Desafíos del Vivir Más

Posted by Correo Semanal on viernes, agosto 02, 2013



Artículo publicado en Le Monde Diplomatique,
noviembre 2012

Vivimos más y no hay nada que temer al respecto. Es el mayor logro de la modernidad. En el mundo del siglo 21, serán muchos más los jóvenes que ingresarán a la vida activa, que aquellos otros, no tan jóvenes, que pasarán a un merecido retiro. A fines de siglo, cada habitante de la tierra en edad activa tendrá que sostener a menos pasivos que hoy.
Las sociedades campesinas tradicionales trabajan para apenas sobrevivir. En ellas, cada persona activa debe sostener a un pasivo, casi todos los cuales son niños, puesto que los que llegan a viejos son muy pocos. Las mujeres tienen muchos hijos, pero la mayoría de ellos muere antes de alcanzar la vida adulta. Su población crece lentamente y la esperanza de vida es muy reducida. Al migrar los campesinos a las ciudades, las condiciones sanitarias mejoran y casi todos niños sobreviven. El crecimiento poblacional y la expectativa de vida se incrementan extraordinariamente. El segmento que más crece son los trabajadores activos. La denominada “tasa de dependencia,” es decir, el número de niños y adultos mayores que sostiene cada persona en edad de trabajar, se reduce hasta la mitad. Cada persona activa debe sostener sólo a media persona pasiva, situación que se mantiene a lo largo de varias décadas. Es lo que se denomina “bono demográfico,” aludiendo a que se trata de un momento muy favorable para mejorar aceleradamente las condiciones de vida de la población en general.
Sin embargo, al cabo de una generación en la ciudad, las mujeres reducen drásticamente el número de hijos y el crecimiento de la población se frena. La tasa de dependencia aumenta nuevamente, pero esta vez debido al incremento de los adultos mayores. En las sociedades urbanas maduras, cada persona en edad activa debe nuevamente mantener a un pasivo, como ha venido ocurriendo a lo largo de casi toda la historia humana, con la única excepción del período de transición demográfica descrita, que coincide con la urbanización. La diferencia es que ahora no trabajan para sobrevivir, sino para vivir mucho y bien.
Así ocurrió en Europa hace dos siglos y en el entonces llamado “mundo subdesarrollado,” durante el siglo pasado. Así está sucediendo en aquella mitad del mundo que recién ahora está iniciando su gran migración a las ciudades. Considerando a la humanidad en su conjunto, el mundo del siglo 21 se encuentra en plena transición demográfica. La mayoría de la población es muy joven y la humanidad en su conjunto podrá mejorar aceleradamente sus condiciones de vida gracias a un gigantesco “bono demográfico” global. Una política más flexible de migraciones, contribuirá a sostener el crecimiento moderado de la población y la economía en las poblaciones urbanas maduras y ayudará a las que están en plena transición.  
Las perspectiva demográfica es muy favorable. El futuro de la humanidad es promisorio desde este punto de vista. Los reales peligros que la acechan no se originan en el vivir más, sino en los tres demonios que también acompañan la transición a la modernidad: el fascismo, la guerra y la depredación de la naturaleza. Es en la conjuración de éstos y no en el envejecimiento, donde corresponde centrar la preocupación.
El espectro del envejecimiento ha venido siendo agitado durante décadas, por los poderosos intereses que promueven la privatización de los sistemas de pensiones, principalmente, el hipertrofiado sector financiero mundial. Alegan que conduce a la supuesta “quiebra” de los esquemas previsionales de reparto, cuestión que “demuestran” trayendo a valor presente los pagos futuros de pensiones hasta el fin de los tiempos. Desde luego, suponen que se mantienen sin cambios los parámetros esenciales de dicho sistema: el porcentaje de descuento por planilla, la edad de jubilación y el monto de las pensiones. Naturalmente, dichos sesgados cálculos arrojan los más abultados déficit.
Sin embargo, parece escapar de su atención, el hecho que los cambios demográficos afectan a todos los sistemas de pensiones, exactamente por igual. Todos ellos son mecanismos de traspaso de bienes y servicios desde los activos a los adultos mayores. Los alimentos, la energía, los servicios de salud, el cuidado y casi todo lo que consumen éstos, son producidos en ese mismo momento por aquellos. Independientemente de la fórmula utilizada para transferirlos, si aumenta la proporción de adultos mayores, tendrá que incrementarse necesariamente la proporción de bienes y servicios que se destina a su manutención ¡Sólo se puede comer el pan horneado hoy!
La panacea de los banqueros para el envejecimiento son los esquemas de pensiones basados en la capitalización individual, administrados por ellos, desde luego. Éstos se basan en dos mitos: el ahorro y el interés compuesto. Hay que guardar dinero para el futuro, se nos dice, y éste crecerá mágicamente, hasta proporcionar un capital que permita un retiro confortable.
Sin embargo, el dinero recaudado no se guarda en una caja fuerte, sino se incorpora de inmediato a la circulación. Lo que resta después de las jugosas comisiones de los administradores, se presta a empresas y gobiernos, los que se comprometen a devolverlo incrementado en el futuro. Los fondos de pensiones no son los graneros del faraón, sino una montaña de acciones y bonos, papeles que no se pueden comer ni servir de abrigo. Se trata de simples derechos jurídicos, sobre futuras ganancias de las empresas o impuestos. Es decir, acreencias sobre el trabajo de las generaciones que se encuentren activas en el futuro.
Por otra parte, en el largo plazo, la capitalización no puede generar aumentos superiores al producto interno bruto, PIB. Nada en la economía puede hacerlo, según descubrió Adam Smith. La exuberancia de los mercados financieros puede durar años y décadas, pero inevitablemente sobrevienen largos períodos de sucesivas crisis y sostenidas pérdidas. Los árboles crecen, pero nunca tocan al cielo. A lo largo del último siglo, los índices de los principales mercados financieros han crecido en promedio menos que el PIB, es decir, poco más que la inflación, permaneciendo además a pérdida, la mayor parte del tiempo.
Los sistemas de reparto resultan mucho más eficientes, puesto que pagan hoy con lo que recaudan hoy. Los esquemas de capitalizacion, en cambio, recaudan hoy, juegan a la ruleta de los mercados financieros durante décadas - pagando jugosas comisiones a los operadores-, para luego ver si recuperan el dinero invertido y recién entonces pagar pensiones. Por eso, también, los esquemas de reparto ajustan constantemente los ingresos y las pensiones a las remuneraciones vigentes. En cambio los sistemas de capitalización los determinan en base a las primeras remuneraciones, que son las únicas que se benefician con años de capitalización - pero siempre son más reducidas.
Los sistemas de reparto son  sencillos y baratos de administrar, puesto que consisten en cobrar y pagar, en base a recaudaciones y compromisos conocidos. Tampoco resulta complicado equilibrar ingresos y gastos: basta con modificar levemente y en forma gradual, las cotizaciones o la edad de retiro, o ambas, sin deteriorar el monto de las pensiones. De esta manera, este sencillo mecanismo, que no es otra cosa que un esquema de seguros común y corriente, ha logrado financiar pensiones dignas a pueblos con demografía muy madura, situación que a Chile y a la mayor parte del mundo, le falta más de medio siglo todavía, para alcanzar.
El verdadero problema que tenemos, es que en 1981 se desmanteló el sistema de pensiones que Chile había construido a lo largo de medio siglo, y en su reemplazo se impuso un sistema de ahorro forzoso, a consecuencia de lo cual, se ha dejado a la gente sin pensiones. La reforma del 2006 reconoció esto y construyó un sistema público no contributivo, pero sólo para el 60 por ciento de menores ingresos.
Sin embargo, el otro cuarenta por ciento, la clase media, no tiene hoy día pensiones. Las “pensiones” AFP  no merecen el nombre de tales: en el caso de una jueza, funcionaria pública, o una doctora, cotizante privada, sus pensiones AFP representan del orden de un décimo y un quinto, respectivamente, de sus ingresos en actividad. Si se considera el caso de un hombre - que no sufre la discriminación que las AFP imponen a las mujeres, al ser el único grupo al que se calcula sus pensiones con una tabla diferente al resto - la situación no es mucho mejor.
Para mejorar las pensiones hoy, hay que reconstruir un moderno sistema de reparto, que utilice las cotizaciones para pagar pensiones, en lugar de desviarlas a los mercados financieros para ganancia de los operadores y grandes grupos económicos que se quedan con el grueso de las mismas.
Hay que terminar con un sistema que ha dejado a los chilenos y especialmente a las chilenas, sin pensiones.

Manuel Riesco, noviembre 2012

CENDA                                                                                 
Centro de Estudios Nacionales de Desarrollo Alternativo