Fabrizio Lorusso
Rebelión
Azotado de manera brutal por un sismo
de 7.3 grados Richter en 2010, Haití ha vivido en la miseria en los últimos
cinco años. Y aunque las políticas asistencialistas y las donaciones acudieron
en tropel a proporcionar ayuda a los damnificados, los fondos han sido
desviados para la construcción de hoteles de lujo, mientras el país sigue
inmerso en la pobreza. Ante la imposibilidad de celebrar comicios electorales y
de aprobar la relacionada ley electoral en el congreso, en 2014, la crisis
política, que culminó con la renuncia del Primer Ministro Laurent Lamothe, tuvo
como desenlace una oleada de manifestaciones populares y decenas de detenidos
políticos. El presidente Michel Martelly "suspendió" el parlamento el
13 de enero y ahora tiene la posibilidad de gobernar por decreto.
I- 2010-2015, donaciones, promesas y
cólera
2010. Claire viste una camisa blanca
elegante, un limpio pantalón de mezclilla y tenis nuevos para largos
recorridos. Salió de prisa, con paso firme. Brilla en medio de los escombros.
Va trotando cuesta arriba, evitando cúmulos de ladrillos, coladeras destapadas
y postes metálicos acostados sobre la banqueta. Harta de vagabundear, se sienta
en el borde de una imponente roca que invade el carril y dificulta el tráfico.
A lo largo de la Rue Delmas todo el mundo jadea, el sol parece no separarse
nunca de su cenit y la línea del termómetro no se despega de los 30 grados. El
esmog de la urbe caribeña se mezcla con el polvo de la destrucción y un
hormiguero humano, desesperanzado, va en busca de comida y motivos para no
pensar en la tragedia.
Han pasado dos semanas del terremoto,
de la tremenda sacudida que en 39 segundos mató a 250 mil personas en la
capital de Haití, Port-au-Prince o pap, como le dicen aquí. El 12 de enero, día
de la catástrofe, Claire estaba fuera de su casa y se salvó. A su primo, a su
tía y a muchos vecinos no les tocó la misma suerte. Ella todavía tiene una casa
y una madre. Un millón y medio de sus conciudadanos, en cambio, duerme en las
calles, en los jardines públicos o debajo de una carpa colectiva en los más de
mil campos de emergencia que los albergan. El más grande —Delmas, un ex club de
golf— lo presiden los militares estadunidenses y la organización Catholic
Relief Service. Hay tan sólo unas decenas de baños y regaderas para 60 mil
personas.
Claire tiene hambre. Su mamá no ha
regresado en varios días. Todo producto básico se ha vuelto escaso, un lujo.
Sólo quien logra tener un lugar en los campos puede acceder a raciones de arroz
y frijoles que se entregan a cada grupo de 15 personas, más o menos el número
de huéspedes que caben en una carpa. Los “excluidos” se las arreglan, buscan
trabajos efímeros, intercambian baratijas o piden limosna, pero ¿a quién? La
chica observa a los transeúntes, se esconde detrás de la roca, que en realidad
es lo que queda del segundo piso de una construcción. Posiblemente Claire esté
esperando a algún blanc, un extranjero a quien hablar y pedir ayuda. Me sigue.
Después de 30, 40, 50 pasos acelerados, me rebasa. Pregunta, la mirada
agachada, el tono de la voz seguro. Tomamos agua, la comida debe de estar lista
y la invito a acompañarme.
¿Adónde fue el dinero?
Después del terremoto, empezó una
hipócrita competencia de solidaridades y donaciones. ¿Quién daría más? La
Organización de las Naciones Unidas (ONU), gobiernos, empresas, ciudadanos,
sitios web, asociaciones y las más de diez mil Organizaciones No
Gubernamentales (ONG) presentes en el país vertieron una masa de promesas y
buenas intenciones, estimadas en cerca de 11 billones de dólares. Después de un
año, sólo 5% de éstas había sido presupuestado y la verdadera competencia se
dio, entonces, para ganar las licitaciones de las obras. La gestión de ese
dineral fue otorgada a la Comisión Interina para la Reconstrucción de Haití
(CIRH), bajo el mando del ex presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, y el
primer ministro haitiano, un puesto que quedó vacante por más de un año, tras
la crisis política que caracterizó el gobierno del presidente-cantante Michel
Martelly, a partir de mediados de 2011.
Por tanto, es fácil entender quién
manda en realidad sobre el uso de las donaciones. Pese al flujo de dinero
prometido, los trabajos para remover o reciclar los escombros (unos diez
millones de detritos que sepultaban la capital) tardaron más de cuatro años en
efectuarse. En los primeros dos años de “reconstrucción”, no hubo prácticamente
ningún avance, la ciudad estaba igual, como a principios de 2010.
El entonces mandatario René Préval,
quien dirigía su gabinete desde una carpa, tuvo que entregar las llaves del
país a un consorcio de bancos y gobiernos foráneos que velarían por su destino.
Hoy, más del 80% de los escombros ha sido eliminados, pero los esfuerzos de
reconstrucción se han orientado más a la edificación de lujosos hoteles,
maquiladoras y fábricas textiles que benefician más a inversores y compañías
extranjeras que a resolver las necesidades de la población.
Entre 2010 y 2012, los fondos de la
comunidad internacional para Haití alcanzaron la cifra de 6.43 billones de
dólares, pero sólo el 9% pasó, de alguna forma, por el gobierno local. El monto
de los contratos otorgados por la Agencia de los Estados Unidos para el
Desarrollo Internacional (USAID) fue de 485.5 millones de dólares, de los que
sólo 1.2% fue para empresas haitianas.
En 2012, cuando aún medio millón de
personas vivía en las carpas, el “fondo humanitario” de los ex presidentes
Clinton y George W. Bush invirtió dos millones de dólares en el hotel de cinco
estrellas Royal Oasis, un enclave dentro de un área urbana asolada. Un año
después, con 300 mil desalojados todavía en la capital, la Corporación
Financiera Internacional (IFC), parte del grupo del Banco Mundial, optó por
financiar un nuevo Hotel Marriott que generaría “hasta” 200 empleos a partir de
2015 y 300 para su construcción.
La estructura estará en buena
compañía: la estadunidense Best Western y la española Occidental Hotels &
Resorts “resurgirán” de los detritos por el bienestar turístico de la isla,
también gracias a los fondos de la solidaridad internacional y a los beneficios
fiscales inusuales que tienen en los primeros 15 años de actividad. Los
mecanismos de la cooperación y una rebanada de las donaciones sirven como
engranajes para la apertura de nuevos mercados, atractivos para las
trasnacionales y para algunas firmas de la élite nacional.
Neoesclavitud y cólera
“Haití tiene las condiciones
fundamentales para un crecimiento económico sostenido, incluyendo una fuerza
laboral competitiva, la proximidad de grandes mercados y atractivos turísticos
y culturales únicos”, según Ary Naim, representante de la IFC en el país
caribeño. Su frase sonaría cínica para muchos haitianos, ya que una situación
laboral “competitiva” significa, para muchos de ellos, sweatshops, o sea
“fábricas miserables” —implantadas por inversionistas estadunidenses— poco
proclives a respetar las normas sobre el salario mínimo nacional de cuatro
dólares y medio (ya de por sí muy bajo) y en las que trabajan bajo un régimen
de sobreexplotación.
Otra paradoja de la cooperación,
ligada también a la presencia militar extranjera en Haití, tiene que ver con la
terrible epidemia de cólera que azota el país desde hace cuatro años y medio.
Un estudio de 2011, publicado por los Centros para el Control y la Prevención
de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos, estableció
que el cólera, desaparecido de Haití hace 150 años, fue reintroducido por el
contingente nepalés de los Cascos Azules, desplegado tras el sismo de 2010
dentro de la Minustah, la controvertida misión de paz de Naciones Unidas. Sin
embargo, la ONU tardó 813 días en reconocer su implicación en la difusión de la
epidemia y en pedir disculpas. Hoy se cuentan nueve mil muertos y 750 mil
contagios y erradicar el cólera costará 2.2 billones de dólares.
En 2014 y 2015, con cerca de 140 mil
personas todavía dispersas en 243 campos, la inversión internacional no apunta
a la construcción de vivienda, sino a los proyectos hoteleros y a la
expropiación y privatización de las costas e islas haitianas, como en el caso
de la Île à Vache. Este pequeño paraíso del suroeste se ha vuelto el objetivo
de empresarios estadunidenses y dominicanos, entre otros. El Colectivo de
Campesinos de Île-à-Vache (KOPI), fundado en 2013, lucha para defender a los
pobladores de la emigración forzada, de la expulsión de sus propias tierras y
de la crisis alimentaria y ambiental que los nuevos megaproyectos turísticos
están acarreando: deforestación, reducción de los cultivos y 20 mil habitantes
alejados por la fuerza policiaca de las “brigadas motorizadas”, a cambio de la
promesa de dos mil empleos, auspiciados por los operadores turísticos en la
región, y mil 500 residencias que ocuparán enteramente las costas.
El Colectivo no es contrario al
turismo, sino que combate los efectos nefastos de los proyectos que afectan a
las comunidades locales, obligándolas a migrar hacia las ciudades y a trabajar
en las fábricas miserables.
Flashback
2010. Claire mira a su alrededor,
curiosa. Su francés es claro, no utiliza casi el criollo, idioma que yo no
entendería, de todos modos. Estamos frente a la casona sede de Aumohd, la
asociación de abogados para la defensa de derechos humanos en Haití que me da
hospedaje. Su presidente, Evel Fanfan, es incansable; trabaja con presos
políticos y sindicatos. La hora de la comida en Aumohd es un ritual. Los que
dormimos en la casa preparamos diariamente una cantidad de alimentos para 15
000 personas: arroz, chicharos, frijoles, cebollas, salsas de pescado molido y
cuscús, que aquí llaman Pití Mí (Pequeño Yo) y pastas que traje de México.
Claire come doble, ríe y se lleva una porción para su mamá, en caso de que
regrese pronto. Au revoir, se despide; no vuelve jamás.
El hambre de Haití
En la actualidad 80% de los diez
millones de haitianos vive en la pobreza. Un millón y medio padece hambre y
seis millones 700 mil no satisfacen con regularidad sus necesidades
alimentarias. Una quinta parte de los niños padece desnutrición. La culpa no es
del terremoto o del cólera. La “industria del hambre” ha sido históricamente un
gran negocio: se crean mercados cooptados en los países “asistidos” mientras
que, en Estados Unidos, los productores subvencionados participan en los programas
de ayuda y venden al gobierno sus cosechas. Éste, a su vez, las entrega a
diversas ONG y asociaciones que incluso pueden fungir como intermediarios y
revenderlas, generando efectivo para sus operaciones.
En los ochenta, el Fondo Monetario
Internacional (FMI), el Banco Mundial y Estados Unidos presionaron a Haití para
que fijara los aranceles más bajos a la importación de productos agrícolas del
Caribe, lo cual perjudicó el agro nacional. Tras el sismo, ríos de alimentos
inundaron Port-au-Prince, afectando nuevamente la producción nacional. Cinco
años después, los escombros de Haití quedan ahí, desafiando el olvido, entre
hambre, cólera y fallas estructurales.
II- Intervencionismo y hambre
En abril de 2014, el World Food
Program –Programa Mundial Alimentario– lanzó una alerta sobre la crisis de
inseguridad alimentaria de la región norte-oeste de Haití. Sin embargo, en
lugar de funcionar como denuncia de las causas reales del problema o como estímulo
hacia el gobierno y la comunidad internacional para que intervinieran y
fomentaran la producción agrícola local, el aviso sirvió como excusa para
llamar a mayores esfuerzos en las donaciones desde el exterior. Entonces, se
favoreció la llegada de productos importados. Pasó lo mismo en 2010, tras el
sismo que dejó 250 mil víctimas en la capital, Puerto Príncipe, así como un
millón y medio de personas sin techo. Todavía hoy, 140 mil haitianos viven bajo
carpas en los campos de desplazados.
“El país tiene una necesidad
desesperada de alimentos y de asistencia para la nutrición”, remarcó en abril
Peter de Clercq, representante de la MINUSTAH, la misión militar de Naciones
Unidas para la “estabilización de Haití”. Hace décadas que las peticiones
lanzadas por alguna agencia internacional legitiman respuestas que raramente
persiguen los intereses de la población de los países “asistidos”, sino más
bien sirven a los objetivos de las multinacionales de la solidaridad y del
comercio, de las potencias económicas y, asimismo, de las asociaciones
religiosas foráneas. Pese a las “ayudas”, en los últimos cuatro años el precio
del frijol, del arroz y otros alimentos creció cuarenta por ciento y se
multiplicaron las protestas populares, sobre todo en el norte, en el distrito
de Cabo Haitiano.
For Haiti With Love es un nombre que
suena bien, aunque un poco cursi. Es una organización cristiana sin fines de
lucro que sabe aprovechar las ocasiones que se abren tras cada crisis
alimentaria y los pedidos de ayuda de alguna institución internacional. “Para
Haití con Amor” pidió a sus simpatizantes un esfuerzo mayor en estos términos:
“Tenemos que rezar verdaderamente para que más gente se interese por Haití y
ayude a compartir el fardo de las ayudas allá, pero la ayuda financiera directa
es lo que más necesitamos realmente justo ahora.”
Así, paliando sufrimientos,
tapando alguna falla con alimentos importados y oraciones, la protesta social y
la inconformidad de los agricultores locales se va aliviando y los negocios
pueden seguir.
El país caribeño tiene una tasa de
pobreza del ochenta por ciento de la población, con un salario mínimo de 4.5
dólares al día que muchas empresas no quieren pagar. Veinte por ciento de los
niños padece desnutrición, un millón y medio de personas pasa hambre y 6.7
millones tienen dificultades para cubrir su necesidades nutricionales básicas.
Los programas asistenciales no han mejorado la situación y, por el contrario,
han creado dependencia. La prensa mundial tiende a presentar los problemas de
Haití de manera tendenciosa, extrapolándolos de su historia y del contexto
neocolonial en que se engendraron, como si la pobreza endémica, la
deforestación, el cólera, los daños de las catástrofes naturales y el arrebato
de la soberanía hubieran sido producidos por un pueblo inconsciente o por un
clima adverso.
En cambio, se minimizan las
responsabilidades de gobiernos y agencias extranjeras que se reparten
donaciones, programas y prebendas, y de las multinacionales que dominan la
economía de la isla. Lo mismo pasa con el papel de la corrupción e ineptitud de
la élite política nacional, aliada con la de las potencias más influyentes en
la historia haitiana, como Francia, Estados Unidos y Canadá. Poco se habla de
los despilfarros y costos logísticos de las más de 10 mil ONG presentes en
Haití que, en la mayoría de los casos, constituyen más del sesenta por ciento
de su presupuesto.
También la militarización de Haití es
un hecho incontrovertible y poco mencionado. La comunidad internacional ha
preferido invertir en misiones armadas, prácticamente desde principios de la
década de los años noventa del siglo pasado, y no en el desarrollo y la
democratización; baste recordar que ha habido dos golpes de Estado y miles de
asesinatos políticos en los últimos veinte años en Haití. El territorio es
ocupado por ejércitos extranjeros cada vez que hay alguna crisis, como sucedió
después del terremoto, cuando llegaron más de 20 mil marines estadunidenses,
así como centenares de soldados de otros países. Además, Haití es controlado permanentemente
por una fuerza internacional, la MINUSTAH, que desarrolla tareas policíacas y
militares, fuera del control del Poder Ejecutivo haitiano, que no cuenta con
fuerzas armadas propias.
La injerencia de milicias foráneas se
ha justificado con la presunta violencia de las ciudades haitianas y con los
conflictos políticos internos que generarían inestabilidad en toda la región.
En realidad, el verdadero afectado por las crisis caribeñas es Estados Unidos,
donde reside cerca de un millón de haitianos y se vive con miedo la reanudación
de flujos migratorios “no deseados”. Además, Haití no es un país violento: su
tasa de homicidios es de siete por cada 100 mil habitantes, mientras que el
promedio del Caribe es de diecisiete; en México dicho índice llega a
veinticuatro y en Honduras alcanza noventa y uno.
Farol de la ONU
En la Asamblea de la ONU, en
septiembre del año pasado, el presidente Enrique Peña Nieto anunció la
intención de que México participe en las Misiones de Mantenimiento de la Paz de
las Naciones Unidas que son aprobadas por el Consejo de Seguridad. Se enviarán
contingentes civiles y militares para integrarse a los Cascos Azules, lo cual
es una novedad para la política exterior mexicana y su tradición castrense no
intervencionista. Ya hay países latinoamericanos, como Uruguay, Brasil,
Venezuela, Bolivia y otros nueve, que mandan tropas al extranjero, bajo el
control de la ONU y, asimismo, asignan personal civil y grupos de profesionales
a las misiones. Como parte de la comunidad internacional, las misiones apuntan
a la creación de “cierto estatus” para los países, más allá de las presuntas
“responsabilidades” o compromisos “morales” y “democráticos” que se enarbolan
para justificarlas.
La estrategia para generar
“prestigio” manu militari, aun en el ámbito de Naciones Unidas, y la política
de “potencia regional mediana” estaban detrás del anuncio presidencial, junto a
la aspiración de contar más en el concierto mundial y en sus instituciones, y
quizás ocupar un asiento permanente en el Consejo de Seguridad. Hay otros
países, como Noruega, Suiza o Cuba, que prefieren elevar su “estatus” sin hacer
hincapié en las milicias o únicamente en los intereses de los “jugadores
globales” dominantes, sino que se ganan respeto con el soft power, el poder
blando, es decir negociando acuerdos de paz, intermediando en conflictos
armados, ofreciendo recursos, servicios e instituciones en el exterior y
generando confianza mediante su imparcialidad o capacidad negociadora. Pero no
es el camino que Peña Nieto parece privilegiar.
Entre las diecisiete misiones ONU en
el mundo, en México se mencionó un caso específico para arrancar: el de Haití y
la MINUSTAH, ya que allí la operación es “encabezada por países
latinoamericanos” y “México de manera natural tiene un lugar”, según dijo la
exembajadora Olga Pellicer. Cabe destacar que la MINUSTAH está bajo el mando de
Brasil y hablar, en este caso, de “misión de paz”, es un eufemismo. La Misión
en el país caribeño tiene tareas de policía y militares para el control, mejor
dicho “la ocupación”, del territorio.
Además de ser responsables de la
epidemia de cólera que ha cobrado casi 9 mil víctimas y producido más de 750
mil contagios en cuatro años y medio, los cascos azules brasileños,
latinoamericanos y de otras regiones se han manchado con crímenes y abusos a
los derechos humanos desde su llegada en 2004 hasta la fecha. Por ejemplo, los
perpetrados por las misiones de “pacificación” en el barrio de Cite Soleil a
cañonazos, causando la muerte de decenas de inocentes, para buscar a presuntos
delincuentes y a seguidores del expresidente Jean Bertrand Aristide, víctima de
un golpe y deportado por militares estadunidenses en febrero de 2004.
Precisamente su expulsión forzada, orquestada por laCIA y el International
Republican Institute de Estados Unidos y otras potencias hegemónicas en la
isla, como Francia y Canadá, justificó la entrada del ejército de la ONU en
apoyo al régimen antidemocrático (2004-2006) del presidente Alexandre Boniface
y su primer ministro Gérard Latortue, en el cual hubo 4 mil asesinatos
políticos. Los Cascos Azules y la ONU tardaron casi tres años en reconocer su
responsabilidad frente a la epidemia de cólera, y el plan de erradicación de la
enfermedad costará 2.2 billones de dólares.
La MINUSTAH ha tenido tareas positivas
de protección de la población tras catástrofes naturales y en momentos de
conflictividad política, pero también ha actuado como fuerza extranjera de
control social, al margen de las decisiones del gobierno local y al servicio de
Estados Unidos, principalmente. Los mecanismos, a veces perversos, de la
cooperación internacional y las misiones que desde hace más de veinte años, con
nombres diferentes, han sido conducidas por la “comunidad internacional” en
Haití, han tenido resultados controvertidos y dudosos, si no es que
desastrosos, quitando soberanía al país y provocando constantes protestas de la
población. México no ha participado en los asuntos militares y policíacos de
Haití, o sea la MINUSTAH, lo cual a todas luces, hasta la fecha, ha sido una
ventaja.
La industria del hambre
Las alarmas sobre crisis alimentarias
acaban llenando los bolsillos de productores e intermediarios estadunidenses,
de agencias gubernamentales e “independientes” que administran el flujo de
alimentos y dinero. Haiti Grassroots Watch (HGW) es uno de los pocos medios que
informa cabalmente sobre esta cuestión, entre otras. ¿Por qué Haití tiene
hambre y este flagelo es más fuerte ahora que en los últimos cincuenta años?,
pregunta en un artículo en su página web. Los representantes de la Red Nacional
para la Soberanía y Seguridad Alimentaria (RENAHSSA) atribuyen al gobierno el
empeoramiento de la situación, pero hace ya mucho tiempo que economistas,
agrónomos y expertos diseñan proyectos y ganan licitaciones, contratos y becas para
supuestamente encarar el hambre.
Los donantes dan billones de dólares
en “ayudas alimentarias”, “para el desarrollo” y la “asistencia humanitaria”, y
controlan programas de fomento que no tocan las causas estructurales del
hambre, que son al menos seis, según HGW: 1. La pobreza, la precariedad
salarial y la privatización de todos los servicios; 2. El régimen de la
propiedad de la tierra, la falta de su gestión racional, la inexistencia de un
registro y el uso clientelar de la tierra; 3. El neoliberalismo, que impuso
aranceles bajísimos sobre los productos importados hace más de veinte años y
causó éxodos del campo a las ciudades, sobrepobladas y peligrosas, como también
se vio con el sismo de 2010, cuando murieron más personas en los barrios más
poblados, pobres y hacinados; 4. El aumento demográfico con producción agrícola
estancada, basada en técnicas obsoletas y abandonada por el Estado; 5. El
impacto negativo de la “asistencia” internacional que actúa según coyunturas y
emergencias, por sus propios intereses, fuera del poder del gobierno local; 6.
Las ineficiencias del mercado interno, los oligopolios de los importadores de
comida que mantienen altos los precios.
Según HGW, más del cincuenta por
ciento de la ayuda alimentar para Haití proviene de programas gubernamentales
estadunidenses. Sólo una pequeña parte pasa por el Ejecutivo haitiano, pues la
mayoría es administrada por agencias como el World Food Program y contratistas
como World Vision, CARE, ACDI-VOCA y Catholic Relief Service. Estas “importaciones”
de bajo costo hacen competencia o dumping a la producción haitiana y generan
recursos para las ONG. El gobierno de Estados Unidos compra arroz, trigo,
harina, aceites, pollo y frijoles a sus productores, y luego los envía a las
organizaciones que pueden revender los alimentos y obtener efectivo para sus
propios proyectos. La industria del hambre es un gran negocio para el cual se
crean mercados cautivos en los países receptores de la ayuda, ahogando la
expansión de la agricultura local. También por ello el hambre es una plaga
endémica que se relaciona con los mecanismos de la cooperación internacional y
la imposición externa de políticas comerciales depredatorias.
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