Paraguay - Ensañamiento

Posted by Correo Semanal on domingo, julio 17, 2016



El 15 de junio de 2012, 11 campesinos y seis policías morían en un muy dudoso enfrentamiento en el departamento de Curuguaty. El lunes pasado, sin la menor prueba, 11 campesinos fueron condenados en Asunción a penas de cuatro a 35 años de cárcel, acusados de ocupación ilegal de propiedad privada, asociación ilícita para delinquir y asesinatos múltiples.
José A Vera, desde Asunción
Brecha, Montevideo, 15-7-2016

¿“Qué pasó en Curuguaty?, es la pregunta general instalada. “Todos somos Curuguaty”, se lee en las remeras amarillas que portan, sobre todo, jóvenes. “Todos estamos condenados”, claman otros carteles. Lo cierto es que a partir de este sospechoso juicio cualquier habitante de este país, por más inocente que sea, puede considerarse amenazado de terminar preso, dada la desprolijidad que acompaña a jueces y fiscales.
Hay más de 12 mil personas en las cárceles paraguayas, 75 por ciento sin condena, y entre ellas están estos 11 campesinos, más otros seis de quienes poco se habla, condenados por su supuesta participación en el secuestro y asesinato de una joven, hija de un ex mandatario, hace diez años. Estos hombres habían huido a Argentina, desde donde fueron extraditados. Se declaran presos políticos, y la verdad es que con los 11 de esta semana suman 17 en esa condición. El gobierno paraguayo y su prensa aliada lo niegan, pero claman por la libertad de los presos en Venezuela.
Al inicio del juicio a los 11 de Curuguaty, “una mascarada para legalizar lo injustificable”, al decir del abogado Alberto Alderete, miembro del equipo defensor, el Ministerio Público presentó una caja de cartón con los elementos que “demostraban” la perversidad de los acusados: una escopeta vieja, sin disparar ningún tiro en fecha cercana (habría sido traída de una comisaría), unos machetillos, unas desvencijadas vajillas de aluminio, papel higiénico, y poco más.
Esa carga habría sido parte del arsenal utilizado por los campesinos, según el fiscal Jalil Rachid, quien encabezó la orden de detención. En el juicio, los propios agentes de policía que intervinieron se contradijeron, pero todos han reconocido que un helicóptero llegó al sitio de operaciones lanzando un espeso humo que provocó el comienzo de los disparos entre los propios policías, unos 350, entre ellos integrantes de fuerzas especializadas.
Martina Paredes, hermana de dos campesinos muertos y dos de los condenados, testigo voluntaria en el juicio, relató que un hermano la llamó por celular pidiendo que lo rescataran porque estaba herido de bala y temía que lo mataran. Así fue: lo remataron y lo fotografiaron junto a otros dos, cada uno con una escopeta entre las piernas. Esas imágenes, reconocidas por policías que participaron en el hecho, han desaparecido, al tiempo que el piloto del helicóptero falleció repentinamente hace un año, días antes de abrirse el juicio; además se ha rechazado practicarles una autopsia a las 17 víctimas, como han solicitado sus familiares.
Justo una semana después de la masacre el presidente Fernando Lugo era víctima de un expeditivo juicio político parlamentario por “mal desempeño de sus funciones”.
El Palacio de Justicia, imponente edificio de mármol blanco, está convertido desde hace días en un campo de batalla. Barreras de bloques de cemento cada pocos metros en todas las calles circundantes y un inmenso despliegue policial que, mientras se leía la sentencia, impidió que pudiera acceder a la escalinata la multitud apostada en la plaza de enfrente, cercada por altas verjas de hierro.
Tras leerse la condena estalló la reacción dentro de la sala de los abogados defensores y las 30 o 40 personas, en su mayoría mujeres, solidarias con los campesinos. Un año antes del juicio, el presidente del tribunal, Ramón Trinidad Zelaya, había sido detenido e imputado por tráfico de estupefacientes. Su designación para presidir “este circo”, según dijo Luis Lezcano Claude, ex ministro de la Corte Suprema y uno de los defensores de los campesinos, sería el precio que habría pagado el magistrado para zafar a una condena. Los militantes humanitarios no se han cansado de denunciar las continuas irregularidades que marcaron el juicio, así como los lazos de todo tipo existentes entre fiscales y jueces, parlamentarios, el flamante presidente del Congreso, Robert Acevedo, y hasta el presidente, Horacio Cartes.
Las tres figuras invocadas por el tribunal para condenar a los 11 mueven a risa. La ocupación de propiedad privada por los campesinos es la primera falacia. Meses antes de la masacre, unas 70 familias sin tierra habían comenzado a cultivar un predio de 200 hectáreas en una propiedad de 4 mil que pertenece al Estado desde hace cuatro o cinco décadas, donada entonces por Italia tras un abandono de años al morir sus propietarios italianos. El general Alfredo Stroessner cedió esa tierra a la Armada, que se limitó a alquilarla a sojeros y ganaderos, hasta que en 2004 el presidente Nicanor Duarte Frutos la destinó al Instituto de Reforma Agraria que, por burocracia y corrupción, fue demorando su distribución. Tras mucho peregrinar entre oficinas, un grupo de campesinos decidió incursionar y comenzar a producir alimentos en esa superficie. Cabe recordar que más que los campesinos son los dirigentes políticos vinculados a las esferas de poder los que han usurpado más tierras a lo largo de estas décadas, entre ellos el fiscal de este juicio, Jalil Rachid.
La segunda acusación fue la de “asociación para delinquir”, pero en el curso del juicio no fue presentada ninguna prueba en ese sentido. La tercera fue la de asesinato, y tampoco se pudo demostrar que los tiros que mataron a los policías hubieran sido disparados por los campesinos condenados. Por otro lado, el proceso fue contra los acusados de haber matado a los uniformados. En la masacre murieron 11 campesinos. De su asesinato no hay ningún acusado.