México - Matanza de Tlatlaya: PRI=Masacre en Iguala: PRD
Manuel Aguilar Mora
México, DF, 7 de octubre de 2014
En los últimos meses la descomposición política y social del país se
profundizó confirmando así los augurios nefastos que desde su inicio anunciaba
ominosamente el presente gobierno de la restauración priista de Peña Nieto. Los
tenebrosos acontecimientos ocurridos en Tlatlaya en el estado de México y
después los de Iguala en el vecino estado de Guerrero vienen a corroborar por
completo lo anterior.
De hecho la conmoción política producida por estos espantosos
acontecimientos que sacuden y horrorizan a la opinión pública nacional en estos
momentos, se ha dado en un brevísimo periodo de no más de dos semanas debido a
que los fusilamientos de Tlatlaya, aunque ocurridos el pasado 30 de junio,
llegaron al conocimiento de la opinión pública nacional hasta finales de
septiembre, coincidiendo así con la otra masacre de decenas de estudiantes
perpetrada en Iguala, Guerrero, precisamente el 26 de septiembre.
21 personas, entre ellas una muchacha menor de edad, fueron abatidas a
quemarropa por el ejército en Tlatlaya, México, en la frontera con Guerrero.
Tuvo que ser una información de la Associated Press la que obligó a que los
medios de comunicación nacionales informaran casi tres meses después al público
mexicano de lo ocurrido. La indignación de amplísimos sectores populares no se
hizo esperar y se ha sumado a la conmoción producida ante el horror de la
masacre de estudiantes normalistas en Iguala. Los escándalos de estas crudas y
bárbaras represiones han escalado a niveles mayúsculos siendo muchísimas sus
repercusiones; las que sucediéndose como una cascada, confrontan al gobierno de
Peña Nieto y sus aliados del PRD en el Pacto por México a una de sus peores
crisis.
La matanza de Tlatlaya
En los dos casos represivos, la información de lo ocurrido ha salido a
contra corriente de los medios de información oficiales e incluso han agarrado
desprevenidos a los pocos medios independientes existentes. En el caso de
Tlatlaya esto tiene su explicación directa porque el protagonista principal de
la represión ha sido el ejército cuya primera versión, que el gobierno estatal
mexiquense de Eruviel Ávila y el federal de Peña apoyaron durante meses, era de
una simplicidad rayana en lo inverosímil. Según ella los militares se
enfrentaron a delincuentes que los tirotearon primero, lo cual los obligó a
defenderse. Pero, extrañamente, ningún soldado se reportó como caído en el
tiroteo y sólo gracias a las declaraciones de tres mujeres (una de ellas madre
de la muchacha asesinada), cercanas a la escena del crimen, que contradijeron
esa versión, afirmando que las víctimas se habían rendido ante los militares,
quienes sádicamente los ultimaron a sangre fría, sólo así comenzó a salir a la
luz pública el carácter siniestro de lo sucedido en Tlatlaya y a conocerse con
más precisión lo ocurrido. Por ejemplo, fue evidente que los militares tardaron
varias horas hasta que llamaron a las autoridades judiciales, horas que
utilizaron para hacer el montaje de “la escena del enfrentamiento” con los
cadáveres sembrados, todos ellos con un arma a su lado, en una maniobra
grotesca que fue fácilmente desbaratada.
Los jóvenes ultimados, entre los 17 y 24 años, todos ellos aparecían como
los típicos miembros de las bandas compuestas por desempleados del devastado
medio rural mexicano, carne de cañón primaria de los cárteles de narcos,
extorsionadores y secuestradores, cuyos jefes, ellos sí, están vinculados con
las autoridades y son parte de las élites regionales.
La gravedad de los hechos salpicó al gobernador Ávila y a su procuraduría
quienes avalaron durante meses la versión de la Secretaria de la Defensa
Nacional (Sedena). Sólo hasta que las evidencias abrumadoras señalaban que el
enfrentamiento era un hecho, aceptaron que había responsabilidades que fincar a
los militares por la ejecución de las 21 personas efectuada después.
Muy tardíamente involucrado, el presidente de la Comisión Nacional de
Derechos Humanos (CNDH), Raúl Plascencia V., en vez de encargarse de investigar
a fondo los hechos, también avaló la versión inicial del ejército, provocando
la iracunda reacción de los organismos defensores de los derechos humanos
agrupados en el Comité Ciudadano para el Rescate de la CNDH que han pedido su
renuncia y se oponen rotundamente a su reelección como presidente la cual
Plascencia Villanueva intenta llevar a cabo actuando más como un simple
funcionario gubernamental que como un defensor de los intereses ciudadanos.
Finalmente la PGR ha “atraído” el caso y ya el procurador de la República
ha declarado sobre la investigación y de la detención de una decena de militares
que participaron en el crimen de Tlatlaya.
Esta matanza es la comprobación fehaciente que Peña Nieto sigue aplicando
la política iniciada por el anterior presidente Calderón que consiste en llevar
la violencia militar a las calles del país profundizando la represión, la
corrupción y la impunidad que asuelan al territorio nacional.
La masacre de Iguala
Si en el caso de Tlatlaya la indignación fue mayúscula, la masacre de los
estudiantes normalistas en Iguala ha horrorizado a todo el país: la represión
ha llegado a niveles que hacen recordar los años nefastos de los gobiernos de
Díaz Ordaz y Echeverría en los 60's y 70's con su estela de masacres en
Tlatelolco, San Cosme y de la llamada “guerra sucia”: todos ellos crímenes de
estado que marcaron indeleblemente la historia de México en la segunda mitad
del siglo XX.
Las víctimas de la masacre de Iguala son los más de 500 estudiantes de la
Normal Rural de Ayotzinapa del municipio de Tixtla, la más aguerrida entre las
aguerridas nueve normales rurales que existen en el estado de Guerrero. Ellos
junto con miles de sus compañeros en todo México han emprendido una campaña
contra la política educativa de Peña Nieto votada por las cámaras legislativa
el año pasado y entre cuyas metas principales está la restricción, si no es que
desaparición completa, de las escuelas normales rurales, centros de cultura y
educación de las poblaciones más marginadas del país, las comunidades
indígenas. Su lucha firme e intransigente provocó su criminalización por parte
de los tres niveles gubernamentales en Guerrero y en todo el país, causa
fundamental de la represión de que son víctimas desde siempre.
En una de sus giras por el estado el 26 de septiembre, dos camiones
repletos de estudiantes fueron detenidos en Iguala, al norte del estado y
balaceados impunemente por la policía resultando muertos seis personas, entre
ellos tres estudiantes y un jugador de un equipo de futbol cuyo autobus pasaba
por los sitios en que se daba la balacera, además de una veintena de heridos.
Los policías arrestaron a 43 jóvenes los subieron a sus camionetas y se los
llevaron por rumbos desconocidos. Durante diez días los estudiantes
permanecieron desaparecidos, produciendo un verdadero furor de enojo en las
poblaciones de Iguala, Chilpancingo, Acapulco y otras poblaciones de Guerrero.
Finalmente el 4 de octubre en la sierra vecina de Iguala se descubrió una fosa
con una veintena de cadáveres, casi sin duda alguna pertenecientes a una parte
de los estudiantes que fueron secuestrados, ultimados y luego quemados sus
restos.
Tuvo que ser literalmente mundial el clamor de indignación que acompañara a
las protestas nacionales para que el presidente Peña Nieto entendiera que el
asunto no era “meramente local” como había declarado su secretario de
Gobernación Osorio Chong y que competía por entero a la procuraduría federal
(PGR). En una pieza oratoria ambigua y elusiva políticamente, reconoció el 6 de
octubre, más de diez días después de ocurridos, la envergadura colosal de los
hechos; siendo el procurador de la República quien se encargó de informar sobre
las medidas tomadas por el gobierno federal: intervención de la gendarmería
nacional y de elementos de la Marina que toman el mando en Iguala, destitución
de muchos funcionarios municipales y el arresto de más de una veintena de
policías participantes en los hechos, una investigación forense de los restos
para su identificación y persecución del alcalde José Luis Abarca y de su jefe
policíaco Francisco Salgado que se fugaron con la tácita anuencia de las
autoridades al mando del gobernador de Guerrero Ángel Aguirre.
El PRD en la mira
Así como en el caso de Tlatlaya ha sido el PRI y el gobernador mexiquense
quienes han salido a relucir en la primera fila del escándalo, los
protagonistas políticos involucrados en los crímenes de Iguala son las
autoridades estatales guerrerenses encabezadas por el gobernador Aguirre y las
municipales de Iguala encabezadas por José Luis Abarca Velázquez, todos ellos
miembros del PRD, el partido que desde hace más de dos décadas gobierna a
Guerrero.
Las investigaciones tanto oficiales como de los sectores civiles dedicados
a la defensa de los derechos humanos y en general los medios de
comunicación han mostrado un panorama aterrador, el cual confirma hasta la
saciedad lo que se sabía pero se trataba de ocultar o minimizar: la penetración
directa y sin tapujos de los grupos delincuenciales en todos niveles de los
órganos del estado. En Iguala el alcalde José Luis Abarca, así como su jefe
policíaco Francisco Salgado (hoy fugados) eran personas directamente vinculadas
con bandas de sicarios, algunas conocidas con los nombres de Guerreros Unidos y
La Familia, muchos de cuyos miembros integraban la nómina de los policías del
ayuntamiento.
Disponiendo de amplios recursos financieros Abarca logró ser el alcalde de
Iguala apoyado por la corriente hegemónica en el PRD de los Chuchos formalmente
llamada Nueva Izquierda. Sus trapacerías eran ya bien conocidas y denunciadas,
las cuales incluían crímenes, como el cometido contra tres miembros perredistas
uno de ellos fundador del partido en la ciudad Arturo Hernández Cardona,
quienes fueron ultimados en marzo de 2013. La viuda del primero, Sofía Mendoza,
apoyada por Raúl Vera López el obispo de Saltillo, condujo una campaña
ante las autoridades federales para que el asesinato de su esposo fuera
investigado por la PGR. Se encontró ante un muro de indiferencia que la llevó a
recurrir a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) la cual
precisamente unos días después de la masacre emitió una advertencia con
carácter vinculante al gobierno de México urgiéndole a la presentación de los
43 estudiantes desparecidos.
El 4 de octubre, el mismo día del descubrimiento de las fosas con los
cadáveres de los estudiantes, en uno de los hoteles más lujosos del centro
histórico de la ciudad de México se realizaba el Consejo Nacional del PRD en el
que se elegiría al nuevo dirigente del partido, quien resultó ser, como era ya
sabido ampliamente, Carlos Navarrete, otro de los jefes de los Chuchos. En las
fotos y noticieros siempre a su lado figuraba de manera prominente, ni más ni
menos, que el gobernador Ángel Aguirre, quien al día siguiente debía reconocer
que “podría renunciar a la gubernatura” si dicha renuncia ayudaba al
esclarecimiento de la masacre. Por su parte, Navarrete anunció que el 7 de
octubre su primera acción como presidente sería ir con todos sus secretarios a
Chilpancingo a realizar un acto de “apoyo a las instituciones estatales que
habían realizado a cabalidad su labor”, entre ellas, por supuesto, la del
gobernador Aguirre, uno de los personajes más oscuros de la política
guerrerense quien hace 19 años, en esta ocasión como priista, ya había sido
gobernador interino del estado sustituyendo al cacique histórico Figueroa
Alcocer que debió renunciar con motivo de otra matanza de campesinos en el
poblado de Aguas Blancas.
Decenas de organizaciones civiles, políticas, sindicales, estudiantiles, de
colonos, de defensa de los derechos humanos, religiosas y pueblo en general
anuncian su participación en la manifestación que se realizará el 8 de octubre
en la ciudad de México, la cual seguramente será acompañada por otras en
diversos puntos del país.
La crisis de Tlatlaya y de Iguala será un factor que afectará a la dura
capa gobernante del país, a sus partidos, a sus dirigentes. También el otro
partido que con el PRI y el PRD integra el trío de partidos gobernantes
nacionales, el PAN confronta una crisis que se pudo apreciar en la elección de
su presidente y ante todo en lo sucedido con motivo de la peor catástrofe
ecológica sucedida en el país desde la del Ixtoc en los años 80’s. En Sonora
paralelamente a las masacres mencionadas se produjo el peor desastre ecológico
reciente al desbordarse ingentes contaminantes tóxicos de las represas de la
mina Buenavista del Cobre de la región de Cananea que afectaron al río Sonora y
a sus afluentes. El cinismo del gobernador Guillermo Padrés Elías, el primer
gobernador panista de la entidad, fue el ingrediente político que vino a
demostrar por enésima vez lo funesto de los gobernantes, ya sean priistas,
panistas o perredistas, que dominan la vida política de México.
Desastres humanos consecuencias directas de la represión y las matanzas
impunes, devastación del medio ambiente y destrucción de los recursos
naturales, con una capa gobernante cada vez más desvergonzada y cínica en su
representación y defensa de los intereses de las élites económicas y sociales
en detrimento de las abrumadoras mayorías populares empobrecidas y explotadas.
Ese es el panorama que se delinea atroz y trágicamente ante nosotros en
esta hora del devenir de México. Un panorama que la necesaria realización de la
tarea más urgente y vigente en el seno de los sectores más conscientes y
responsables de las vanguardias revolucionarias, la construcción de la
organización partidaria independiente, democrática y socialista de los
trabajadores y sus aliados populares.
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