Inmigrantes - Deportados del sueño americano viven en una alcantarilla de Tijuana

Posted by Correo Semanal on lunes, septiembre 06, 2010


Mariana García,Tijuana, México. Enviada especial

Clarín, Buenos Aires, 5-9-10

http://www.clarin.com/

A lo largo de casi 200 kilómetros el río Tijuana corre entre Estados Unidos y México. Antes de llegar a su desembocadura en el Pacífico, se convierte en un canal seco que se inunda no más de dos veces al año. El resto del tiempo es un cauce de concreto vacío en el que apenas sobreviven basurales y charcos agua sucia. De tan deshabitado, en los últimos meses se convirtió en la playa de estacionamiento del cuartel de policía.

A pocas cuadras de los patrulleros, de la nada aparece un hombre. Piernas y brazos se le mueven sin control. Debajo del puente que une la ciudad con la 24 de Noviembre, una de las cuatro cárceles de Tijuana, otro hombre se retuerce el brazo hasta que logra hacer saltar una vena. La busca con los dedos y le clava la jeringa. Pasan unos segundos y su cara está en paz.

Son unos mil, pero apenas se los puede ver. Se los adivina, viviendo amontonados dentro de las alcantarillas, recostados unos contra otros sobre un piso de mugre y paredes cubiertas de moho. Pasan el tiempo esperando el momento de una nueva dosis. Andan siempre con una jeringa en la mano. A veces la enganchan en la oreja o juegan con ella entre los dedos nerviosos. La mirada está siempre en ningún lugar.
Son “los del canal”, pero allí casi no se los ve porque viven ocultos detrás de las pesadas compuertas de los desagües. La mayoría llegó deportado de Estados Unidos. Y allí quedaron.

“Hace dos años que vivo acá –le cuenta Oscar a Clarín–, pero yo me quiero ir, me quiero ir con mi abuelita al DF, pero no puedo porque no tengo papeles. Todo esto es muy triste, muy triste”.

Hasta que lo detuvieron por conducir sin registro, Oscar creía haber cumplido el sueño americano. Vivía con su hermana en Portland, Oregon, y trabajaba como cocinero en Tacos Bell para poder mandar dinero a su familia en el Distrito Federal, en México.

La Policía de Migraciones estadounidense lo dejó en Tijuana con lo puesto. Sin plata ni documentos ya no tuvo a donde ir. Pasó una, dos, tres noches en el canal y a la semana ya estaba inyectándose. Nunca pudo hablar con su familia. Unas 400 personas son deportadas por día desde Estados Unidos a Tijuana, según las cifras de la ONG Centro Binacional de Derechos Humanos. En la Casa del Migrante sostienen que el número de los deportados aumentó 75 por ciento en los últimos cinco años. Y, aunque la mitad de ellos ni siquiera son de Baja California –vienen del interior del país o incluso de Centroamérica—, son abandonados en esta ciudad con una población de más de un millón y medio de habitantes, según el censo de 2005.

Muchos hombres van al canal. Las mujeres no tienen alternativas: terminan prostituyéndose unas cuadras más arriba en la “zona de tolerancia”. Allí, en los burdeles se puede pedir de todo. Hasta nenas de 12 ó 13 años que se ofrecen “toleradas” en las calles.

Desde los bordes del canal, se ve a pocos metros el paredón que Estados Unidos levantó en la frontera. También las cruces que cada día van contando en la pared los muertos que intentaron cruzar del otro lado. Desde un cartel inmenso el Doctor Buenrostro invita a acercarse a su clínica de cirugías estéticas. Aquí se consigue todo y barato.

En el canal no hay agua pero tampoco ruidos. El caos de los tres millones de personas que viven en Tijuana no llega hasta aquí abajo.


Dicen que aquí abajo, en el canal, la heroína ya no corre tanto. Desde hace unos años, el cristal le ganó el mercado. Hecho en base a metanfetamina, resulta más barato de producir.

En los 40, Tijuana fue la ciudad donde las estrellas de Hollywood iban a despejarse de la cerrada moral norteamericana. Con los años perdió glamour, pero desde que el presidente Felipe Calderón lanzó en 2006 su “guerra con el narcotráfico”, Tijuana se volvió una de las ciudades más violentas, dominada por el cartel de los hermanos Arellano Félix.

Cada día, los adictos del canal abandonan su refugio para conseguir los treinta dólares con que cubrir sus cuatro dosis diarias de cristal. Para ellos, la inmensa fila de autos que espera hasta dos horas para cruzar la frontera hacia San Diego, es su fuente de trabajo. Allí, son los “franeleros”, los que sin sentido friegan con un trapo sucio los autos a cambio de alguna moneda. Cuando consiguen lo suficiente, vuelven otra vez a la alcantarilla. Pocas veces salen de allí. Sin papeles son la presa fácil para las razias policiales.

Dos veces a la semana, una camioneta de la secretaría de Salud, –la Condoneta– recorre el canal para entregarles jeringas nuevas y condones. Ahí sí se los puede ver en grupo a la luz del día.

La mayoría de los promotores son ex adictos que conocen los códigos del canal. La consigna es no preguntar. Sólo entregan las jeringas junto con un kit para limpiarlas, el cordón que ajusta las venas y una tira de preservativos. Los médicos que los acompañan revisan las necrosis, curan heridas y enseñan a inyectarse correctamente. A cambio, sólo piden las jeringas usadas.

“Para nosotros es un programa exitoso –cuenta José Bustamante Moreno–, ya llevamos rehabilitados mil personas. Nosotros entendimos que si queríamos reducir el VIH había que ir a buscarlos al punto más negro, más bajo, porque ellos solos no iban a venir”. Bustamante agrega que la mayor parte de los enfermos se infectó con el virus en Estados Unidos.

Oscar comparte alcantarilla con El Morral. El dice que tiene 19 años, pero que también podrían ser 25. Su madre vendía “la chiva” y su casa era un picadero. Allí, los clientes podían inyectarse sin que nadie los moleste.

“Yo no tenía carritos así que usaba las jeringas para jugar”, dice. Primero empezó ayudando a inyectarse a los que encontraba tirados en el living de su casa. A los diez años, ya era un adicto.

“Esto es un infierno” se queja. A simple vista, se le ven unas venas negras que recorren su cuerpo. Tiene abscesos en los brazos y en las piernas. El clava la jeringa, pero la droga tarda en llegar. El Morral explica: “Es que no me quedan más venas”.