Gaza - Los niños sin rostro
Cómo las televisiones muestran los
ataques
Robert
Fisk
The Independent
Página/12, Buenos Aires, 23-7-2014
Morir es una cosa, que lo conviertan
en un borrón es otra cosa. El borrón es la extraña “nube” mística que los
productores pusilánimes de televisión colocan sobre la imagen de un rostro
humano muerto. Ellos no están preocupados porque los israelíes se quejen de que
la cara de un palestino muerto demuestra la brutalidad israelí. Ni porque la
cara de un israelí muerto convertirá en bestia al palestino que lo mató. No.
Están preocupados por la Oficina de Comunicaciones. Están preocupados por las
reglas. Están preocupados por el buen gusto –algo que estos tipos de la tevé
conocen bien–, porque tienen miedo de que alguien grite si ve en las noticias a
un verdadero humano muerto. En primer lugar, vamos a dejar de lado todas las
excusas habituales. Sí, acepto que hay una pornografía del morbo. Llega un
punto, tal vez –aunque, que yo sepa, esto nunca se demostró–, donde la repetida
visión de carnicería humana puede llevar a otros a cometer actos de gran
crueldad. Y llega un punto en que filmar un cadáver terriblemente mutilado
muestra –vamos a usar la palabra, sólo una vez– una falta de respeto por los
muertos. Del mismo modo que cuando cerramos la tapa de un ataúd, llega un punto
en que debemos bajar la cámara.
Pero yo no creo que sea por eso que
se borronean los rostros de los muertos. Creo que una cultura rastrera y
cobarde de evitar la muerte en televisión se está adueñando de los jóvenes
insípidos que deciden lo que debemos y no debemos ver de la guerra, una
práctica que tiene implicaciones políticas muy graves.
Porque ahora estamos llegando a un
punto en el que los niños muertos de Gaza –olvidemos las mujeres y los hombres,
por un momento– no tienen rostros. Un cuerpo pequeño se puede mostrar, pero su
cara –la imagen misma de su alma, sobre todo si no está dañado por las heridas
que causaron la muerte del cuerpo– debe ser cruelmente borroneada por una
burbuja científica, entonces matamos al niño una segunda vez. Permítanme
explicar.
Cuando están vivos, los niños pueden
ser filmados. Se pueden mostrar en la televisión. Si están heridos –siempre que
las lesiones no sean demasiado terribles– se nos permite verlos en su
sufrimiento. A nosotros, como naciones, no nos importan mucho, por supuesto. De
ahí nuestra negativa, por ejemplo, a intervenir en el baño de sangre de Gaza.
Podemos sentir piedad por ellos –podemos llorar por ellos– pero no los
respetamos. Si lo hiciéramos, estaríamos indignados por sus muertes. Pero una
vez que estén muertos, debemos mostrarles un respeto que nunca les demostramos
cuando estaban vivos. Se debe mantener la privacidad de su asesinato
protegiendo sus rostros.
Al Jazeera mostró a un lloroso padre
palestino llevando a su bebé recién muerta a un cementerio de Gaza. Tenía el
pelo negro y rizado y la cara de una niña gentil, muerta como si estuviera
durmiendo, la inocencia hecha carne, un ángel a quien –todos nosotros– habíamos
matado. Pero la mayoría de los canales de televisión del Reino Unido –y en la
bbc se han convertido en expertos en esta censura– destruyeron su rostro con un
borrón gris. Nuestros maestros de televisión nos permitieron ver su pelo rizado
negro. Pero debajo del pelo estaba ese asqueroso borrón. Y a medida que era
trasladada la niña, el borrón se movía junto con su cara. Era un insulto al
padre y a la niña.
¿No la había llevado en sus brazos
–en público, hasta el cementerio– para mostrarnos el grado de su pérdida?
¿Acaso no quería que viéramos la cara del ángel que acababa de morir? Por
supuesto que quería. Pero los tramposos de la televisión británica –cobardes,
temerosos de sus propios maestros– decidieron que no se debe permitir a este
padre mostrar la magnitud de su pérdida. Tuvieron que desfigurar a su hija con
esa mancha repugnante. Convirtieron a una niña en una muñeca sin rostro.
Esto no tiene nada que ver con la
demanda ¡oh-tan-moral! de la Oficina de Comunicaciones de que el público nunca
debe ver el “punto de la muerte” –aunque ha mostrado a una palestina de Gaza
muriendo en la sala de operaciones en un documental de televisión de 1992, y
constantemente se nos muestran replays de periodistas de televisión en Bagdad a
los que se les dispara a muerte desde un helicóptero de Estados Unidos–. Y no
tiene nada que ver con el “buen gusto”, sea lo que fuere. Personalmente, creo
que la visión de las armas israelíes o los cohetes de Hamas es de un mal gusto
repugnante –son, después de todo, los dealers de la muerte, ¿no es así?–, pero
no, la televisión absorbe estas escenas terribles. Debemos verlos. No hay
problema. Las armas son buenas. Los cuerpos son malos. Oh, qué guerra encantadora.
Sé que muchos de mis colegas de la
televisión están furiosos por esta censura de la muerte. “Ridículo, absurdo y
cada vez peor”, fue como mi viejo compañero Alex Thomson, de Channel Four,
reaccionó cuando lo llamé para hablar de ésta, la más potente de la autocensura
de la semana pasada. Recordó cómo los teleespectadores británicos pudieron ver
al personal médico recogiendo partes de cuerpos de la estación de autobuses de
Oxford Street, en Belfast, el Viernes Sangriento de Irlanda del Norte. Esto,
por supuesto, hizo hincapié en la maldad del ira. E históricamente no somos en
absoluto aprensivos acerca de mostrar a los muertos. Los documentales todavía
muestran a las excavadoras del ejército británico colmadas de miles de
cadáveres de judíos desnudos en fosas comunes en el campo de concentración de
Belsen en 1945. Estos últimos seis meses hemos televisado miles de imágenes de
soldados muertos –desfigurados, mutilados, pudriéndose– en documentales de gran
alcance sobre la guerra de 1914-18. ¿Hay un límite de tiempo a la muerte, como
lo hay en los crímenes de guerra?
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