La decencia de los chilenos comunes

Posted by Correo Semanal on lunes, marzo 16, 2015

EL MOSTRADOR.   16 de marzo de 2015
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Socióloga, doctorada en ciencias políticas y económicas en la Universidad de Aachen de Alemania Federal.

Los chilenos comunes son aquellas personas que trabajan anónimamente para ganarse la vida sin triquiñuelas y afrontando limpiamente todas las dificultades sin contar con redes de apoyo más que sus propios méritos, conocimientos, paciencia, capacidad de aguante, constancia y sobre todo honestidad. Es la gente que paga sus cuentas, que se levanta todos los días temprano a cumplir con sus oficios, ya sean profesionales universitarios, trabajadores, campesinos, pequeños y medianos empresarios y dueñas de casa que trabajan muchas veces en medios adversos  y con dificultades para cubrir los costos de vida de sus familias. Son esos chilenos que han construido nuestro país como hormiguitas a pesar de todos los pesares y cuya principal característica es la decencia a toda prueba.

La decencia ha sido considerada por la sociología como un valor fundacional de la convivencia humana, pues pone medidas  y exigencias ético-morales naturales, que se comprendan por sí  mismas, sobre el buen y correcto comportamiento de sus miembros, de tal manera que la vida social sea viable, duradera y confiable. La decencia se asocia fundamentalmente con la conciencia del valor de la dignidad humana en el pensamiento, la palabra y la acción. “Lo que la ley no prohíbe, lo prohíbe la decencia”, nos enseñó Séneca, el filósofo y político de la antigua Roma hace miles de años. A la gente decente se le atribuyen los valores de la honestidad, la justicia, la modestia y el don de la ecuanimidad, que significa tener recato, reserva, pudor y respeto al momento de relacionarse con los otros.
Llama la atención la cantidad de artículos publicados últimamente en diversos medios que ponen en duda la condición de decencia del chileno común, que constituyen la mayoría de la población de nuestro país. Frases como “todos somos Dávalos”, aludiendo a que todos los chilenos están pendientes de sacar la tajada y hacer la movida que los haga millonarios, o que los “arreglines” se darían a nivel nacional a todo nivel, resultan sorprendentes, pues la conclusión lógica que se deriva de allí consistiría en que aquellos que critican o rechazan la corrupción, lo harían por una suerte de envidia y por no tener los medios para beneficiarse de la misma manera.
Nuestro país tiene una herencia  profunda de decencia que proviene del hombre y de la mujer comunes. Baste recordar la labor titánica de decenas de miles de profesores normalistas que llevaron la educación hasta los más remotos rincones de Chile, sorteando sacrificios personales y bajos sueldos. Los mineros, los pescadores, los trabajadores de la salud, los campesinos, los transportistas, los profesionales honestos que han estado dispuestos a contribuir al desarrollo del país renunciando a dedicarse al enriquecimiento personal. Los periodistas que defendieron la libertad de expresión con su vida en la dictadura, los cientos de miles de exiliados anónimos que nunca dejaron de denunciar las atrocidades del pinochetismo para que el sufrimiento de sus connacionales no fuera olvidado por el mundo, los sindicalistas que lucharon por los derechos de los trabajadores corriendo peligros para su propia vida a lo largo de la historia de Chile, los pequeños y medianos empresarios que no dejan de pagar los salarios a sus empleados a pesar de los malos meses en los negocios, los estudiantes que se levantaron contra el lucro, las dueñas de casa que dan vuelta el presupuesto para brindar una buena vida a sus familias, las cientos de miles de asesoras del hogar que atienden familias ajenas sacrificando muchas veces a sus propios hijos y desde luego todos los chilenos decentes que participan honestamente en política a lo largo de Chile con la esperanza de construir un país más justo. La historia de aquellos chilenos comunes que resistieron a la dictadura, los abogados de derechos humanos que protegieron a las víctimas sin esperar más retribución que su satisfacción ética de hacer lo correcto, nos obliga a reconocer su inmensa decencia y a rescatar esta tradición de honestidad en momentos donde los “indecentes” pretenden hacer creer que todos son iguales a ellos.
Llama la atención la cantidad de artículos publicados últimamente en diversos medios que ponen en duda la condición de decencia del chileno común, que constituyen la mayoría de la población de nuestro país. Frases como “todos somos Dávalos”, aludiendo a que todos los chilenos están pendientes de sacar la tajada y hacer la movida que los haga millonarios, o que los “arreglines” se darían a nivel nacional a todo nivel, resultan sorprendentes, pues la conclusión lógica que se deriva de allí consistiría en que aquellos que critican o rechazan la corrupción, lo harían por una suerte de envidia y por no tener los medios para beneficiarse de la misma manera.
El actuar de la elite instalada en el gobierno, de izquierda a derecha, cuyos sueldos autofijados son más altos que en Alemania y en EE.UU. y que comprobadamente viene hace décadas acomodando a parientes y amigos en el Estado con sueldazos impropios, que abusa, trafica influencias, encubre o banaliza las estafas a costa de los dineros de todos los chilenos, definitivamente no expresa la conducta del chileno medio, ni representa en lo más mínimo sus aspiraciones. La derivación de las culpas de la elite corrupta hacia el conjunto de la sociedad, es –por decir lo menos– insolente e irrespetuosa frente al impresionante acervo de decencia histórica de la gente común, que fue correspondida por una gran cantidad de personalidades y políticos decentes que surgieron y se destacaron en el pasado. Baste mencionar a Pedro Aguirre Cerda, a Salvador Allende, a Clotario Blest, a Luis Emilio Recabarren, Bernardo Leighton, el general Prats, el cardenal Raúl Silva Henríquez y tantos otros que enriquecieron espiritualmente a nuestro país.
Gracias a la decencia de dos profesionales chilenos comunes, el juez Gajardo y la ex abogada jefa de litigio penal del SII, Marisa Navarrete, la sociedad chilena pudo comprobar la indecencia de los políticos que ganaron sus escaños con trampa y la completa desfachatez de los empresarios de financiar a sus favoritos con recursos de todos los chilenos sin tocar sus bolsillos. La abogada Navarrete fue despedida porque su consecuencia no fue vista con buenos ojos por sus superiores y el juez Gajardo estuvo a punto de ser “sacado” del caso, si no hubiese sido por la gran presión de la opinión pública, de los medios de comunicación y del hastío que causó el enriquecimiento meteórico del hijo de la Presidenta Bachelet, que nunca condenó los hechos.
La decencia verdadera es interior, ya que consiste en íntimos pensamientos de honestidad, ideales sinceros para consigo mismo y los demás. Los grados de decencia son, por cierto, diversos, pero cuando la indecencia se apodera del aparato político y se impone la desvergüenza, la insolencia, la codicia, la arbitrariedad, la insensibilidad, la impunidad, el cinismo y la falsedad desde las más altas esferas del poder, una sociedad  como la chilena que cuenta con reservas importantes de decencia en su historia, debe rebelarse y rescatar su acostumbrada “línea de la decencia” marcando claramente la diferencia con este duopolio político-empresarial nefasto, que asola nuestro país con una desfachatez pandillera nunca antes vista en la historia de Chile.