiene la misma inicial que el
sobrenombre íntimo de Stalin, “Koba”, que significa un conjunto de virtudes que
lo pueden equiparar a un genio.
En la novela, Karla es el genio que
duerme a los niños, porque todo aquel que se le acerca mucho se duerme. En la
práctica, nadie podía pretender sin perecer el poder que Stalin ejerció con el
puño de acero que significa su nombre.
Svetlana enfrenta a su padre. Con 16
años se entera del suicidio de su madre y se enamora de un cineasta y
periodista judío, Aleksei Kapler (estamos a fines de 1942), con quien se casa
pese a la oposición de su padre. Como Svetlana no le hace caso, Stalin manda a
Kapler a Vorkuta, un campo de concentración en el ártico. Luego Svetlana se
enamora de Grigori Morozov en la Universidad de Moscú, creyendo que escaparía
así del Kremlin. “Ve y cásate con él, pero nunca recibiré a tu judío”, le dice
el padre. Su primer hijo, Iosif, nace justo cuando los nazis se rinden.
Termina separándose y luego acepta
los deseos de su padre y se casa con Yuri Zhdanov, hijo de Andrei, un jerarca
muy cercano a Stalin y autor de una trágica y hoy desopilante doctrina sobre la
cultura. En ese momento Stalin pierde todo interés en ella. En sus cartas, ella
cuenta de la agonía de Stalin y cómo, en su último momento, “abre grandes los
ojos y mira a todos en el cuarto; es una mirada terrible, insana o tal vez
enojada, y plena de miedo a la muerte”.
Es claro que el personaje de Svetlana
es interesante por la figura de su padre, de la misma manera que el interés
público que puede haber hoy en Juanita Castro Ruz, la hermana de Fidel que
desertó de Cuba, es nimio. Mas la ficción permitió a Le Carré seguir sendas que
tal vez haya recorrido Kennan. La madre de Svetlana perturbó a Stalin en la
realidad hasta que la mató, y en la ficción Karla es justificado por eso: sólo
le importaba ella en el mundo, y luego por su hija perdería todo. Madre e hija;
ambas lo vuelven loco. Ella, la madre, era su creación. Karla la había
encontrado cuando niña, durante la guerra. La adoptó, la educó y se enamoró de
ella, le dice la analista de inteligencia Connie al investigador Smiley. Lo
había hecho todo por ella. Le consiguió padres adoptivos. La preparó para que
fuera la mujer ideal. Hizo de padre, de amante, de Dios. Ella era su juguete.
Pero ella se rebeló, tuvo ideas raras, quería aplastar al Estado, y no alcanzó
con meterla presa. Se la cargó, querido. Y la hija de Karla tenía un padre que
era un príncipe secreto más poderoso que el zar. En cuanto a Svetlana, era en
concordancia llamada “la princesita del Kremlin”. Mujeres, dijo el penado alto.
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