La dignidad de Argentina
José Aylwin
La nacionalización por el gobierno de Cristina Kirchner de YPF (Yacimientos Petrolíferos Fiscales), del cual el 57 por ciento de acciones se encuentran en poder de la española REPSOL, ha sido tema de debate los últimos días. La medida propuesta por la Presidenta de Argentina ha logrado un apoyo masivo en el país transandino. Tal apoyo se ha manifestado también en el Congreso, donde a los votos del gobierno se anticipa se sumarán los de sectores opositores, esperándose que el proyecto para materializar la expropiación sea aprobado esta semana con una gran mayoría. Incluso el senador Carlos Menem, bajo cuyo gobierno se impulsó la privatización de empresas públicas, incluyendo la de YPF, manifestó su intención de votar a favor de esta nacionalización, fundando su decisión en la mala administración de YPF por la empresa española.
Las reacciones desde España han sido desmedidas. El gobierno del conservador Rajoy, confundiendo lo público con lo privado, salió en una defensa corporativa de los intereses de REPSOL como si fueran los del propio estado, amenazando a Argentina con el cierre de mercados de compra, como el de los biocombustibles. REPSOL, por su parte, ha adelantando que recurrirá al arbitraje de CIADIS, entidad vinculada al Banco Mundial, y valoró sus acciones en 10 mil500 millones de dólares, cifra a todas luces muy superior al valor real de las inversiones que efectuara en YPF.
Las reacciones desde el gobierno chileno han sido las esperadas para una administración para la cual la defensa de la propiedad privada y de los intereses de las grandes corporaciones, por sobre los intereses de los chilenos, constituye una prioridad. Las autoridades gubernamentales y sus aliados políticos han acusado a Argentina de falta de seriedad, de retrotraer a América Latina a la década del 70’, y de afectar intereses chilenos -bastante exiguos de acuerdo a toda la información disponible- asociados a REPSOL en su operación de YPF.
Esta medida de la Presidenta Kirchner que busca retomar el control público de YPF, como sabemos, no es una de carácter aislado. Ella forma parte de un conjunto de iniciativas adoptadas por su gobierno y el de su difunto esposo, Néstor Kirchner, permitiendo a Argentina el control sobre áreas vitales de la actividad económica y sobre empresas de interés social, así como sobre recursos naturales esenciales para el desarrollo del país. Tales medidas han incluido en la última década la cancelación de la deuda con el FMI, mediante el uso de sus reservas líquidas y disponibles; la nacionalización de Aerolíneas Argentinas, también adquirida por capitales españoles; la nacionalización de las entidades previsionales privadas (AFPJ), creadas a imagen y semejanza de nuestras criollas AFP; y la aprobación de la ley de medios de comunicación, esta última orientada a evitar la concentración de los medios en manos privadas, abriendo espacios a la propiedad pública y la propiedad ciudadana de los mismos.
Quienes impugnan estas medidas cuestionan los procedimientos utilizados para hacerlas efectivas. Al respecto, se debe señalar que el gobierno argentino nunca ha puesto en cuestión el pago, a precio justo, de los capitales expropiados. Otros cuestionan que los Kirchner -desde la gobernación de Santa Cruz en el caso de Néstor y desde la Cámara de Diputados en el caso de Cristina- apoyaran en su momento la privatización de YPF. No se entiende por qué una decisión adoptada hace veinte años no se puede revisar, más aún cuando ella ha resultado en un mal negocio para Argentina. Nadie podrá, además, cuestionar el objetivo de fondo de estas medidas. Al nacionalizar YPF Argentina no ha hecho más que reclamar su soberanía y ejercer un derecho fundamental reconocido a todos los pueblos por Naciones Unidas, cual es el derecho de libre determinación en materia política y económica.
La medida anunciada por Cristina no puede sino interpelarnos como estado y como sociedad. Ella deja en evidencia la falta de control que tenemos sobre los recursos naturales, los que como sabemos han sido apropiados por grandes conglomerados nacionales y trasnacionales, sin recibir el estado, en la mayoría de los casos, un pago por ello. Ello ha sido posible al amparo de una institucionalidad impuesta por la dictadura militar, que lamentablemente sigue vigente hasta la fecha.
El ejemplo más claro es el de los recursos mineros, dos tercios de los cuales están en poder de empresas privadas, la mayoría de ellas trasnacionales, cuyas ventas el año pasado alcanzaron alrededor de 50 mil millones de dólares, los que equivalen a un cuatro del Producto Interno Bruto del país. El otro bien común que ha sido apropiado sin pago alguno por grandes conglomerados es el agua. Al 2004, ENDESA, de capitales españoles, poseía el 81por ciento de los derechos de aprovechamiento de aguas para uso no consuntivo del país. Aparte del lucro que estas empresas obtienen por la explotación y el aprovechamiento de estos recursos, sus actividades han tenido gran impacto sobre pueblos indígenas y comunidades locales, muchas de las cuales hacen uso ancestral de los mismos y que hoy se ven desplazadas o relocalizadas, sin compensación y sin participación alguna en los beneficios que se generan.
Otro ejemplo de este verdadero saqueo del que hemos sido objeto los chilenos al amparo de la institucionalidad dictatorial, es el de la apropiación de nuestros ahorros previsionales por parte de las AFP. Sobre la base de dicha institucionalidad, los chilenos en edad laboral estamos obligados a entregar nuestros ahorros previsionales a conglomerados privados, los que luego de tres décadas, han acumulado enormes capitales que les han permitido el control de áreas claves de la economía. Su poder es tal, que cuatro de estos conglomerados -generalmente asociados a familias- obtienen las mismas ganancias que cuatro millones de trabajadores. Es esta realidad la que ha determinado que Chile sea uno de los países más inequitativos de la región y del planeta, en donde el 10% de los chilenos tienen ingresos promedio que superan los de Noruega, y el 10% más pobre tiene ingresos similares a los de Costa de Marfil.
Por ello es que la nacionalización de los recursos naturales ha sido propuesta por diversos sectores de la sociedad chilena en los últimos años. Ella, sin embargo, no ha sido, ni será posible en el marco de la institucionalidad actual, la que a través de distintos mecanismos -como el binominalismo y los elevados quórums de reforma constitucional y legal- estuvo concebida precisamente para la posibilitar la apropiación de dichos bienes, y para impedir cualquier intento de control público.
Ello nos lleva inevitablemente, como lo hemos venido señalando, a plantearnos el tema de la transformación institucional, sin la cual los chilenos y chilenas, así como los pueblos y comunidades que integramos este país, seguiremos siendo despojados de los recursos que nos pertenecen, y lo que es más grave, de la posibilidad de determinar libremente nuestro destino en materia económica y política. Tal transformación, como crecientes sectores sociales hemos venido planteando en los últimos años, requiere de cambios institucionales profundos, y no solo de cambios cosméticos como aquellos que parecen promover algunos sectores de gobierno y oposición. Cambios que únicamente serán posibles a través de la conformación democrática y plural de una instancia constituyente, con la participación de todos los sectores de la ciudadanía, incluyendo, por cierto a los sectores hasta ahora excluidos del sistema político.
La experiencia de varios estados en la región, como Colombia, Ecuador y Bolivia, que en los últimos años han conformado asambleas constituyentes democráticas, plurales e interculturales, a través de las cuales construyeron pactos sociales inclusivos donde se abordaron, entre otros temas, el del control público de los recursos naturales y de otros bienes comunes y el de los derechos de los pueblos indígenas y comunidades locales sobre los mismos, nos demuestra que ello es posible. La experiencia Argentina de la última década, además, nos demuestra que la adopción de medidas como la nacionalización de YPF, lejos de generar el caos pronosticado por los sectores más conservadores, han posibilitado el fortalecimiento de una economía cuyos beneficios son crecientemente compartidos entre todos quienes habitan en ese país, incluyendo los migrantes de otros países que llegan a territorio argentino. Ello, a diferencia de lo que ocurre en Chile, donde la riqueza la concentran mezquinamente unos pocos.
Vamos, vamos chilenos ¿donde está nuestra dignidad?
* Co Director Observatorio Ciudadano, Vicepresidente Acción.
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