Argentina - La historia de uno de los “ajusticiados”
El buen nombre de David Moreira
Sandra Russo
Brecha, Montevideo, 11-4-2014
Gracias a La Garganta Poderosa,* que
de estas cosas –de víctimas que nunca son visualizadas como tales, ni por las
instituciones ni por los medios– sabe más que muchos, se pudo oír la voz de la
madre de David Moreira, el chico señalado como un ladrón y asesinado a patadas
en el barrio Azcuénaga, de Rosario, donde tampoco eran nuevas esas confusiones:
dos semanas antes otros dos jóvenes que andaban en moto también fueron
confundidos con ladrones por un grupo de remiseros, que los persiguieron a
tiros. Los de la moto creían que los perseguían para robarles la moto, hasta
que se cayeron y a uno de ellos lo molieron a palos, sin enterarse, y a esa
altura sin que tuviera importancia, si eran ellos los culpables de algo o eran
otros. Es necesario retener en la memoria el peso del asesinato de David,
porque aunque él hubiese sido el verdadero ladrón de carteras, su asesinato
seguiría siendo un homicidio. Pero su familia y sus amigos dicen que David no
era un ladrón. Eso reclamó enseguida su familia: salvar su buen nombre. No se
podrá esclarecer ese caso, porque David ya fue declarado culpable y
escarmentado hasta la muerte en el medio de la calle. Las crónicas sobre su
muerte fueron el disparador de otras similares aunque no tan extremas. El
nombre de David quedó sepultado entre otros sin nombre. La cosificación de los
pobres, en las oleadas de mano dura, es lo primero que sucede.
En este equívoco de la turba que
persigue al ladrón pero termina linchando al que se le parece –porque al que se
persigue es a un fantasma–, se basa la cosificación del otro, sea cual fuere el
otro, si una mujer, si un negro, si un pibe, si un sin techo. El linchamiento
de David fue uno de los primeros, y a pesar de que terminó con su muerte y a
pesar de que su familia afirma que no era él el ladrón, esa confusión, esa
posibilidad de equivocación quedó tapada en los debates televisivos. Ese dato
–¿y si nos equivocamos?– no perturbó a ninguno de los exaltados que brotaron
como un herpes en diversos puntos del país, ya evidentes contagiados mediáticos
con ansias de liberar eso que no tuvo un repudio unánime ni general. Los
grandes medios –y otros más chicos que ya se alinearon con ellos– lo
presentaron como un debate posible: “¿Está bien o mal linchar?”. A la historia
de la confusión de los vecinos de Rosario se la tragaron la dinámica periodística
y la miseria política de sus líneas editoriales. Pero no es menor esa
confusión, y el margen que este estallido de barbarie le deja a esa confusión.
Por esa grieta delgada se filtra la violencia social indiscriminada y sin más
salida que el crescendo.
Cuando se desatan estos bajos
instintos sociales, es en esa posibilidad de equívoco en la que intentan hacer
pie sus promotores: el “caos” es precisamente la ruptura de las causas y las
consecuencias. La aprobación o la justificación de una condena a muerte
ejecutada de facto por una banda de exaltados que aunque sean designados con la
palabra “vecinos” actúan como bestias, la justificación, decía, es la piedra
libre para que sea linchado cualquiera. Es el abecé del terror. No hay que
saber teoría del derecho –en lo que Sergio Massa se excusa– para advertir que,
si se animan las turbas, el linchado no será necesariamente el ladrón, sino el
que pase corriendo y al que le griten ladrón. Ese es el núcleo duro del
escenario que vienen a proponerle a esta sociedad ahora, 38 años después del
último golpe militar, quienes se llaman a sí mismos “renovadores” y que se
dejan asesorar y rodear por los residuos del funcionariado judicial que
acompañó a la dictadura. En ese escenario basta un grito señalando a alguien
para direccionar la furia bestial en su contra.
La cosificación consiste en borrar
todas las huellas personales de alguien, para reducirlo a un vago objeto de
odio, de un odio que tampoco es estrictamente personal. Da lo mismo cómo se
llame, da lo mismo si tiene o no familia, da lo mismo lo que hizo o lo que no
hizo. Algo habrá hecho, parecen decir las patadas a mansalva de quienes se
animan unos a otros para ver quién es más macho en la acepción más
caricaturesca del término. Es un instinto de eliminación que lo primero que
elimina es la subjetividad del que lo experimenta. Por eso las turbas son
turbas y capaces de cualquier cosa, porque ellas también están integradas por
cosas. Porque quienes las componen se descomponen en ellas, degradados. De todavía
mucho más abajo de nuestros impulsos animales, de allí sale esa fuerza que hace
del otro una cosa a disposición para vomitar sobre ella la descarga de furia.
Gracias a la madre de David Moreira
–esa cosa de 18 años pateada por otras cosas que terminaron matándolo– nos
enteramos de que había nacido un 4 de enero y que en su último cumpleaños había
decidido, con sus ahorros, tatuarse en el tobillo el nombre de sus hermanitos
menores, Micaela, Elías y Tomás. Nos enteramos de que, como su papá era vendedor
ambulante y estaba poco en la casa, David ayudó a criar a esos hermanitos. Que
había dejado el secundario y que su mamá se enojó mucho, pero quiso ayudar en
la casa y empezó a trabajar como albañil. Que él creció rodeado de cariño. Que
tuvo padres y tíos que lo quisieron mucho. Que era muy tímido, que se ponía
colorado enseguida, pero que igual tenía muchos amigos. Nos enteramos de que
ese chico muerto por las patadas de esos extraviados no era de los que viven en
la calle. Que tenía una relación tan estrecha con su madre que la llamaba
siempre para decirle dónde estaba o a qué hora iba a llegar. Que era hincha de
Central. Que esa tarde que no llegó a su casa su madre creyó que tal vez había
ido a la cancha, pero después averiguó que no, que David había decidido, tal
como le había dicho, no gastar en la entrada. Cuidaba cada peso. Su billetera,
cuando cobraba, se la daba a su madre, y le decía: “Sacá lo que necesites”.
Hasta de su cuerpo hubo otros que pudieron sacar lo que necesitaban: la familia
de David donó sus órganos a siete personas que estaban en lista de espera. “Se
fue mi mano derecha, mi David querido, pero hay muchos como David que pueden
ser asesinados o maltratados”, escribió su madre en la carta a La Garganta
Poderosa.
Pero el agite mediático se olvidó de
él. No está en agenda. El debate vergonzante que surgió de su asesinato insiste
en si está bien o está mal linchar ladrones. David ha quedado sumergido bajo la
maraña de falacias y reducciones que perforan los tímpanos desde las pantallas
o las radios. Fue privado de la vida y de la oportunidad de un buen nombre. El
proyecto de país que late bajo este tipo de violencia reintroduce la idea de la
población sacrificable.
* Revista mensual de cultura
villera, editada por la organización social La Poderosa desde 2010.
0 Responses to "Argentina - La historia de uno de los “ajusticiados”"
Publicar un comentario