La noche está estrellada: Un texto de Daniel Pizarro

Posted by Correo Semanal on jueves, septiembre 15, 2016

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La vida de los "triunfadores" del modelo... ¿Cómo es la vida de los "triunfadores" del modelo? En fin, la de quienes creen ser parte de los que se llevan la parte del león, y no son sino presas fáciles de las jaurías de hienas. La pluma inigualable de Daniel Pizarro mantiene el suspenso hasta el final. Shhhhhut! No cuentes el nombre del asesino antes de tiempo...

noche
"Noche estrellada" - Vincent van Gogh - 1889

La noche está estrellada


Un texto de Daniel Pizarro


Supongamos que un narrador viniera del pasado, sin posar de falsa transparencia ni sentir vergüenza de su sombra. Supongamos que situara su omnisciencia un poco en el frío de la muerte, un poco a salvo de la vida.
Supongamos que viniera a contarnos esta historia como un malabarista, y nosotros pudiéramos oírlo: Querido lector, aquí está Juan de Dios, allá Priscilla, y allá también el niño.
Supongamos. En una mano Juan de Dios, en la otra Priscilla, y el niño girando en el aire de sus intenciones. El primero está de cumpleaños; es cierto. Pero es más cierto que su hijo de siete meses se contagió el virus sincicial y como no para de toser y llorar deben llevarlo a la clínica, donde tardan horas en atenderlo. Recién a las cuatro de la mañana salen de la urgencia, y es cierto que la espera habría sido más larga si Juan no dice que su hijo es prematuro y entonces al niño lo asisten en un módulo y lo oxigenan con una mascarilla.
Es cierto, Juan de Dios está de cumpleaños. Pero es más cierto –en los grados de contundencia de esta realidad– que Priscilla duerme con el niño ovillado en el pecho y ningún ruido podrá despertarla, ni siquiera el llanto que rebrota cuando él se levanta y la mira y le parece descubrirla como lo que de verdad es: no una ejecutiva bancaria con postnatal extendido, sino un animal primitivo entre las sábanas, con la boca abierta y el desparpajo de la carne exhausta.
Tampoco los párpados cierran del todo, como si estuviera contemplando un sueño primigenio. En el centro de este cuadro su hijo es un ser del espacio exterior. Todo es muy cierto. Ella no piensa saludarlo temprano, y no es que Juan esté esperándolo. Ella le regaló un viaje a Punta Cana por seis días aprovechando una oferta de pasajes por Internet.
Y luego Juan de Dios está en la ducha, acordándose de un sueño. ¿Cuál es la materia del sueño? ¿Porta un mensaje o es un espejo roto del mundo? ¿O su mensaje es el caos del mundo? Si pudiera decirlo un narrador del pasado. Juan de Dios está en la ducha, su sueño es discontinuo. Se encuentra en una gran sala –podría ser una fábrica abandonada–, dentro de una bañera con espuma que le sube hasta el pecho. Los brazos cuelgan afuera y Priscilla se los refriega con una esponja intentando borrar los tatuajes. Todo el sueño se sostiene en el afán de su mujer. ¿Pero de qué está hecho? De pronto ella es su madre, muerta cinco años atrás. ¿Para qué te los hiciste?, le pregunta la mujer, irritada. Para qué, si no eres nadie. Juan de Dios cierra la llave de la ducha y piensa que ella no lo trataría así; por lo tanto ese espectro no puede ser su madre. Ella sería la primera en saludarlo. Pero es muy cierto que ya no está.

Supongamos que un narrador viene del pasado, coloca a Juan de Dios en su módulo de trabajo y lo invita a mirarse los tatuajes, y lo hace pensar en su ordinariez –esos dragones flamígeros–, en su gusto vulgar –esas calaveras peluconas–, en el recuerdo de su estupidez juvenil, y además en un castigo físico: ni siquiera en verano puede arremangarse la camisa. Supongamos que lo anima a revisar la bandeja de entrada del correo electrónico y leer los primeros dos saludos de cumpleaños. Uno es de su ejecutiva bancaria, el otro de su AFP. El segundo parte así: “Estimado De Dios, Juan”.
Entonces suena el teléfono del escritorio. Es Karla, su primera mujer. Es cierto que no lo llama para saludar, sino para recordarle el control médico de Joaquín. Es cierto que lo había olvidado. Puede que ella se acuerde muy bien de su cumpleaños, puede que lo omita a propósito. Juan de Dios no cuestiona a su ex mujer, aunque en la tarde tenga dos reuniones que le complican el panorama. Es cierto que aprendió a evitar las discusiones con ella porque siempre, por uno u otro lado, sale perdiendo.
Y es cierto que Joaquín no podría saludarlo, pues a esta hora ya entró a clases. Lo más seguro es que le haya dibujado un superhéroe de la televisión y se lo entregue en la tarde. Con el teléfono pegado a la oreja Juan de Dios hace un catastro mental de los saludos posibles y en el ejercicio descarta de plano a su padre, que nunca lo ha llamado y ni siquiera conoce a su segundo hijo, y menos aún puede saber que se ha contagiado el virus sincicial. Digamos que ese hombre alcohólico ya se ha perdido siete meses de vida de su segundo nieto, como hace muchos años comenzó a perderse la vida entera de sus dos hijos siguiendo la tradición familiar de hombres que abandonan la casa por el trago, por otra mujer, por una depresión o por todas las anteriores. A esta altura, pensando en su propio hijo, Juan de Dios debería desactivar el contador de ausencia de su padre y olvidarse de ello. Pero la verdad es que no puede, acota aquí el narrador del pasado.
No es llegar y recoger a Joaquín del colegio para llevarlo al médico. Es cierto. Pero no es menos cierto que está acostumbrado a correr de reunión en reunión y a acomodar los horarios y a comprimir el tiempo como plasticina para que todo encaje a la fuerza en un mismo día, incluido el postgrado del sábado que no quiso postergar tras el nacimiento del niño. Para esta clase de vida la moto es su mejor aliado. Corre un riesgo con ese animal de dos ruedas, lo sabe; le ha prometido a Karla que no volverá a subirse con Joaquín. Pero no está dispuesto a cumplir la promesa y cuenta para ello con la complicidad de su hijo, dice este narrador del pasado.
Querido lector: en la tarde hay dos reuniones, la segunda con el urólogo que ha invertido algunos fondos con Juan de Dios y puede convertirse en el primer cliente de domótica. Puede ser el primer paso para la independencia laboral con que sueñan los hombres del presente, dice el narrador de otras épocas, acaso del siglo diecinueve o de más lejos. Eso está por verse, piensa Juan de Dios, y luego piensa lo mismo de siempre: Uno nunca sabe, hay que intentarlo, caerse y levantarse, y así, todo el tiempo.
Pues las inversiones financieras están chantadas. Resulta que sus clientes son de lucas, de muchas lucas, y la aguja de las comisiones no se mueve por menos de cinco palos verdes. Lo piensa y lo declara, y lo repite frente a los demás ejecutivos. Se chantaron los mercados financieras. Anda a levantar hoy uno de esos clientes, dice Juan de Dios. Está todo muerto.
En esta parte el narrador, capaz de ir y venir por el tiempo, da un salto atrás en la historia. Cuando la primera mujer de Juan de Dios quedó embarazada, a los veinte años, él abandonó la carrera de Biología y se endeudó a fondo con un banco para estudiar un vespertino de Ingeniería Comercial mientras en el día trabajaba de mesero. Fue duro, pero es cierto que no se había equivocado. Lo pensaba y lo decía frente a los demás ejecutivos. Pero las inversiones se habían chantado por culpa del manejo económico, por todas las trabas que el gobierno ponía a la inversión privada, por la falta de confianza de los empresarios. Lo decía ante los ejecutivos y también ante sus clientes, en persona y por teléfono, insistiendo en que era una situación coyuntural. Cuando cambiara el gobierno volverían los que saben, los que entienden de economía y de negocios. No es momento de retirar los fondos, todo lo contrario. Hay que comprar barato para vender caro. Mientras intentaba retener a sus clientes se movía de un lado a otro en la Kawasaki, entre filas de autos atascados, y le robaba al sueño horas para la domótica.
Cierto que estás de cumpleaños, dijo por teléfono su primera mujer, como si acabara de recordarlo. Son treinta, ¿cierto? Sí, treinta. Treinta… Ella se quedó en silencio. Yo pensaba que estaríamos juntos hasta los noventa, ja ja. ¡Imagínate! Sí, ja ja, dijo él, sin entender de qué materia estaba hecho el humor de Karla. Se había metido con otro hombre y lo había dejado con absoluto pragmatismo. Pero es cierto que siempre se habían movido por un terreno ambiguo, antes y después de separarse, un hábitat de incertidumbre sobre los sentimientos mutuos, digamos una precariedad emocional semejante a un juego de ajedrez donde cualquier paso en falso podía significar el sacrificio del rey en manos del contrario… Pero quizás no. Quizás ya eran tiempos de paz. ¿Sí o no? En cuanto colgó el teléfono llamó al urólogo para confirmar la visita. Y luego llamó a su socio para verificar una información sobre los servicios de domótica. Su socio sin hijos y con todo el tiempo para el proyecto. Ahora Juan de Dios se dijo con placer: A la mierda las inversiones.
Supongamos que un narrador vino del pasado y dijo que a la una llamó Priscilla, preocupada porque al niño le había subido la fiebre. Hubo una breve discusión sobre lo que debe entenderse por fiebre alta, Juan de Dios le recordó las palabras del doctor en la clínica: el virus tenía su ciclo, había que esperar y mantenerse alerta a los síntomas. Justamente en eso estaba ella, respondió su segunda mujer. Atenta a la fiebre y a todos los síntomas de su hijo. Desde que el niño se enfermó no había dejado de estar alerta. Juan de Dios habría querido decirle: En la mañana dormías como una morsa con las tetas colgando, no me vengas con eso. Pero no dijo nada, querido lector. Había aprendido a cuidar de su vida privada, a mantenerla al margen de los problemas, a no contaminarla con las presiones del trabajo. Como si su padre se lo hubiera enseñado con el ejemplo contrario: la familia es lo único que tenemos. Se lo había declarado a Karla durante las partidas de ajedrez emocional, y luego a Priscilla, a sus compañeros de la empresa y a los amigos de la universidad, incluso a los clientes y a los cuidadores de autos. Hay que cuidar la familia. Era su credo. También se lo dijo una vez a Joaquín, que lo miró sin entender la exaltación de su padre.
Como la familia era lo primero, en cuanto cortó el teléfono decidió enviarle un beso por Whatsapp a Priscilla. Abrió la aplicación y en el perfil de su mujer encontró la foto del niño con la mascarilla de oxígeno. ¿En qué minuto se la había tomado? La imagen anterior era del viaje a Punta Cana. Juan de Dios dijo mirando el teléfono: ¿Qué mierda pretende esta mujer? No le mandó ningún beso.
A la una y media tenía una entrevista de trabajo. Porque además de la domótica y las inversiones financieras, y además del postgrado en finanzas aplicadas, había puesto fichas en un empleo con mejores perspectivas en una compañía de seguros. Lo había recomendado un amigo, jefe de grupo de la compañía. Nada se perdía con ir a la entrevista, en la empresa estaba chantado. Estoy súper chantado, repetía. Tanto en las inversiones financieras como en la vida en general uno no debe poner todos los huevos en la misma canasta. Se lo decía Juan de Dios a quien quisiera oírlo, un cliente o cualquier persona. También era parte de su credo, de donde excluía al amor, para el cual había un solo huevo. Bajó al café del primer piso, se compró un sándwich de miga y una bebida energética, se anudó de nuevo la corbata y partió a buscar la moto.
Un hombre del presente, puesto aquí por un narrador del pasado, cree posible leer las emociones en el rostro y en las inflexiones de la voz. Un hombre del presente toma cursos para interpretar los gestos y compra libros, que todavía no lee, sobre inteligencia emocional. Digamos que un hombre del presente no se fía de las apariencias. Por esa razón percibe la extrañeza en las miradas y los gestos que delatan que él, Juan de Dios, se encuentra fuera de lugar en la compañía de seguros. Pero todavía no logra entender el porqué de tal recibimiento, que un narrador del pasado sí conoce y por ahora se reserva.
Un hombre del presente bloquea esa impresión a la hora de una entrevista de trabajo, y se concentra en su objetivo. Y sin embargo la impresión se refuerza frente a los dos hombres que lo reciben en la sala de reuniones. Parece como si la entrevista los tomara de sorpresa y estuvieran improvisando. ¿No recibiste la llamada?, pregunta uno de ellos. Dice que no, pero es cierto que muchas llamadas no las atiende por hallarse con clientes y otras por ir en la moto, y hay otras más que no le interesa atender, y al final del día lo espera una lista de veinte o treinta llamadas perdidas que ya no alcanza a devolver. Al preguntar por su amigo los hombres se miran con complicidad. No sabes nada, ¿cierto? Esta vez niega con la cabeza. Le informan que su amigo fue desvinculado la semana anterior por una denuncia de acoso sexual.
Es una broma, se dice Juan de Dios, y los mira, y vuelve a pensar. Son un poco mayores que él, todavía jóvenes. A esta clase de reyecitos con la vida regalada los conoce muy bien, hay varios en la empresa. Siempre caen parados y se creen inmortales porque están en la cresta de la ola. Gozan con las bromas pesadas, mientras más pesadas y mariconas, más gozan. Para no ser menos el hombre del presente empieza a reírse, pero los otros no lo acompañan. La cara se le convierte en piedra. El que más ha hablado le hace saber que hubo un problema con una ejecutiva. No puede darle detalles. Obvio que no, dice él muy comprensivo. Después de esto acontece un simulacro de entrevista que ellos aprovechan para tantear si es pariente de algún millonario, un hijo de Bill Gates o Carlos Slim, pongamos.
Estacionó la Kawasaki en la vereda –otra ventaja incomparable de las motos– y se sentó en un banco a espaldas del edificio más alto de Latinoamérica, según había escuchado, a tomarse el resto de la bebida energética. Más allá, unas estatuas parecían emerger del suelo como de una pesadilla moderna. El peso de la noche anterior se le vino encima a pesar de la bebida, y es posible que dormitara unos momentos. Despertó sobresaltado pensando que podían robarle la moto: pero la vio en su lugar, negra y brillante. Casi inteligente. Había soñado otra vez con su madre. Eres rubio, le decía. Eso también era cierto. Una constatación misteriosa. Cada cierto tiempo se le aparecía en sueños como si intentara comunicarle un mensaje urgente, algo sobre su propio destino, del que sin duda ella sabía mucho más que él.
Pero nadie, ni siquiera un narrador del pasado, puede confirmar la existencia de canales extrasensoriales, ni tampoco de un más allá; nadie, tampoco Juan de Dios, puede atestiguar de la existencia de un ser supremo, a pesar del nombre elegido por su madre, que chocaba violentamente contra su apellido, Carrasco, una herencia de su padre con sonido a pobreza, a piedras rodando hacia el fondo de un basural. Era evidente que sus padres nunca se habían puesto de acuerdo en nada.
Entonces Juan de Dios hizo por fin lo que tenía pensado: hablar con su amigo. Le contestó de inmediato y tampoco se acordó de su cumpleaños. A la vista de Juan seguían esas esculturas dinámicas, algo siniestras, que pretendían engañar los sentidos haciendo creer que la materia es fluida, un poco como el dinero, que puede metamorfosearse, atravesar el cemento, la roca, el hierro, superar cualquier resistencia física. Su amigo sonaba fuera de sí. No se disculpó por lo de la entrevista sino que se lanzó en defensa de su causa repitiendo cada tanto “tú sabes cómo son las mujeres”. Era una historia enredada o su amigo se empeñaba en contarla muy mal. Un taller de trabajo fuera de Santiago, una dinámica de grupo con disfraces de animales para que cada cual eligiera el que más lo identificaba. Su amigo se había puesto el de rinoceronte, ella uno de conejo –no conejita Playboy, para que me entiendas, le dijo–, un conejo con rabo y unas orejas huevonas, habían actuado juntos, se rieron todo el rato y uno se da cuenta cuando hay onda, uno cacha, dijo su amigo.
Su amigo dijo enseguida: Tú sabes cómo son las mujeres. Al día siguiente del taller le había escrito un Whatsapp. Te lo reenvío para que caches, dijo. Un segundo después Juan de Dios leyó en el smartphone: “¿Cómo está la conejita más rica?” Se volvió loca, dijo su amigo. O era loca de antes. Fue a mostrarle el mensaje al jefe, y el jefe fue a su puesto y le pidió que cerrara el computador y lo puso en la calle delante de todos. Cáchate la onda, dijo su amigo.
Querido lector: Juan de Dios no creyó en la versión de su amigo. Pero es cierto que ya no le interesaba la historia, digamos porque había otras canastas y más huevos en su poder. Así era. Todavía en el mismo banco quiso llamar a Priscilla para saber del niño. Volvió a mirar el perfil deWhatsapp para ver si había cambiado la foto, pues Priscilla era de publicar regularmente sus estados de ánimo. Vio a su hijo con la mascarilla que le cubría toda la cara y comprendió que seguiría ahí hasta la remisión del virus.
Atendió el teléfono el hijo mayor de su segunda mujer. Había faltado al colegio. Si su madre no lo obligaba el patán no movía un dedo para levantarse. Juan de Dios no sentía ninguna obligación con él. Se iba a graduar de vago; se lo merecía. Que el padre se preocupe alguna vez, decía a quien quisiera oírlo, menos a Priscilla. Tengo que hablar con tu mamá, le dijo. Está durmiendo. ¿Puedes despertarla, por favor? No puedo, dijo que no la despertaran. Juan de Dios no insistió. ¿Cómo está el niño? No sé, estoy en mi pieza.
A las tres y media de la tarde Juan de Dios se encontraba a las puertas del colegio y a través de las rejas los niños admiraban la Kawasaki negra, admiraban su casco y envidiaban la suerte de Joaquín, que iba a subirse a la moto y a usar un casco a la medida. Salúdame, hijo, estoy de cumpleaños, dijo el padre, y el niño lo abrazó por la cintura mirando hacia cualquier lado. Era notorio que estaba ofuscado por algo que había ocurrido dentro del colegio hacía poco, una pelea, una broma pesada. Su padre no le preguntaría, su padre entendía que los niños viven el presente y arriba de la moto se olvidaría de todo. Pero antes de partir el niño se largó a llorar y en ese momento lo llamó Karla para decirle que no se lo entregara en el trabajo porque le habían adelantado una prueba del magíster. Le pidió que se lo llevara a la casa.
Esto ya era más complicado. Después de la separación a Karla se le había ocurrido mudarse a un condominio en Colina, de donde Juan de Dios tardaba cuatro horas en regresar los viernes, cuando retiraba a su hijo del colegio. Pero hoy era martes, y esto de verdad se ponía muy complicado. Si un narrador viniese al galope del pasado diría que Juan de Dios se preguntaba dónde tenía la cabeza su ex mujer, que se había mudado a Colina para vivir en paz, pero usaba la casa para dormir. Dónde, que no había cambiado a Joaquín de colegio y lo hacía viajar horas durante la semana. Dónde la tenía que se le ocurrió estudiar un magíster de finanzas aplicadas cuando su hijo más la requería. Dónde, que lo había dejado por un profesor de Física con ínfulas de genio loco.
Si alguien viniera del pasado. Pero tal vez no venga, nunca. Y entonces Juan de Dios vuela en la moto hacia la consulta médica, su hijo lo abraza de la cintura, por detrás, y quizás vaya diciendo algo, quizás siga llorando, imposible oírlo a esta velocidad, con este zumbido. Sólo cabe decir por boca del narrador antiguo, demodé, que Juan de Dios aborrece perder el tiempo y controlar mes a mes la estatura de su hijo no vale la pena, son aprehensiones de Karla, sus miedos, y tal vez con razón, pues su ex suegro es un enano, piensa Juan de Dios; pero no es su caso ni el de su propio padre.
El médico revisa una planilla con curvas de crecimiento. Joaquín está normal, dice. En la parte más baja del rango, pero normal. ¿Cuál es la tendencia?, pregunta Juan de Dios, algo nervioso. El médico cree que se ha estancado un poco en los últimos dos años, pero eso no dice nada, necesariamente. Quizás exista una correlación entre el porte de Joaquín y su separación de Karla, piensa él, como si un dolor interno hubierachantado su desarrollo. Pero no es posible, se dice. Son variables sin ninguna relación. A ochenta mil pesos la consulta le vendría bien ocupar el asiento del doctor; si es por analizar tendencias él lo hace todo el día, incluso podría agregar que los rendimientos pasados no aseguran rentabilidades futuras, lo mismo acaba de decirle el médico. Lo piensa, es cierto, pero se despide cordialmente y decide que el próximo mes no habrá control, aunque Karla se lo exija.
Si alguien, querido lector, viniera desde muy lejos para decir: Juan de Dios mira la hora. Van a ser las cinco y lo está esperando el cliente de la domótica. Entonces mete bajo el cortaviento la carpeta con los datos que su amigo le envió por correo. Su hijo Joaquín se aferra a él con todas sus fuerzas, y es cierto que no va llorando, y no es menos cierto que la luz de mayo y la velocidad lo traen deslumbrado.
Un condominio como los condominios de sus clientes, un condominio en Barnechea o quizás en La Dehesa, no en Colina, y esto hace toda la diferencia y como vendedor uno sabe, uno ha de saber, en qué territorio se interna. A la entrada hay una caseta y una barrera de seguridad, más allá una rotonda –la primera de varias–, de donde parten calles privadas en un trazado fractal. Aquí hay un guardia, querido lector. Que le pide identificarse y se comunica por citófono con la casa del urólogo, y al final registra los datos de su cédula de identidad en un cuadernillo.
Los faroles alumbran las calles y unos árboles sin hojas parecen más tristes de lo que en realidad son. Juan de Dios sigue las indicaciones del guardia hasta encontrar la casa de su cliente. Doña casa, se dice ante la fachada, quitándose el casco. Cuando ve a su hijo frente a él, con un casco demasiado grande para su cuerpo de niño, se da cuenta del problema. No puede entrar con Joaquín. No es serio, desde ningún punto de vista. Es muy poco profesional. ¿Qué pensaría él si alguien se le acerca a hacer negocios con un hijo de la mano? Es como de gitanos. Se acuerda de su niñez: mujeres con guaguas en brazos que lo hostigaban para verle la suerte en la palma de la mano. También se acuerda de su hijo enfermo, pero no hay tiempo para hablar con Priscilla. Joaquín lo está mirando. La calle es muy tranquila. Sin autos, sin gente, sin nada. Una vida de puertas adentro. No hay bancos donde sentarse. Hijo, dice Juan de Dios, me esperas aquí. Te sientas en la vereda, aquí al lado de la moto. No te mueves por nada del mundo. Tengo una reunión en esta casa, es súper importante. Si me va bien, para la Navidad el Viejo Pascuero te va a regalar el PlayStation. El Viejo Pascuero no existe, dice Joaquín. ¿Quién te dijo eso?, le pregunta Juan. Pero no es ocasión de discutirlo. Con mayor razón, dice, yo te lo regalo. Pero me tienes que esperar aquí, sin moverte. Si pasa algo, si necesitas algo, me llamas al celular. No vayas a tocar el timbre, ¿me entiendes? Al celular, sólo al celular. ¿Me entiendes?
Supongamos que un narrador antiguo ha dicho que el niño obedeció a su padre y se sentó a esperar en la vereda, y en esta tarde de mayo el cielo comenzó a oscurecer, y luego dijo que en el umbral de la puerta dos hombres del presente se dieron la mano. Uno intentaría convencer al otro de la necesidad de un servicio, la domótica, pensando que si le iba mal podría buscarle por el lado de las inversiones. Bajo la carpeta de la domótica traía unos portafolios de renta fija y variable y también el folleto de Active Management, que todavía respiraba mientras todo lo demás se había muerto.
En este recibidor, en esta pieza que parecía antesala de un salón más íntimo, para personas de mayor confianza, se encontraban dos hombres del presente en unas sillas elegantes, incómodas, de seguro diseñadas para permanecer en ellas un rato y luego pasar al otro salón o irse de la casa. En esta habitación Juan de Dios se preguntó si los urólogos también ejercían como proctólogos o se trataba de especialidades diferentes. La casa entera circulaba por su cerebro. ¿La habría comprado con las manos del urólogo o las del proctólogo, o con ayuda de todas? ¿Cómo lo hizo?
Pero dijo algo muy distinto. Habló del frenazo de la inversión por culpa del manejo económico. El próximo gobierno devolvería la confianza a los empresarios. El urólogo no dijo nada y él aprovechó el silencio para entrar en materia: Tú puedes pensar que esto es ciencia ficción, pero la domótica es una realidad común y corriente en países como Alemania, Holanda o Estados Unidos. Ante la evidencia de que el urólogo no lo interrumpía ni empezaba a bostezar, nombró uno por uno los usos de la domótica: programación para el ahorro energético, comunicaciones, confort. Se detuvo donde había que llamar la atención, es decir en la seguridad, pues aunque el condominio pareciera seguro –Juan de Dios no dudaba de eso–, los delincuentes se las ingenian cada día mejor. Tú no lo podrías creer, dijo, y en ese momento se le ocurrió pensar que este tipo, unos veinte años más viejo, nunca le metería a él un dedo en el poto, en cambio al urólogo seguro que ya se lo habían metido para controlarle la próstata, y al pensarlo se sintió levemente superior.
Hablaba de la domótica aplicada a la seguridad cuando por el vano de la puerta vio a un niño menor que Joaquín arriba de un sillón de la sala contigua, mirando hacia la calle a través del ventanal. Hay un niño en el sillón, dijo, con la esperanza de que el urólogo pudiera apartarlo de ahí. Pero su cliente no le dio ninguna importancia. Debe ser el menor de diez hijos, pensó Juan de Dios, volviendo a preguntarse cómo había hecho para comprarse la casa.
Activando un discurso memorizado, definió la seguridad en domótica como una red encargada de proteger tanto los bienes como la integridad física… El niño no sólo miraba hacia afuera sino que se había puesto a gesticular para llamar la atención del único ser vivo que podía encontrarse del otro lado: su hijo Joaquín. Juan de Dios siguió adelante: no se trata únicamente de un sistema de alarmas que se activan y desactivan en forma remota, lo mismo las cámaras de vigilancia; además se instalan detectores volumétricos o perimetrales, cierre de persianas centralizado, y lo más interesante es la simulación de presencias. Está demostrado su poder disuasivo. Hay estudios. El urólogo pareció interesarse en el punto. ¡Hola!, gritó el niño. Peor que entrar con Joaquín era haberlo dejado afuera, pensó Juan de Dios, y luego dijo: Por ejemplo, risas falsas. ¡Hola!, volvió a gritar el niño. El padre no se movía de la silla. Tú puedes grabar conversaciones y luego las dejas reproduciéndose como si hubiera gente conversando dentro de la casa, lo más importante es la idea de actividad… ¡Hola! ¡Hola! ¡Hola! ¿Quieres jugar conmigo?, repetía el niño. ¿Hay alguien afuera?, preguntó el padre poniéndose de pie. Ven a jugar conmigo, dijo el niño, tengo muchos juguetes… ¡Cállate, cabro de mierda!, gritó Juan de Dios.
Se había disculpado con la vista en el piso, y había salido como una sombra de la casa. A lo mejor su cliente –ex cliente– no había visto a Joaquín; a lo mejor sí. ¿Qué era peor? Quizás había llamado a la policía pensando en un secuestro. La moto corría por una calle en curva en las faldas de un cerro, su hijo lo abrazaba de la cintura como siempre. Los postes de luz alumbraban los pies del cerro y la negrura cortaba de un sablazo la ladera. Increíble lo que hace la noche, se dijo Juan de Dios. Antes de subir a la moto había visto ocho llamadas perdidas de Priscilla. Se detuvo en la berma para hablar con ella. Al niño le había subido la fiebre. ¿Dónde estás?, preguntaba su segunda mujer. Voy con Joaquín a su casa. ¿Por qué tú? ¿Y la huevona? ¿Por qué no se lo lleva la huevona floja? Priscilla sabía ser ordinaria, le salía tan natural como vender créditos de consumo. ¿Qué será más ordinario?, se preguntó, tomando la distancia de un narrador a la antigua.
Pero no dijo nada junto al cerro, mirando a su hijo con el casco puesto; otro ser del espacio exterior. Hay que llevarlo a la urgencia, decía su segunda mujer. Juan preguntó: ¿Podrías ir tú y te alcanzo en la clínica? ¿Me estás diciendo que salga con el niño en brazos a buscar un taxi? Por qué no, podría ser. O pides un radiotaxi. Lo pensó y tampoco lo dijo. Espérame y vamos juntos. Apúrate, huevón, dijo Priscilla y le cortó.
Y bueno, es mayo. Ayer estuvo lloviendo, hoy el cielo está estrellado. Y bueno, supongamos que un narrador vino del pasado a desplegar su omnisciencia como un malabarista. En una mano Juan de Dios, en la otra el niño girando en el aire de sus planes. Supongamos que ha entrado en su mente, en sus intenciones, y lo observa tomar un nudo vial hacia la autopista. Sabe que no le alcanzará el dinero para pagar el peaje troncal. Lo ve suplicar ante la mujer de la cabina. Lo oye: Por favor, déjame pasar. No puedo. Por favor, dame tus datos, mañana te transfiero, te lo juro. ¿Cuál es el problema? Un narrador de este tipo lo sabe todo. Observa los autos esperando detrás, apurándolo a bocinazos. Ve a Joaquín tomando un billete de mil pesos de su lonchera. Oye vibrar el smartphone, una y otra vez, en el pecho de Juan.
Algunos kilómetros más allá surge otro peaje como una emboscada del dinero. El narrador también lo sabía. En esta parte final de la historia una idea se instala en la mente de Juan de Dios. Se arrancha y afinca, ya no hay cómo quitarla de allí. Existe un atajo a Colina, un sendero por las lomas, rodeando Chicureo. La idea viene de otras épocas, de un paseo con su padre cuando aquí no había condominios ni calles asfaltadas y uno venía a encumbrar volantines. La idea anida y lo es todo para Juan de Dios, que vive de proyectos como éste: llegar a Colina por un atajo.
Esta vez no le ruega a la mujer del peaje, sino que da media vuelta y sale de la autopista por un camino lateral que a los cien metros se hace de tierra, y el niño le pregunta a dónde vamos, y el padre responde solemne: Vamos a tu casa, hijo. Tira la moto hacia adelante, loma arriba, por el atajo que brilla en su mente. A lo lejos, más allá de una hondonada negra, se divisa un tejido de luces y ése debe ser su destino, si un narrador viniera. Pero el camino sigue subiendo y serpentea, no es por aquí, se dice Juan de Dios, sino hacia el otro lado, ladera abajo, es por allá, y el celular sigue vibrando, hay buena señal, hay antenas a la vista, no deben andar muy perdidos, se dice, y su hijo pregunta por dónde van, y a dónde. La noche está estrellada.
Ladera abajo, por una huella que desaparece entre espinos secos. Más allá de la hondonada se ven las luces, la trama del condominio. Por aquí es, directo a Colina, la huella vuelve a aparecer, blanda, pedregosa, traicionera; gira hacia un lado, luego hacia el otro, es la ruta más corta entre dos puntos, piensa Juan de Dios y su hijo lo abraza por la espalda. La noche, ya se dijo.
Su hijo está en el aire, él y la moto también, y luego en la tierra y en la oscuridad, cada cual por su lado. Su hijo está llorando pero no puede verlo. En alguna parte está su hijo, él se encuentra en alguna otra y el hombro le duele como si le hubieran pegado un hachazo. Papá, ¿estás bien? Su hijo es una sombra vertical; Juan de Dios está en el suelo, apenas puede moverse. ¿Qué te pasó en la cara, papá?, pregunta su hijo con miedo. Una herida abierta le cruza la frente, la sangre le chorrea por la cara, los párpados se le mojan, al abrirlos las pestañas se le pegotean, lo que puede ver por los resquicios del aturdimiento es muy confuso. Quizás se encuentra en los planes de un narrador antiguo. Ah, si lo viéramos entrar por aquí, ahora, bajar desde el cielo entre los párpados, venir desde el pasado, desde los tiempos de las cavernas o los sueños. Si viniera, si bajara galopando entre la sangre y la sombra de Joaquín, y si él pudiera vislumbrarlo entre los ruidos del teléfono, entre la falta de sentido, desde el cielo nocturno, desde el fondo de los tiempos y no desde espacio, si pudiera llevárselo de este lugar, si hiciera un atado con las cuatro esquinas del mundo, según sus planes, y se lo echara al hombro para alejarse de esta tierra sin alma. Si lo hiciera y de una vez por todas cayese el telón.