Capitalismo - Los Galbraith, la visión keynesiana de las crisis y la realidad económica del siglo XXI
Rolando Astarita y José A. Tapia *
SinPermiso
www.sinpermiso.info
Boletín solidario de información, Correspondencia de Prensa
The Washington Post publicó el 12 de mayo de este año una entrevista del periodista Ezra Klein con el economista estadounidense James Galbraith. La entrevista, traducida por R. F. Nyerro con el título «El peligro que representa el déficit público es cero», ha aparecido publicada en SinPermiso y en Rebelión. La visión de James Galbraith es muy típica de la perspectiva poskeynesiana que tanta difusión está adquiriendo en nuestros días. La crisis económica mundial que comenzó a finales del 2007 ha puesto al descu-bierto las enormes incoherencias de la teoría económica estándar de los Milton Friedman, Robert Lucas y Larry Summers, y ha dado alas al keynesianismo y, sobre todo, a la visión poskeynesiana, en décadas recientes marginada o totalmente ignorada en los departamentos universitarios de economía. Por ello es conveniente ver hasta qué punto la perspectiva poskeynesiana supone una ruptura con la visión económica estándar y en qué medida es compatible con los hechos. Al fin y al cabo, de lo que se trata es de saber cómo funciona la sociedad, para poder cambiarla en beneficio de las mayorías. A eso se destina este comentario.
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Los Galbraith, la visión keynesiana de las crisis y la realidad económica del siglo XXI
The Washington Post publicó el 12 de mayo de este año una entrevista del periodista Ezra Klein con el economista estadounidense James Galbraith. La entrevista, traducida por R. F. Nyerro con el título «El peligro que representa el déficit público es cero», ha aparecido publicada en SinPermiso y en Rebelión. La visión de James Galbraith es muy típica de la perspectiva poskeynesiana que tanta difusión está adquiriendo en nuestros días. La crisis económica mundial que comenzó a finales del 2007 ha puesto al descu-bierto las enormes incoherencias de la teoría económica estándar de los Milton Fried-man, Robert Lucas y Larry Summers, y ha dado alas al keynesianismo y, sobre todo, a la visión poskeynesiana, en décadas recientes marginada o totalmente ignorada en los departamentos universitarios de economía. Por ello es conveniente ver hasta qué punto la perspectiva poskeynesiana supone una ruptura con la visión económica estándar y
en qué medida es compatible con los hechos. Al fin y al cabo, de lo que se trata es de saber cómo funciona la sociedad, para poder cambiarla en beneficio de las mayorías. A eso se destina este comentario.
SinPermiso
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Boletín solidario de información, Correspondencia de Prensa
The Washington Post publicó el 12 de mayo de este año una entrevista del periodista Ezra Klein con el economista estadounidense James Galbraith. La entrevista, traducida por R. F. Nyerro con el título «El peligro que representa el déficit público es cero», ha aparecido publicada en SinPermiso y en Rebelión. La visión de James Galbraith es muy típica de la perspectiva poskeynesiana que tanta difusión está adquiriendo en nuestros días. La crisis económica mundial que comenzó a finales del 2007 ha puesto al descu-bierto las enormes incoherencias de la teoría económica estándar de los Milton Friedman, Robert Lucas y Larry Summers, y ha dado alas al keynesianismo y, sobre todo, a la visión poskeynesiana, en décadas recientes marginada o totalmente ignorada en los departamentos universitarios de economía. Por ello es conveniente ver hasta qué punto la perspectiva poskeynesiana supone una ruptura con la visión económica estándar y en qué medida es compatible con los hechos. Al fin y al cabo, de lo que se trata es de saber cómo funciona la sociedad, para poder cambiarla en beneficio de las mayorías. A eso se destina este comentario.
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Los Galbraith, la visión keynesiana de las crisis y la realidad económica del siglo XXI
The Washington Post publicó el 12 de mayo de este año una entrevista del periodista Ezra Klein con el economista estadounidense James Galbraith. La entrevista, traducida por R. F. Nyerro con el título «El peligro que representa el déficit público es cero», ha aparecido publicada en SinPermiso y en Rebelión. La visión de James Galbraith es muy típica de la perspectiva poskeynesiana que tanta difusión está adquiriendo en nuestros días. La crisis económica mundial que comenzó a finales del 2007 ha puesto al descu-bierto las enormes incoherencias de la teoría económica estándar de los Milton Fried-man, Robert Lucas y Larry Summers, y ha dado alas al keynesianismo y, sobre todo, a la visión poskeynesiana, en décadas recientes marginada o totalmente ignorada en los departamentos universitarios de economía. Por ello es conveniente ver hasta qué punto la perspectiva poskeynesiana supone una ruptura con la visión económica estándar y
en qué medida es compatible con los hechos. Al fin y al cabo, de lo que se trata es de saber cómo funciona la sociedad, para poder cambiarla en beneficio de las mayorías. A eso se destina este comentario.
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Aumento del déficit presupuestario: ¿la solución para salir de la crisis?
Quizá convenga comenzar con una aclaración para quienes hayan leído la traducción española de «El peligro que representa el déficit público es cero», en la que James Gal-braith dice lo siguiente:
Desde el comienzo de la crisis, yo he venido abogando por una nómina de vacación fiscal, de modo que todos experimenten un incremento en sus ingresos netos y pueden acortar sus hi-potecas...
Lo que Galbraith decía en el original inglés era «I've supported a payroll tax holiday so everyone gets an increase in their after-tax earnings». Galbraith está entonces propo-niendo algo así como «unas vacaciones en las retenciones fiscales de las nóminas» o bien «una suspensión de las retenciones impositivas sobre los salarios». Esa «nómina de vacación fiscal» no es una traducción muy buena.
En la traducción, Galbraith dice también lo siguiente:
Desde 1790, ¿con qué frecuencia ha dejado el gobierno federal [de EEUU] de incurrir en défi-cit? Seis cortos períodos, todos seguidos de recesión. ¿Por qué? Porque el gobierno necesita el déficit, es la única manera de inyectar recursos financieros en la economía. Si no incurres en déficit, lo que haces es vaciar los bolsillos del sector privado.
Realmente, viendo el original inglés, lo que dice Galbraith no es que el gobierno necesite que haya déficit fiscal, sino que se necesita que el gobierno incurra en déficit para que no haya recesión, ya que esa sería la única manera de inyectar recursos financie-ros en la economía.
En estas y otras partes del artículo Galbraith aboga entonces por gasto público financiado con déficit, es decir, gastos gubernamentales que exceden la recaudación de im-puestos y que, por tanto, hacen aumentar la deuda pública acumulada. En la visión de Galbraith, que en esto es la visión general keynesiana, la economía capitalista tiene tendencia a producir menos demanda de la necesaria para que haya poder adquisitivo («demanda efectiva» en la jerga económica) suficiente para comprar todo lo que se produce. Por ello es en general necesario que el gobierno se endeude y cree demanda. Esa visión tiene muchos puntos de contacto con las ideas que defienden los políticos de fuerzas más o menos de izquierda, por usar una terminología convencional. Por lo ge-neral esos políticos o sindicalistas reclaman reducciones de los impuestos a los salarios y aumentos a los impuestos al capital, como forma de redistribuir el ingreso y conseguir a la vez justicia social y una mayor demanda agregada que facilite la salida de la crisis. Es muy cuestionable que realmente eso facilite la «salida de la crisis», como veremos más adelante. De todas formas, no es ese el argumento de James Galbraith en este caso. Lo que Galbraith enfatiza aquí es que el Estado puede incurrir en cualquier nivel de déficit, sin que ello genere problemas. Se aumenta el déficit y así se reactiva la de-manda y se «da un empujón a la economía» para salir de la crisis. En definitiva, usando sabiamente el gasto fiscal, la emisión monetaria, o ambas cosas juntas, se evitarán las recesiones o se facilitará una salida no traumática de la crisis si esta se ha presentado. El déficit es una manera de «inyectar dinero» en el bolsillo de la gente. El Estado puede hacerlo tranquilamente.
Pero veamos los razonamientos de Galbraith un poco más en detalle. En primer lugar, Galbraith dice que un aumento del déficit no tiene por qué afectar a los tipos de interés y afirma que si los mercados pensaran que hay un riesgo serio,
los tipos de interés sobre los bonos del Tesoro a 20 años no estarían al 4% y empezarían a cambiar ahora mismo. Si los mercados pensaran que los tipos de interés sufrirán presiones al alza por problemas de financiación dentro de 10 años, eso se reflejaría ya en un aumento en los tipos a 20 años. Y, en cambio, lo que ha ocurrido es que [los tipos de interés] han bajado a consecuencia de la crisis europea.
La realidad es, sin embargo, que los problemas de la deuda griega no tienen por qué reflejarse mecánicamente en los tipos de interés de los bonos del Tesoro estadouniden-se. Muchas veces en los mercados de activos financieros (como bonos de deuda públi-ca o bonos de empresas) se dan movimientos contrapuestos, como se vio durante los momentos álgidos de la crisis financiera de finales del 2007 y comienzos del 2008. En esa época en EEUU los tipos de interés de los bonos de empresas aumentaron, pero los tipos de referencia de la Reserva Federal y de los bonos del Tesoro bajaron, porque los capitales, cuyo valor se estaba desplomando en todas partes, buscaban refugio en esos bonos. De hecho, los tipos de interés de los bonos del Tesoro llegaron a ser nega-tivos en plena crisis, cuando Lehman Brothers se estaba hundiendo, la tasa interbanca-ria se había ido a las nubes y algunos economistas keynesianos comentaban con júbilo que el Gobierno se podía endeudar cuando y cuanto quisiera y luego financiar su deuda a interés negativo.
Algo similar está ocurriendo ahora en la crisis griega. Los tipos de interés sobre la deuda griega y de otros países han aumentado porque los inversores temen que Grecia finalmente no pague sus préstamos. A corto plazo esto puede empujar los flujos de ca-pital hacia EEUU y el dólar y facilitar que bajen los tipos de interés en EEUU. Lo intere-sante aquí es, sin embargo, que los prestamistas del mercado financiero internacional no quieren seguir prestando a países como Grecia, especialmente endeudados, a me-nos que mejoren las cuentas públicas. Pero «los mercados» saben que esas mejoras de las cuentas públicas pasan por aumentos de impuestos o reducciones de los servi-cios públicos que contraerán más la demanda, en especial porque los están haciendo muchos países al mismo tiempo. Todo eso profundiza la recesión.
El caso de Irlanda es ilustrativo, porque el «ajuste» se hizo antes que en el resto de Europa. Al estallar la crisis, el gobierno aplicó la receta del Fondo Monetario Internacio-nal y de la ortodoxia económica: aumentó los impuestos y redujo los salarios de los em-pleados públicos más del 20%. Pero la demanda siguió cayendo, y la economía se contrajo en 2009 más de un 7%, con lo que el balance fiscal pasó de ser positivo en el 2007, a incurrir en un déficit de 13,4% en el 2009. Por lo cual Irlanda tuvo que seguir endeudándose; los precios de los bonos de deuda pública irlandesa siguieron bajando y hoy Irlanda paga 3 puntos de porcentaje más que Alemania para financiarse. Algo simi-lar ocurrirá con los ajustes en Grecia, España, Portugal y otros países. Esto es como la «paradoja del ahorro» que propuso Keynes y que sale en los manuales de macroeconomía. Los ciudadanos de un país aumentan el ahorro, para bajar, por ejemplo, su nivel de endeudamiento. Pero al gastar menos disminuye la demanda; por lo tanto bajan la producción y el ingreso; razón por la que finalmente también baja el ahorro, y el proble-ma del endeudamiento no se alivia. En este caso lo que quiere el Gobierno irlandés es reducir el déficit y para ello recorta el gasto público y aumenta los impuestos; pero la contracción de la demanda que se deriva de ello hace bajar el ingreso, por lo que baja todavía más la recaudación de impuestos y se incrementa el déficit.
El déficit fiscal enorme en muchos países se suma a la falta de demanda en gran parte de la economía mundial, lo que crea presiones para una caída de precios, es decir, un proceso deflacionario que parece estar ya en marcha en Japón, ini-ciándose en Europa y posiblemente también en EEUU. Por eso un sector de la clase dominante y sus economistas, temerosos de que la demanda se desplome y au-mente aún más el desempleo, están pidiendo que se mantenga el gasto público. Pero, por otra parte, el aumento del déficit fiscal lleva al aumento de las tasas de interés y a la inestabilidad de los mercados financieros en muchos países. Prime-ro fue Dubai, luego Grecia, después Hungría, ahora Irlanda, España y Portugal. Y el riesgo es que el incendio se extienda a todo el sistema financiero mundial. El dilema que se presenta es cómo transitar entre el abismo de una caída de la demanda efec-tiva internacional, que llevaría a una depresión mundial, y el abismo de una crisis financiera internacional generalizada, que podría desembocar también en una gran depresión. Eso evidencia que las contradicciones de la economía, que están en la base de la crisis, no se solucionan ni con mayor gasto fiscal, ni aplicando el ajuste generali-zado. A corto plazo el déficit fiscal crea demanda, pero a medio y largo plazo ese déficit tiene que ser cubierto con ingresos fiscales (impuestos) que, caigan sobre las ganan-cias o los salarios, a su vez reducirán la demanda. Tras decenios de aplicar la fórmula keynesiana y aumentar la deuda pública, los gobiernos se encuentran ahora con que «inventar» demanda mediante el aumento del déficit crea inestabilidades macroeconó-micas importantes y exige «apretarse el cinturón». Pero esto, ¡mala suerte!, reduce la demanda. Salir del fuego para caer en las brasas...
Todo esto debería ser el centro de la crítica a los planes de ajuste recomendados por el FMI y la ortodoxia económica. Sin embargo, la crítica se debilita si se sostienen rece-tas irrealistas, o si se piensa que las contradicciones profundas del capitalismo se su-peran fácilmente generando deuda. Del hecho cierto que la receta del FMI –hacer ajus-te fiscal en medio de una depresión— agrava los problemas, no debería deducirse que, «en general», la deuda puede aumentar indefinidamente, como hace James Galbraith. Galbraith afirma que si los tipos de interés a corto plazo no suben y la inflación aumen-ta, la deuda pública no será «tan grave». La realidad es que, si hay déficit fiscal, hay dos maneras de financiarlo.
En primer lugar, se puede resolver el déficit mediante señoraje, es decir, imprimiendo dinero. Hay larga experiencia en este método. Mientras que en la visión keynesiana la inflación, es decir, la devaluación de la moneda —que es lo mismo que la disminución del poder adquisitivo del dinero— está básicamente determinada por la relación entre oferta y demanda agregadas y por la situación del mercado de trabajo, de forma que mientras haya desempleo no es previsible que haya inflación, Marx pensaba que «el valor de los billetes en circulación depende inversa y exclusivamente de su propia canti-dad», de tal forma que la impresión de billetes tenderá a reducir el valor adquisitivo de los mismos. En Argentina fue un método típico de financiamiento en décadas pasadas. Y por supuesto, termina en inflación creciente que hace que los salarios se reduzcan por devaluación de la moneda. Los ejemplos se podrían multiplicar.
En segundo lugar, puede financiarse el déficit mediante emisión de deuda: bonos del Estado que se venden a los particulares, las empresas y los bancos. Pero en la medida en que el déficit crece, el tipo de interés que el Gobierno ha de pagar por esa deuda, sube. En EEUU puede haber cierta cobertura frente a este efecto, ya que ese país tiene señoraje sobre la moneda internacional. Sin embargo, es dudoso que los demás países estén dispuestos a seguir aceptando indefinidamente una moneda crecientemente de-valuada por el señoraje. China, con enormes reservas denominadas en dólares estadounidenses (por ejemplo, en bonos del Tesoro de EEUU), ya ha manifestado su oposición a esa perspectiva. En última instancia, se buscarán otros activos que puedan fun-cionar como reservas de valor. Ya desde hace tiempo se especula que China podría jugar «la carta del oro», deshaciéndose en todo o en parte de sus reservas en dólares para adquirir reservas en oro.
Pero Galbraith va mucho más allá en sus asombrosas ideas sobre cómo liquidar la crisis. Sostiene que, para pagar, el gobierno no necesita dinero. Así le dice al periodista del Washington Post:
Hay una sola autoridad presupuestaria y crediticia, y lo único que cuenta es lo que esta autori-dad paga. Suponga que yo soy el gobierno federal y quiero pagarle a usted, Ezra Klein, mil mi-llones de dólares (...) Lo que hago es transferir dinero a su cuenta bancaria. ¿Se preocupará de eso la Reserva Federal? ¿Tendrá que contar con una firma del Servicio de Impuestos In-ternos? Para gastar, el gobierno no necesita dinero: tan obvio como que un carril de bolos nunca descarrila.
Resulta pues, según esta fantástica visión de Galbraith, que la Reserva Federal no se preocupa si el Tesoro le paga a Fulano mil millones de dólares. ¿De dónde cree Gal-braith que saca el dinero el Tesoro? El Tesoro tiene una cuenta en la Reserva Federal y paga sus cuentas girando cheques contra esa cuenta. Para eso, la cuenta tiene que tener fondos. Para cubrir esos fondos hay dos salidas, de nuevo. O bien el Tesoro colo-ca títulos en el mercado y se endeuda; o bien el Tesoro vende un bono a la Reserva Federal. Esto aparece en los balances muchas veces como un «adelanto», que en la práctica es la forma que asume la emisión monetaria.
Galbraith afirma de seguido que lo que preocupa a la gente
es que el gobierno federal no sea capaz de vender títulos de deuda. Pero el gobierno federal no puede tener nunca problemas para vender su deuda. Al revés. El gasto público es lo que crea demanda bancaria de títulos de deuda, porque los bancos quieren mayores rendimientos para el dinero que el gobierno pone en la economía. Mi padre decía que este proceso es tan sencillo, que la mente se bloquea ante su simplicidad.
Como el padre de James Galbraith fue el famoso economista John Kenneth Galbraith, nos encontramos aquí ante un argumento de autoridad. Pero veamos el argumento de padre e hijo.
La idea de los Galbraith, padre e hijo, según la cual los bancos siempre quieren títulos de deuda de los gobiernos, contrasta con la realidad observable en los últimos dos o tres siglos. Cuando los bancos ven peligrar sus préstamos a un Estado —sea por pro-bable default de la deuda o por inflación de la moneda correspondiente que devalúe el préstamo—, su actitud es exigir mayores tipos de interés para compensar el mayor ries-go y, en última instancia, si las cosas «se ponen feas», se niegan a prestar al gobierno correspondiente. Eso es lo que ha sucedido en todos los países cuando los gobiernos han experimentado dificultades para financiarse. Es lo que está ocurriendo ahora en muchos países europeos.
Sobran las pruebas contra el aserto de los Galbraith de que los bancos siempre están deseosos de dar dinero por bonos de deuda pública. ¿Acaso no es evidente que hoy muchos gobiernos, por ejemplo de Argentina, Grecia, Portugal, México o España, tienen o podrían tener serios problemas para colocar sus bonos de deuda? ¿Por qué, si no, está Grecia al borde de la quiebra y se teme por las finanzas de países como Irlanda, España o Portugal, seriamente endeudados? ¿En qué mundo vive Galbraith? Y eso por no mencionar el problema inverso, el que se dio en EEUU y en otros muchos países a finales del 2007 y comienzos del 2008, cuando fueron los gobiernos a través de sus bancos centrales los que tuvieron que respaldar a los bancos privados para que no quebraran.
Aumento del déficit presupuestario: ¿la solución para salir de la crisis?
Quizá convenga comenzar con una aclaración para quienes hayan leído la traducción española de «El peligro que representa el déficit público es cero», en la que James Gal-braith dice lo siguiente:
Desde el comienzo de la crisis, yo he venido abogando por una nómina de vacación fiscal, de modo que todos experimenten un incremento en sus ingresos netos y pueden acortar sus hi-potecas...
Lo que Galbraith decía en el original inglés era «I've supported a payroll tax holiday so everyone gets an increase in their after-tax earnings». Galbraith está entonces propo-niendo algo así como «unas vacaciones en las retenciones fiscales de las nóminas» o bien «una suspensión de las retenciones impositivas sobre los salarios». Esa «nómina de vacación fiscal» no es una traducción muy buena.
En la traducción, Galbraith dice también lo siguiente:
Desde 1790, ¿con qué frecuencia ha dejado el gobierno federal [de EEUU] de incurrir en défi-cit? Seis cortos períodos, todos seguidos de recesión. ¿Por qué? Porque el gobierno necesita el déficit, es la única manera de inyectar recursos financieros en la economía. Si no incurres en déficit, lo que haces es vaciar los bolsillos del sector privado.
Realmente, viendo el original inglés, lo que dice Galbraith no es que el gobierno necesite que haya déficit fiscal, sino que se necesita que el gobierno incurra en déficit para que no haya recesión, ya que esa sería la única manera de inyectar recursos financie-ros en la economía.
En estas y otras partes del artículo Galbraith aboga entonces por gasto público financiado con déficit, es decir, gastos gubernamentales que exceden la recaudación de im-puestos y que, por tanto, hacen aumentar la deuda pública acumulada. En la visión de Galbraith, que en esto es la visión general keynesiana, la economía capitalista tiene tendencia a producir menos demanda de la necesaria para que haya poder adquisitivo («demanda efectiva» en la jerga económica) suficiente para comprar todo lo que se produce. Por ello es en general necesario que el gobierno se endeude y cree demanda. Esa visión tiene muchos puntos de contacto con las ideas que defienden los políticos de fuerzas más o menos de izquierda, por usar una terminología convencional. Por lo ge-neral esos políticos o sindicalistas reclaman reducciones de los impuestos a los salarios y aumentos a los impuestos al capital, como forma de redistribuir el ingreso y conseguir a la vez justicia social y una mayor demanda agregada que facilite la salida de la crisis. Es muy cuestionable que realmente eso facilite la «salida de la crisis», como veremos más adelante. De todas formas, no es ese el argumento de James Galbraith en este caso. Lo que Galbraith enfatiza aquí es que el Estado puede incurrir en cualquier nivel de déficit, sin que ello genere problemas. Se aumenta el déficit y así se reactiva la de-manda y se «da un empujón a la economía» para salir de la crisis. En definitiva, usando sabiamente el gasto fiscal, la emisión monetaria, o ambas cosas juntas, se evitarán las recesiones o se facilitará una salida no traumática de la crisis si esta se ha presentado. El déficit es una manera de «inyectar dinero» en el bolsillo de la gente. El Estado puede hacerlo tranquilamente.
Pero veamos los razonamientos de Galbraith un poco más en detalle. En primer lugar, Galbraith dice que un aumento del déficit no tiene por qué afectar a los tipos de interés y afirma que si los mercados pensaran que hay un riesgo serio,
los tipos de interés sobre los bonos del Tesoro a 20 años no estarían al 4% y empezarían a cambiar ahora mismo. Si los mercados pensaran que los tipos de interés sufrirán presiones al alza por problemas de financiación dentro de 10 años, eso se reflejaría ya en un aumento en los tipos a 20 años. Y, en cambio, lo que ha ocurrido es que [los tipos de interés] han bajado a consecuencia de la crisis europea.
La realidad es, sin embargo, que los problemas de la deuda griega no tienen por qué reflejarse mecánicamente en los tipos de interés de los bonos del Tesoro estadouniden-se. Muchas veces en los mercados de activos financieros (como bonos de deuda públi-ca o bonos de empresas) se dan movimientos contrapuestos, como se vio durante los momentos álgidos de la crisis financiera de finales del 2007 y comienzos del 2008. En esa época en EEUU los tipos de interés de los bonos de empresas aumentaron, pero los tipos de referencia de la Reserva Federal y de los bonos del Tesoro bajaron, porque los capitales, cuyo valor se estaba desplomando en todas partes, buscaban refugio en esos bonos. De hecho, los tipos de interés de los bonos del Tesoro llegaron a ser nega-tivos en plena crisis, cuando Lehman Brothers se estaba hundiendo, la tasa interbanca-ria se había ido a las nubes y algunos economistas keynesianos comentaban con júbilo que el Gobierno se podía endeudar cuando y cuanto quisiera y luego financiar su deuda a interés negativo.
Algo similar está ocurriendo ahora en la crisis griega. Los tipos de interés sobre la deuda griega y de otros países han aumentado porque los inversores temen que Grecia finalmente no pague sus préstamos. A corto plazo esto puede empujar los flujos de ca-pital hacia EEUU y el dólar y facilitar que bajen los tipos de interés en EEUU. Lo intere-sante aquí es, sin embargo, que los prestamistas del mercado financiero internacional no quieren seguir prestando a países como Grecia, especialmente endeudados, a me-nos que mejoren las cuentas públicas. Pero «los mercados» saben que esas mejoras de las cuentas públicas pasan por aumentos de impuestos o reducciones de los servi-cios públicos que contraerán más la demanda, en especial porque los están haciendo muchos países al mismo tiempo. Todo eso profundiza la recesión.
El caso de Irlanda es ilustrativo, porque el «ajuste» se hizo antes que en el resto de Europa. Al estallar la crisis, el gobierno aplicó la receta del Fondo Monetario Internacio-nal y de la ortodoxia económica: aumentó los impuestos y redujo los salarios de los em-pleados públicos más del 20%. Pero la demanda siguió cayendo, y la economía se contrajo en 2009 más de un 7%, con lo que el balance fiscal pasó de ser positivo en el 2007, a incurrir en un déficit de 13,4% en el 2009. Por lo cual Irlanda tuvo que seguir endeudándose; los precios de los bonos de deuda pública irlandesa siguieron bajando y hoy Irlanda paga 3 puntos de porcentaje más que Alemania para financiarse. Algo simi-lar ocurrirá con los ajustes en Grecia, España, Portugal y otros países. Esto es como la «paradoja del ahorro» que propuso Keynes y que sale en los manuales de macroeconomía. Los ciudadanos de un país aumentan el ahorro, para bajar, por ejemplo, su nivel de endeudamiento. Pero al gastar menos disminuye la demanda; por lo tanto bajan la producción y el ingreso; razón por la que finalmente también baja el ahorro, y el proble-ma del endeudamiento no se alivia. En este caso lo que quiere el Gobierno irlandés es reducir el déficit y para ello recorta el gasto público y aumenta los impuestos; pero la contracción de la demanda que se deriva de ello hace bajar el ingreso, por lo que baja todavía más la recaudación de impuestos y se incrementa el déficit.
El déficit fiscal enorme en muchos países se suma a la falta de demanda en gran parte de la economía mundial, lo que crea presiones para una caída de precios, es decir, un proceso deflacionario que parece estar ya en marcha en Japón, ini-ciándose en Europa y posiblemente también en EEUU. Por eso un sector de la clase dominante y sus economistas, temerosos de que la demanda se desplome y au-mente aún más el desempleo, están pidiendo que se mantenga el gasto público. Pero, por otra parte, el aumento del déficit fiscal lleva al aumento de las tasas de interés y a la inestabilidad de los mercados financieros en muchos países. Prime-ro fue Dubai, luego Grecia, después Hungría, ahora Irlanda, España y Portugal. Y el riesgo es que el incendio se extienda a todo el sistema financiero mundial. El dilema que se presenta es cómo transitar entre el abismo de una caída de la demanda efec-tiva internacional, que llevaría a una depresión mundial, y el abismo de una crisis financiera internacional generalizada, que podría desembocar también en una gran depresión. Eso evidencia que las contradicciones de la economía, que están en la base de la crisis, no se solucionan ni con mayor gasto fiscal, ni aplicando el ajuste generali-zado. A corto plazo el déficit fiscal crea demanda, pero a medio y largo plazo ese déficit tiene que ser cubierto con ingresos fiscales (impuestos) que, caigan sobre las ganan-cias o los salarios, a su vez reducirán la demanda. Tras decenios de aplicar la fórmula keynesiana y aumentar la deuda pública, los gobiernos se encuentran ahora con que «inventar» demanda mediante el aumento del déficit crea inestabilidades macroeconó-micas importantes y exige «apretarse el cinturón». Pero esto, ¡mala suerte!, reduce la demanda. Salir del fuego para caer en las brasas...
Todo esto debería ser el centro de la crítica a los planes de ajuste recomendados por el FMI y la ortodoxia económica. Sin embargo, la crítica se debilita si se sostienen rece-tas irrealistas, o si se piensa que las contradicciones profundas del capitalismo se su-peran fácilmente generando deuda. Del hecho cierto que la receta del FMI –hacer ajus-te fiscal en medio de una depresión— agrava los problemas, no debería deducirse que, «en general», la deuda puede aumentar indefinidamente, como hace James Galbraith. Galbraith afirma que si los tipos de interés a corto plazo no suben y la inflación aumen-ta, la deuda pública no será «tan grave». La realidad es que, si hay déficit fiscal, hay dos maneras de financiarlo.
En primer lugar, se puede resolver el déficit mediante señoraje, es decir, imprimiendo dinero. Hay larga experiencia en este método. Mientras que en la visión keynesiana la inflación, es decir, la devaluación de la moneda —que es lo mismo que la disminución del poder adquisitivo del dinero— está básicamente determinada por la relación entre oferta y demanda agregadas y por la situación del mercado de trabajo, de forma que mientras haya desempleo no es previsible que haya inflación, Marx pensaba que «el valor de los billetes en circulación depende inversa y exclusivamente de su propia canti-dad», de tal forma que la impresión de billetes tenderá a reducir el valor adquisitivo de los mismos. En Argentina fue un método típico de financiamiento en décadas pasadas. Y por supuesto, termina en inflación creciente que hace que los salarios se reduzcan por devaluación de la moneda. Los ejemplos se podrían multiplicar.
En segundo lugar, puede financiarse el déficit mediante emisión de deuda: bonos del Estado que se venden a los particulares, las empresas y los bancos. Pero en la medida en que el déficit crece, el tipo de interés que el Gobierno ha de pagar por esa deuda, sube. En EEUU puede haber cierta cobertura frente a este efecto, ya que ese país tiene señoraje sobre la moneda internacional. Sin embargo, es dudoso que los demás países estén dispuestos a seguir aceptando indefinidamente una moneda crecientemente de-valuada por el señoraje. China, con enormes reservas denominadas en dólares estadounidenses (por ejemplo, en bonos del Tesoro de EEUU), ya ha manifestado su oposición a esa perspectiva. En última instancia, se buscarán otros activos que puedan fun-cionar como reservas de valor. Ya desde hace tiempo se especula que China podría jugar «la carta del oro», deshaciéndose en todo o en parte de sus reservas en dólares para adquirir reservas en oro.
Pero Galbraith va mucho más allá en sus asombrosas ideas sobre cómo liquidar la crisis. Sostiene que, para pagar, el gobierno no necesita dinero. Así le dice al periodista del Washington Post:
Hay una sola autoridad presupuestaria y crediticia, y lo único que cuenta es lo que esta autori-dad paga. Suponga que yo soy el gobierno federal y quiero pagarle a usted, Ezra Klein, mil mi-llones de dólares (...) Lo que hago es transferir dinero a su cuenta bancaria. ¿Se preocupará de eso la Reserva Federal? ¿Tendrá que contar con una firma del Servicio de Impuestos In-ternos? Para gastar, el gobierno no necesita dinero: tan obvio como que un carril de bolos nunca descarrila.
Resulta pues, según esta fantástica visión de Galbraith, que la Reserva Federal no se preocupa si el Tesoro le paga a Fulano mil millones de dólares. ¿De dónde cree Gal-braith que saca el dinero el Tesoro? El Tesoro tiene una cuenta en la Reserva Federal y paga sus cuentas girando cheques contra esa cuenta. Para eso, la cuenta tiene que tener fondos. Para cubrir esos fondos hay dos salidas, de nuevo. O bien el Tesoro colo-ca títulos en el mercado y se endeuda; o bien el Tesoro vende un bono a la Reserva Federal. Esto aparece en los balances muchas veces como un «adelanto», que en la práctica es la forma que asume la emisión monetaria.
Galbraith afirma de seguido que lo que preocupa a la gente
es que el gobierno federal no sea capaz de vender títulos de deuda. Pero el gobierno federal no puede tener nunca problemas para vender su deuda. Al revés. El gasto público es lo que crea demanda bancaria de títulos de deuda, porque los bancos quieren mayores rendimientos para el dinero que el gobierno pone en la economía. Mi padre decía que este proceso es tan sencillo, que la mente se bloquea ante su simplicidad.
Como el padre de James Galbraith fue el famoso economista John Kenneth Galbraith, nos encontramos aquí ante un argumento de autoridad. Pero veamos el argumento de padre e hijo.
La idea de los Galbraith, padre e hijo, según la cual los bancos siempre quieren títulos de deuda de los gobiernos, contrasta con la realidad observable en los últimos dos o tres siglos. Cuando los bancos ven peligrar sus préstamos a un Estado —sea por pro-bable default de la deuda o por inflación de la moneda correspondiente que devalúe el préstamo—, su actitud es exigir mayores tipos de interés para compensar el mayor ries-go y, en última instancia, si las cosas «se ponen feas», se niegan a prestar al gobierno correspondiente. Eso es lo que ha sucedido en todos los países cuando los gobiernos han experimentado dificultades para financiarse. Es lo que está ocurriendo ahora en muchos países europeos.
Sobran las pruebas contra el aserto de los Galbraith de que los bancos siempre están deseosos de dar dinero por bonos de deuda pública. ¿Acaso no es evidente que hoy muchos gobiernos, por ejemplo de Argentina, Grecia, Portugal, México o España, tienen o podrían tener serios problemas para colocar sus bonos de deuda? ¿Por qué, si no, está Grecia al borde de la quiebra y se teme por las finanzas de países como Irlanda, España o Portugal, seriamente endeudados? ¿En qué mundo vive Galbraith? Y eso por no mencionar el problema inverso, el que se dio en EEUU y en otros muchos países a finales del 2007 y comienzos del 2008, cuando fueron los gobiernos a través de sus bancos centrales los que tuvieron que respaldar a los bancos privados para que no quebraran.
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El caso del Japón
James Galbraith parece usar el caso del Japón como ejemplo ilustrativo de que un gobierno no ha de tener problemas para financiar su déficit fiscal y su deuda nacional. Así afirma que pese a los déficits enormes ininterrumpidos desde el crash de 1988, el go-bierno japonés no ha tenido el menor problema en financiarse y que el tipo de interés de la deuda pública japonesa desde entonces ha sido cero. Parecería como si la economía japonesa estuviera boyante, según lo que dice Galbraith. La realidad es, sin embargo, que Japón está pasando por una dura recesión, agravada por una enorme deuda públi-ca. A los keynesianos no les gusta comparar las economías nacionales con las econom-ías de empresas o de hogares (véase por ejemplo el artículo reciente de Randall Wray). La justificación para decir que un gobierno no es lo mismo que una familia es que el gobierno que puede imprimir su propia moneda, el yen en el caso japonés, no tiene pro-blema alguno para pagar su deuda. Ciertamente, así es. Pero a medio plazo eso redu-cirá el valor adquisitivo de la moneda nacional y podrá llegar un momento en que el go-bierno tenga que aumentar los impuestos, reduciendo así la demanda efectiva. Además, si el gobierno paga sus deudas con una moneda devaluada, los acreedores sufren las pérdidas. Que el Gobierno pague con una moneda devaluada es como un impuesto implícito y siempre habrá ―alguien‖ que pague o que sufra una pérdida. Y no siempre la pérdida la sufren los ―parásitos especuladores‖ y los ―rentistas‖. Por ejemplo, el gobierno puede pagar en moneda devaluada las pensiones a los jubilados; o puede pagar con moneda devaluada los salarios, que han quedado estancados, etc. La idea de Galbraith y de Randal Wray de que la deuda puede aumentar indefinidamente sin costos, no tiene sentido. Además, frente a la idea de que el gobierno puede imprimir moneda para pa-gar sus deudas, se da la realidad de muchos gobiernos que tienen préstamos en una moneda que no pueden imprimir. Es el caso de los préstamos en dólares o en euros a gobiernos latinoamericanos. Pero tampoco los gobiernos de países del área del euro pueden imprimir euros.
Además, el caso del Japón no es el caso de Irlanda, Grecia o Portugal. De hecho, hay muchas diferencias entre la situación fiscal y económica del Japón y la de esos países. Ciertamente, el déficit presupuestario japonés se aproxima al 10% de la renta nacional y la deuda nacional acumulada llega casi a dos veces la renta nacional. Sin embargo: a) el 93% de esa deuda está en yenes; b) el Gobierno japonés es el primer acreedor neto del mundo; c) las empresas privadas japonesas también son acreedores netos; d) Japón tiene un superávit en cuenta corriente (o sea, un exceso de exportaciones sobre importaciones) equivalente al 3% de la renta nacional; e) a pesar de la recesión, los pagos de la deuda japonesa en 2009 fueron solo 1% de la renta nacional, los más bajos de todos los países desarrollados. Todo esto es muy distinto a lo que ocurre por ejem-plo en Grecia o España, que importan más de lo que exportan y cuya deuda está de-nominada en una moneda, el euro, que sus gobiernos no pueden imprimir.
Por otra parte, el estancamiento económico del Japón desde principios de los años noventa es ilustrativo de cómo las políticas de estímulo económico pueden ser comple-tamente inefectivas. La economía japonesa lleva ya casi dos décadas estancada a pe-sar de que el gobierno inyectó dosis masivas de liquidez y aumentó el gasto fiscal. Pero la inversión sigue sin recuperarse. Si los capitalistas no ven condiciones favorables para invertir –condiciones que tienen que ver con la rentabilidad y las perspectivas de de-manda—, los efectos multiplicadores previstos por la macroeconomía keynesiana no funcionan. El gobierno aumenta la demanda vía gasto público; los capitalistas reducen
sus inventarios y aumentan su liquidez, pero no vuelven a invertir, por ejemplo, porque utilizan la liquidez para bajar su nivel de endeudamiento. Los bancos, a su vez, se apro-visionan de liquidez para hacer frente a posibles caídas de sus activos y la economía sigue estancada.
El caso del Japón
James Galbraith parece usar el caso del Japón como ejemplo ilustrativo de que un gobierno no ha de tener problemas para financiar su déficit fiscal y su deuda nacional. Así afirma que pese a los déficits enormes ininterrumpidos desde el crash de 1988, el go-bierno japonés no ha tenido el menor problema en financiarse y que el tipo de interés de la deuda pública japonesa desde entonces ha sido cero. Parecería como si la economía japonesa estuviera boyante, según lo que dice Galbraith. La realidad es, sin embargo, que Japón está pasando por una dura recesión, agravada por una enorme deuda públi-ca. A los keynesianos no les gusta comparar las economías nacionales con las econom-ías de empresas o de hogares (véase por ejemplo el artículo reciente de Randall Wray). La justificación para decir que un gobierno no es lo mismo que una familia es que el gobierno que puede imprimir su propia moneda, el yen en el caso japonés, no tiene pro-blema alguno para pagar su deuda. Ciertamente, así es. Pero a medio plazo eso redu-cirá el valor adquisitivo de la moneda nacional y podrá llegar un momento en que el go-bierno tenga que aumentar los impuestos, reduciendo así la demanda efectiva. Además, si el gobierno paga sus deudas con una moneda devaluada, los acreedores sufren las pérdidas. Que el Gobierno pague con una moneda devaluada es como un impuesto implícito y siempre habrá ―alguien‖ que pague o que sufra una pérdida. Y no siempre la pérdida la sufren los ―parásitos especuladores‖ y los ―rentistas‖. Por ejemplo, el gobierno puede pagar en moneda devaluada las pensiones a los jubilados; o puede pagar con moneda devaluada los salarios, que han quedado estancados, etc. La idea de Galbraith y de Randal Wray de que la deuda puede aumentar indefinidamente sin costos, no tiene sentido. Además, frente a la idea de que el gobierno puede imprimir moneda para pa-gar sus deudas, se da la realidad de muchos gobiernos que tienen préstamos en una moneda que no pueden imprimir. Es el caso de los préstamos en dólares o en euros a gobiernos latinoamericanos. Pero tampoco los gobiernos de países del área del euro pueden imprimir euros.
Además, el caso del Japón no es el caso de Irlanda, Grecia o Portugal. De hecho, hay muchas diferencias entre la situación fiscal y económica del Japón y la de esos países. Ciertamente, el déficit presupuestario japonés se aproxima al 10% de la renta nacional y la deuda nacional acumulada llega casi a dos veces la renta nacional. Sin embargo: a) el 93% de esa deuda está en yenes; b) el Gobierno japonés es el primer acreedor neto del mundo; c) las empresas privadas japonesas también son acreedores netos; d) Japón tiene un superávit en cuenta corriente (o sea, un exceso de exportaciones sobre importaciones) equivalente al 3% de la renta nacional; e) a pesar de la recesión, los pagos de la deuda japonesa en 2009 fueron solo 1% de la renta nacional, los más bajos de todos los países desarrollados. Todo esto es muy distinto a lo que ocurre por ejem-plo en Grecia o España, que importan más de lo que exportan y cuya deuda está de-nominada en una moneda, el euro, que sus gobiernos no pueden imprimir.
Por otra parte, el estancamiento económico del Japón desde principios de los años noventa es ilustrativo de cómo las políticas de estímulo económico pueden ser comple-tamente inefectivas. La economía japonesa lleva ya casi dos décadas estancada a pe-sar de que el gobierno inyectó dosis masivas de liquidez y aumentó el gasto fiscal. Pero la inversión sigue sin recuperarse. Si los capitalistas no ven condiciones favorables para invertir –condiciones que tienen que ver con la rentabilidad y las perspectivas de de-manda—, los efectos multiplicadores previstos por la macroeconomía keynesiana no funcionan. El gobierno aumenta la demanda vía gasto público; los capitalistas reducen
sus inventarios y aumentan su liquidez, pero no vuelven a invertir, por ejemplo, porque utilizan la liquidez para bajar su nivel de endeudamiento. Los bancos, a su vez, se apro-visionan de liquidez para hacer frente a posibles caídas de sus activos y la economía sigue estancada.
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La deuda pública y la riqueza nacional
Marx tenía una visión sobre la deuda pública muy distinta a la que hoy difunden muchos economistas que son considerados de izquierdas y progresistas. En El Capital, Marx dice lo siguiente:
Como la deuda pública tiene que ser respaldada por los ingresos del Estado, que han de cu-brir los intereses y demás pagos anuales, el sistema de los empréstitos públicos tenía que te-ner forzosamente su complemento en el moderno sistema tributario. Los empréstitos permiten a los gobiernos hacer frente a gastos extraordinarios sin que el contribuyente se dé cuenta de momento, pero provocan, a la larga, un recargo en los tributos. A su vez, el recargo de im-puestos que trae consigo la acumulación de las deudas contraídas sucesivamente obliga al gobierno a emitir nuevos empréstitos, en cuanto se presentan nuevos gastos extraordinarios.
Por ello, continúa Marx, el sistema fiscal moderno, que gira en torno a los impuestos sobre los artículos de primera necesidad y tiende a encarecerlos, es decir, a generar inflación, lleva en sí mismo la tendencia general a expandirse más y más:
El sistema del crédito público, es decir, de la deuda del estado, cuyos orígenes descubríamos ya en Génova y en Venecia en la Edad Media, se adueñó de toda Europa durante el período manufacturero. El sistema colonial, con su comercio marítimo y sus guerras comerciales, le sirvió de acicate. Por eso fue Holanda el primer país en que arraigó. La deuda pública (...) im-prime su sello a la era capitalista. La única parte de la llamada riqueza nacional que entra real y verdaderamente en posesión colectiva de los pueblos modernos es... la deuda pública.
Afirmación de Marx que los ciudadanos trabajadores griegos, españoles y de otros paí-ses sentirán en sus carnes —si no consiguen evitarlo con sus protestas— en estos tiempos en los que, tras salvamentos millonarios a los bancos, los Estados necesitan que los ciudadanos «se aprieten el cinturón».
Tampoco Keynes, autor que inspira a los Galbraith, mantenía que los gobiernos pu-dieran endeudarse indefinidamente y que la demanda se sostuviera por esta vía. Lo que planteaba Keynes era que en medio de una recesión no deben aplicarse ajustes presu-puestarios –como hoy recomienda un sector del establishment económico– y que un aumento del déficit, con vistas a activar la demanda de inversión, puede ayudar a sacar a la economía de la recesión. En su esquema, el gasto estatal impulsaría la demanda, lo que aumentaría el ingreso, lo que a su vez permitiría aumentar el ahorro (entre otros factores, aumentando la recaudación fiscal), que financiaría el aumento del gasto. Se puede discutir acerca de la eficacia de estos remedios para salir de una depresión. Desde la teoría marxista se puede explicar por qué las crisis son inherentes al sistema capitalista y no pueden evitarse ni con políticas monetarias, ni con políticas fiscales. La «sintonía fina» macroeconómica, la política económica «sabia» que predican los keyne-sianos no parece haber servido para prevenir las recesiones en el último medio siglo. De todas maneras, volviendo a las ideas de James Galbraith, no se puede sostener con un mínimo de seriedad que desde la perspectiva de Keynes el déficit fiscal permanente no constituya problema alguno.
La deuda pública y la riqueza nacional
Marx tenía una visión sobre la deuda pública muy distinta a la que hoy difunden muchos economistas que son considerados de izquierdas y progresistas. En El Capital, Marx dice lo siguiente:
Como la deuda pública tiene que ser respaldada por los ingresos del Estado, que han de cu-brir los intereses y demás pagos anuales, el sistema de los empréstitos públicos tenía que te-ner forzosamente su complemento en el moderno sistema tributario. Los empréstitos permiten a los gobiernos hacer frente a gastos extraordinarios sin que el contribuyente se dé cuenta de momento, pero provocan, a la larga, un recargo en los tributos. A su vez, el recargo de im-puestos que trae consigo la acumulación de las deudas contraídas sucesivamente obliga al gobierno a emitir nuevos empréstitos, en cuanto se presentan nuevos gastos extraordinarios.
Por ello, continúa Marx, el sistema fiscal moderno, que gira en torno a los impuestos sobre los artículos de primera necesidad y tiende a encarecerlos, es decir, a generar inflación, lleva en sí mismo la tendencia general a expandirse más y más:
El sistema del crédito público, es decir, de la deuda del estado, cuyos orígenes descubríamos ya en Génova y en Venecia en la Edad Media, se adueñó de toda Europa durante el período manufacturero. El sistema colonial, con su comercio marítimo y sus guerras comerciales, le sirvió de acicate. Por eso fue Holanda el primer país en que arraigó. La deuda pública (...) im-prime su sello a la era capitalista. La única parte de la llamada riqueza nacional que entra real y verdaderamente en posesión colectiva de los pueblos modernos es... la deuda pública.
Afirmación de Marx que los ciudadanos trabajadores griegos, españoles y de otros paí-ses sentirán en sus carnes —si no consiguen evitarlo con sus protestas— en estos tiempos en los que, tras salvamentos millonarios a los bancos, los Estados necesitan que los ciudadanos «se aprieten el cinturón».
Tampoco Keynes, autor que inspira a los Galbraith, mantenía que los gobiernos pu-dieran endeudarse indefinidamente y que la demanda se sostuviera por esta vía. Lo que planteaba Keynes era que en medio de una recesión no deben aplicarse ajustes presu-puestarios –como hoy recomienda un sector del establishment económico– y que un aumento del déficit, con vistas a activar la demanda de inversión, puede ayudar a sacar a la economía de la recesión. En su esquema, el gasto estatal impulsaría la demanda, lo que aumentaría el ingreso, lo que a su vez permitiría aumentar el ahorro (entre otros factores, aumentando la recaudación fiscal), que financiaría el aumento del gasto. Se puede discutir acerca de la eficacia de estos remedios para salir de una depresión. Desde la teoría marxista se puede explicar por qué las crisis son inherentes al sistema capitalista y no pueden evitarse ni con políticas monetarias, ni con políticas fiscales. La «sintonía fina» macroeconómica, la política económica «sabia» que predican los keyne-sianos no parece haber servido para prevenir las recesiones en el último medio siglo. De todas maneras, volviendo a las ideas de James Galbraith, no se puede sostener con un mínimo de seriedad que desde la perspectiva de Keynes el déficit fiscal permanente no constituya problema alguno.
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La realidad de las crisis en la «economía de mercado»
Galbraith dice que los déficit fiscales «le ponen dinero en el bolsillo a la gente», una idea atractiva, similar en cierto sentido a la de los economistas conservadores, que siempre insisten en recortar impuestos al consumo y a las rentas para aumentar el in-greso y así estimular la economía. Desde la perspectiva de los seguidores actuales de Keynes el déficit fiscal es a menudo la forma de resolver el desempleo, la pobreza y prácticamente todos los males de nuestra «economía de mercado». Una política económica adecuada mediante restricción crediticia e impuestos altos en los periodos de expansión y estímulo durante los periodos de recesión —mediante recortes de im-puestos, tipos de interés bajos y gasto público elevado, financiado mediante déficit— conseguirá un crecimiento económico sin altibajos y con pleno empleo. En unas pocas décadas seremos así tan ricos que la jornada laboral se habrá reducido a cuatro o cinco horas y el principal problema de los seres humanos será qué hacer con el tiempo libre. Esa era la previsión de Keynes hace casi ochenta años. Lástima que esa previsión no se haya cumplido, que la economía haya seguido teniendo recesiones cada pocos años y que desde que la jornada laboral se redujo a unas ocho horas por las luchas obreras a finales del siglo XIX, apenas haya habido ninguna mejora ulterior. De hecho, en países como EEUU o Japón las estadísticas prueban que antes de la recesión actual la jornada laboral promedio pasaba con mucho de las ocho horas diarias. Muchas veces se hacen chistes sobre las profecías fallidas de Marx, que a mediados del siglo XIX pensaba que en pocos años se llegaría a una sociedad sin clases sociales. Pero no fue Marx el único economista cuyas profecías no se cumplieron.
Sin embargo, Marx pensaba que en el sistema económico actual las crisis (o sea, las recesiones o depresiones, en terminología actual), son un fenómeno habitual y todo indica que en eso estaba bastante atinado. James Galbraith y Randall Wray nos dicen que desde finales del siglo XVIII hasta el presente ha habido seis periodos en los que el gobierno federal de EEUU no ha tenido presupuestos deficitarios y que esos seis periodos de gasto público equilibrado han llevado todos ellos a la recesión. Y bien, se les podría preguntar, ¿qué prueba eso? Porque, ¿cuántas recesiones ha habido desde finales del siglo XVIII hasta el presente en EEUU? Desde luego, no seis, sino muchísimas más. Por ejemplo, Diebold y Rudebusch contabilizan 30 recesio-nes solo en el casi siglo y medio transcurrido entre 1855 y 1991. Esto es aproxima-damente una recesión cada cuatro o cinco años. Y desde el final de la segunda guerra mundial, cuando la teoría económica keynesiana se hizo predominante y se aplicaron políticas económicas keynesianas en general, en la economía estadounidense se registraron según la cronología del National Bureau of Economic Research rece-siones (de muy diversa duración) iniciadas en los años 1948, 1953, 1957, 1960, 1969, 1973, 1980, 1981, 1990, 2001 y la recesión prácticamente mundial del 2007, de la que hay serias dudas que la economía mundial esté ahora saliendo. Y, por cierto, las re-cesiones en décadas recientes, ni en EEUU ni en otros países han estado precedidas de periodos de presupuesto no deficitario. Tanto durante los mandatos presidenciales de los dos Bush (1989-1993 y 1993-2001) como de Clinton (1993-2001) el gasto público en general excedió la recaudación fiscal, salvo un par de años durante la expansión de los años noventa. Durante la presidencia de Bush II el déficit presupuestario del go-bierno federal estadounidense se disparó cuando el gobierno gastó a manos llenas en sus aventuras militares en Irak y Afganistán (aventuras en las que hoy continúa la admi-nistración Obama). Pero todo eso no previno la crisis que comenzó a finales del 2007.
La realidad de las crisis en la «economía de mercado»
Galbraith dice que los déficit fiscales «le ponen dinero en el bolsillo a la gente», una idea atractiva, similar en cierto sentido a la de los economistas conservadores, que siempre insisten en recortar impuestos al consumo y a las rentas para aumentar el in-greso y así estimular la economía. Desde la perspectiva de los seguidores actuales de Keynes el déficit fiscal es a menudo la forma de resolver el desempleo, la pobreza y prácticamente todos los males de nuestra «economía de mercado». Una política económica adecuada mediante restricción crediticia e impuestos altos en los periodos de expansión y estímulo durante los periodos de recesión —mediante recortes de im-puestos, tipos de interés bajos y gasto público elevado, financiado mediante déficit— conseguirá un crecimiento económico sin altibajos y con pleno empleo. En unas pocas décadas seremos así tan ricos que la jornada laboral se habrá reducido a cuatro o cinco horas y el principal problema de los seres humanos será qué hacer con el tiempo libre. Esa era la previsión de Keynes hace casi ochenta años. Lástima que esa previsión no se haya cumplido, que la economía haya seguido teniendo recesiones cada pocos años y que desde que la jornada laboral se redujo a unas ocho horas por las luchas obreras a finales del siglo XIX, apenas haya habido ninguna mejora ulterior. De hecho, en países como EEUU o Japón las estadísticas prueban que antes de la recesión actual la jornada laboral promedio pasaba con mucho de las ocho horas diarias. Muchas veces se hacen chistes sobre las profecías fallidas de Marx, que a mediados del siglo XIX pensaba que en pocos años se llegaría a una sociedad sin clases sociales. Pero no fue Marx el único economista cuyas profecías no se cumplieron.
Sin embargo, Marx pensaba que en el sistema económico actual las crisis (o sea, las recesiones o depresiones, en terminología actual), son un fenómeno habitual y todo indica que en eso estaba bastante atinado. James Galbraith y Randall Wray nos dicen que desde finales del siglo XVIII hasta el presente ha habido seis periodos en los que el gobierno federal de EEUU no ha tenido presupuestos deficitarios y que esos seis periodos de gasto público equilibrado han llevado todos ellos a la recesión. Y bien, se les podría preguntar, ¿qué prueba eso? Porque, ¿cuántas recesiones ha habido desde finales del siglo XVIII hasta el presente en EEUU? Desde luego, no seis, sino muchísimas más. Por ejemplo, Diebold y Rudebusch contabilizan 30 recesio-nes solo en el casi siglo y medio transcurrido entre 1855 y 1991. Esto es aproxima-damente una recesión cada cuatro o cinco años. Y desde el final de la segunda guerra mundial, cuando la teoría económica keynesiana se hizo predominante y se aplicaron políticas económicas keynesianas en general, en la economía estadounidense se registraron según la cronología del National Bureau of Economic Research rece-siones (de muy diversa duración) iniciadas en los años 1948, 1953, 1957, 1960, 1969, 1973, 1980, 1981, 1990, 2001 y la recesión prácticamente mundial del 2007, de la que hay serias dudas que la economía mundial esté ahora saliendo. Y, por cierto, las re-cesiones en décadas recientes, ni en EEUU ni en otros países han estado precedidas de periodos de presupuesto no deficitario. Tanto durante los mandatos presidenciales de los dos Bush (1989-1993 y 1993-2001) como de Clinton (1993-2001) el gasto público en general excedió la recaudación fiscal, salvo un par de años durante la expansión de los años noventa. Durante la presidencia de Bush II el déficit presupuestario del go-bierno federal estadounidense se disparó cuando el gobierno gastó a manos llenas en sus aventuras militares en Irak y Afganistán (aventuras en las que hoy continúa la admi-nistración Obama). Pero todo eso no previno la crisis que comenzó a finales del 2007.
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¿Cómo se sale de las crisis económicas?
Actualmente el FMI, algunos gobiernos como el de Alemania y una parte de los econo-mistas «de derechas» proponen reducir drásticamente los gastos sociales y el subsidio de desempleo, recortar salarios, hacer que el despido sea libre y que se pueda contratar a todo el mundo en precario (esto suelen llamarlo flexibilización del mercado laboral) y que no haya regulación alguna de los mercados. Otro sector de la economía académi-ca, conformado entre otros por los economistas vinculados a la administración de Oba-ma, los articulistas del Financial Times y la influyente revista The Economist, critica la política de la Merkel y sostiene que los países más fuertes, como Alemania, Francia y EEUU, deben seguir aumentando el gasto público con una política monetaria expansiva. Este sector también está de acuerdo en imponer mayor regulación a los mercados fi-nancieros y a los bancos. Frente a estas alternativas del establishment económico, los economistas «de izquierdas», como Galbraith y Wray, piden en cambio que aumenten los salarios para que haya más demanda, que se aumente el gasto público para que se creen puestos de trabajo y que haya subsidio de desempleo y se aumenten las medidas de protección social. Cualquiera que tenga dos dedos de frente y cierta «sensibilidad social» diría que esto último es mucho mejor, ¿no?
La cuestión aquí, es separar dos cosas que aunque tienen relación, son distintas. Por una parte, está la realidad económica, cómo funciona el sistema de producción y distri-bución de la «economía de mercado» y si lo que dicen sobre ese funcionamiento distin-tas escuelas de pensamiento es cierto o es falso. Por otra parte, está la cuestión de qué es lo que favorece a unos sectores de la sociedad, a unas clases sociales, y qué favo-rece a otras.
Por ejemplo, desde una perspectiva de defensa de los intereses de los asalariados es evidente que hay que defender medidas como el subsidio de desempleo, porque los desempleados tienen que poder vivir. Pero es ilusorio decir, como se dice a veces des-de posiciones supuestamente progresistas, que el subsidio de desempleo crea deman-da y por tanto favorece la salida de la crisis. Ciertamente, el dinero del subsidio que se paga a los desempleados crea demanda, pero si, por ejemplo, la cuantía total anual del subsidio es 2000 millones, como los subsidios son siempre menores que los salarios que reemplazan, la demanda de bienes de consumo que puedan crear esos 2000 millo-nes siempre será menor que la demanda anual que creaban los salarios de los emplea-dos antes de que comenzara la crisis que, supongamos, eran 3000 millones. Si con una demanda de consumo de 3000 la demanda era insuficiente para cubrir la oferta, con 2000 millones la insuficiencia de la demanda será mucho mayor.
Lo clave para que se recupere la demanda son las inversiones. En el mundo hay aho-ra enormes masas de dinero que antes o después necesita encontrar «oportunidades de inversión». Y oportunidades de inversión significa empresas con buenas perspecti-vas de producir ganancia. Como las ganancias empresariales son la diferencia entre ventas totales y costos, y un componente importante de los costos son los costos sala-riales, para que aumente la inversión es clave que aumente la rentabilidad, por ejemplo, mediante la reducción de los salarios. Como el subsidio de desempleo al menos en al-guna medida reduce la presión a la baja que el desempleo masivo pone sobre los sala-rios, dificulta la recuperación de la rentabilidad empresarial y, por tanto, la recuperación de la rentabilidad. Decir simplemente que se puede salir de la crisis porque el subsidio de desempleo o los aumentos de salarios aumentan la demanda agregada y de esa forma estimulan la economía es ignorar el mecanismo básico del capitalismo, que es la explotación del trabajo asalariado. Las empresas obtienen mayor rentabilidad cuanto menores son los salarios y estos son tanto menores cuanto más presione la necesidad sobre los asalariados, forzándoles a aceptar cualquier trabajo y cualquier ingreso. Si los salarios son muy bajos las ganancias serán muy altas y la economía no solo recibirá un
estímulo sino que se acelerará sobremanera, por la afluencia de inversiones de capital, atraídas por esa alta rentabilidad. En una ocasión Marx citó con aprobación al sindicalis-ta inglés Thomas Dunning, quien afirmaba que el capital
tiene horror a la ausencia de ganancia o a la ganancia demasiado pequeña, como la naturale-za tiene horror al vacío. Conforme aumenta la ganancia, el capital se envalentona. Asegúrese-le un 10% y acudirá adonde sea; un 20%, y se sentirá ya animado; con un 50%, positivamente temerario; al 100%, es capaz de saltar por encima de todas las leyes humanas; el 300%, y no hay crimen a que no se arriesgue aunque arrostre el patíbulo. Si el tumulto y las riñas suponen ganancia, allí estará el capital encizañándolas.
Las crisis económicas son periodos de baja rentabilidad del capital, en los que mu-chas empresas dan pérdidas y quiebran, mientras otras tratan de sobrevivir recortando gastos, para lo cual los despidos son a menudo el mecanismo fundamental. Ambas co-sas aumentan el desempleo y esto a su vez pone presión a la baja sobre los salarios. Las quiebras de empresas y la baja de los salarios hacen que, poco a poco, las empre-sas restantes mejoren las perspectivas de negocio por disminución de la competencia, aumento de la cuota de mercado y reducción de los costos, tanto salariales como no salariales, ya que los insumos de las empresas tienden a abaratarse en las crisis, en las que en general caen todos los precios.
El argumento poskeynesiano según el cual el aumento del gasto público y la «inyec-ción de dinero» en la economía son el método ideal para resolver la crisis tiende a ocul-tar un aspecto central, que la «solución» de las crisis en el capitalismo siempre pasa por el aumento de la explotación, por la desvalorización de los capitales improductivos y la concentración del capital. De hecho, si mediante el aumento del gasto público el gobier-no inyecta liquidez en la economía (por ejemplo, mediante subsidios de desempleo, pagos para hacer obras públicas o adquisiciones a empresas nacionales de portaviones o tanques para el ejército) y las empresas, los capitalistas individuales y bancos deciden guardar las ganancias que obtienen a partir de esa actividad en forma líquida porque no ven perspectivas de inversión, la economía no se reactivará o se reactivará muy poco. Se podrían dar muchos ejemplos, como el que ya mencionamos del Japón, que muestran que no se sale de una recesión simplemente creando demanda a través de la inyección de dinero en la economía por parte del banco central. La razón de fondo es que el elemento clave en la dinámica del capitalismo es la acumulación del capital, es decir, la inversión, que a su vez depende de la rentabilidad de los capitales individuales, es decir, las empresas. El núcleo de la dinámica económica es la decisión del capitalista individual o colectivo de inyectar dinero en la circulación, es decir, invertir. El gasto esta-tal puede complementar, o facilitar esa inversión privada, pero no es lo decisivo.
En cada crisis económica la caída de los salarios, el aumento de la explotación vía incrementos de los ritmos de trabajo y el aumento de la «disciplina laboral» en los cen-tros de trabajo son componentes claves para la recuperación de las ganancias empre-sariales y del crecimiento económico. En eso la visión de la economía estándar, neo-clásica, de los economistas generalmente ligados a las instituciones financieras internacionales y a los gobiernos más conservadores, es mucho más realista que la de los economistas keynesianos. Los economistas conservadores defienden claramente los intereses de las empresas y los bancos, piden recortes de impuestos a las ganan-cias empresariales y reducción de salarios y servicios sociales y descalifican como ton-terías las ideas keynesianas de reforzar la demanda.
La lucha de los asalariados contra la reducción de los salarios y contra la supresión de servicios sociales es parte general de la defensa de los intereses de quienes produ-cen la riqueza o, lo que es lo mismo, de la lucha contra la explotación del trabajo. Por ello es reaccionario no apoyarla aunque, de hecho, esa lucha bloquea los mecanismos
habituales de superación de la crisis mediante el aumento de la explotación. En resumi-das cuentas, en las crisis o se defienden medidas para aumentar la explotación que favorecen la «vuelta a la normalidad» del crecimiento económico, o se lucha contra esas medidas y entonces se está interfiriendo con los mecanismos del sistema e, implí-citamente, empujando hacia soluciones de la crisis que van más allá del sistema capita-lista. Las ideas de muchos intelectuales y políticos o economistas poskeynesianos que desde la izquierda proponen reformas y políticas «para superar la crisis y que no la pa-guen los trabajadores» reflejan una profunda confusión sobre cómo funciona el sistema. Y, de hecho, aunque algunos economistas poskeynesianos consideran el aumento sala-rial como favorable por la creación de demanda que podría generar, otros como Dean Baker dicen sin tapujos que los salarios deben reducirse, aunque para ello proponen el medio sutil de la inflación.
Lo ocurrido en Japón en años recientes es un ejemplo ilustrativo de cómo un compo-nente clave de las crisis es el aumento de la explotación de los trabajadores. En todo ese periodo los salarios estuvieron estancados o se redujeron y la situación general de los trabajadores empeoró, especialmente durante el 2009, año en el que, según informa The Economist, los bonos que se pagan a los trabajadores en las grandes empresas bajaron aproximadamente un 15%. Los trabajadores jóvenes que son admitidos a las empresas reciben salarios mucho menores que los trabajadores con antigüedad y los puestos permanentes, de por vida, tradicionales en las empresas japonesas, son cosa del pasado, ya no se garantizan, los puestos temporales y precarios son cada vez más frecuentes. Quienes tienen esos puestos carecen de seguridad laboral, no reciben los bonos que representan un 20% del ingreso de los trabajadores regulares, no disponen de vacaciones pagadas ni subsidios para pagar la seguridad social. Muchas empresas están además imponiendo jubilaciones anticipadas, a edades de alrededor de 50 años, para disminuir costos.
Algo similar ha sucedido en EEUU, donde la recesión que comenzó a finales del 2007 ha hecho que se reduzcan los salarios y aumente la productividad. Así, según estadísti-cas oficiales del Bureau of Labor Statistics entre el 2008 y el 2009, de cuarto a cuatro trimestre el producto por hora de las personas empleadas aumentó casi un 6% mientras que la compensación real por hora se redujo casi 2% y los costos laborales unitarios disminuyeron 5,2%.
Todo esto, sin embargo, no es ninguna novedad. Son las medidas tradicionales que se proponen en cada país cada vez que el capitalismo hace crisis. Las soluciones que se proponen implican defender el valor de las propiedades de quienes tienen el poder económico (y político) y aumentar las ganancias del capital mediante reducciones de salarios. De todas formas, aunque los recortes de salarios no se propongan, el sistema los promueve automáticamente en cada crisis. No hay propuesta más convincente para reducir salarios que la masa de desempleados en busca de trabajo que se multiplica en cada recesión.
¿Cómo se sale de las crisis económicas?
Actualmente el FMI, algunos gobiernos como el de Alemania y una parte de los econo-mistas «de derechas» proponen reducir drásticamente los gastos sociales y el subsidio de desempleo, recortar salarios, hacer que el despido sea libre y que se pueda contratar a todo el mundo en precario (esto suelen llamarlo flexibilización del mercado laboral) y que no haya regulación alguna de los mercados. Otro sector de la economía académi-ca, conformado entre otros por los economistas vinculados a la administración de Oba-ma, los articulistas del Financial Times y la influyente revista The Economist, critica la política de la Merkel y sostiene que los países más fuertes, como Alemania, Francia y EEUU, deben seguir aumentando el gasto público con una política monetaria expansiva. Este sector también está de acuerdo en imponer mayor regulación a los mercados fi-nancieros y a los bancos. Frente a estas alternativas del establishment económico, los economistas «de izquierdas», como Galbraith y Wray, piden en cambio que aumenten los salarios para que haya más demanda, que se aumente el gasto público para que se creen puestos de trabajo y que haya subsidio de desempleo y se aumenten las medidas de protección social. Cualquiera que tenga dos dedos de frente y cierta «sensibilidad social» diría que esto último es mucho mejor, ¿no?
La cuestión aquí, es separar dos cosas que aunque tienen relación, son distintas. Por una parte, está la realidad económica, cómo funciona el sistema de producción y distri-bución de la «economía de mercado» y si lo que dicen sobre ese funcionamiento distin-tas escuelas de pensamiento es cierto o es falso. Por otra parte, está la cuestión de qué es lo que favorece a unos sectores de la sociedad, a unas clases sociales, y qué favo-rece a otras.
Por ejemplo, desde una perspectiva de defensa de los intereses de los asalariados es evidente que hay que defender medidas como el subsidio de desempleo, porque los desempleados tienen que poder vivir. Pero es ilusorio decir, como se dice a veces des-de posiciones supuestamente progresistas, que el subsidio de desempleo crea deman-da y por tanto favorece la salida de la crisis. Ciertamente, el dinero del subsidio que se paga a los desempleados crea demanda, pero si, por ejemplo, la cuantía total anual del subsidio es 2000 millones, como los subsidios son siempre menores que los salarios que reemplazan, la demanda de bienes de consumo que puedan crear esos 2000 millo-nes siempre será menor que la demanda anual que creaban los salarios de los emplea-dos antes de que comenzara la crisis que, supongamos, eran 3000 millones. Si con una demanda de consumo de 3000 la demanda era insuficiente para cubrir la oferta, con 2000 millones la insuficiencia de la demanda será mucho mayor.
Lo clave para que se recupere la demanda son las inversiones. En el mundo hay aho-ra enormes masas de dinero que antes o después necesita encontrar «oportunidades de inversión». Y oportunidades de inversión significa empresas con buenas perspecti-vas de producir ganancia. Como las ganancias empresariales son la diferencia entre ventas totales y costos, y un componente importante de los costos son los costos sala-riales, para que aumente la inversión es clave que aumente la rentabilidad, por ejemplo, mediante la reducción de los salarios. Como el subsidio de desempleo al menos en al-guna medida reduce la presión a la baja que el desempleo masivo pone sobre los sala-rios, dificulta la recuperación de la rentabilidad empresarial y, por tanto, la recuperación de la rentabilidad. Decir simplemente que se puede salir de la crisis porque el subsidio de desempleo o los aumentos de salarios aumentan la demanda agregada y de esa forma estimulan la economía es ignorar el mecanismo básico del capitalismo, que es la explotación del trabajo asalariado. Las empresas obtienen mayor rentabilidad cuanto menores son los salarios y estos son tanto menores cuanto más presione la necesidad sobre los asalariados, forzándoles a aceptar cualquier trabajo y cualquier ingreso. Si los salarios son muy bajos las ganancias serán muy altas y la economía no solo recibirá un
estímulo sino que se acelerará sobremanera, por la afluencia de inversiones de capital, atraídas por esa alta rentabilidad. En una ocasión Marx citó con aprobación al sindicalis-ta inglés Thomas Dunning, quien afirmaba que el capital
tiene horror a la ausencia de ganancia o a la ganancia demasiado pequeña, como la naturale-za tiene horror al vacío. Conforme aumenta la ganancia, el capital se envalentona. Asegúrese-le un 10% y acudirá adonde sea; un 20%, y se sentirá ya animado; con un 50%, positivamente temerario; al 100%, es capaz de saltar por encima de todas las leyes humanas; el 300%, y no hay crimen a que no se arriesgue aunque arrostre el patíbulo. Si el tumulto y las riñas suponen ganancia, allí estará el capital encizañándolas.
Las crisis económicas son periodos de baja rentabilidad del capital, en los que mu-chas empresas dan pérdidas y quiebran, mientras otras tratan de sobrevivir recortando gastos, para lo cual los despidos son a menudo el mecanismo fundamental. Ambas co-sas aumentan el desempleo y esto a su vez pone presión a la baja sobre los salarios. Las quiebras de empresas y la baja de los salarios hacen que, poco a poco, las empre-sas restantes mejoren las perspectivas de negocio por disminución de la competencia, aumento de la cuota de mercado y reducción de los costos, tanto salariales como no salariales, ya que los insumos de las empresas tienden a abaratarse en las crisis, en las que en general caen todos los precios.
El argumento poskeynesiano según el cual el aumento del gasto público y la «inyec-ción de dinero» en la economía son el método ideal para resolver la crisis tiende a ocul-tar un aspecto central, que la «solución» de las crisis en el capitalismo siempre pasa por el aumento de la explotación, por la desvalorización de los capitales improductivos y la concentración del capital. De hecho, si mediante el aumento del gasto público el gobier-no inyecta liquidez en la economía (por ejemplo, mediante subsidios de desempleo, pagos para hacer obras públicas o adquisiciones a empresas nacionales de portaviones o tanques para el ejército) y las empresas, los capitalistas individuales y bancos deciden guardar las ganancias que obtienen a partir de esa actividad en forma líquida porque no ven perspectivas de inversión, la economía no se reactivará o se reactivará muy poco. Se podrían dar muchos ejemplos, como el que ya mencionamos del Japón, que muestran que no se sale de una recesión simplemente creando demanda a través de la inyección de dinero en la economía por parte del banco central. La razón de fondo es que el elemento clave en la dinámica del capitalismo es la acumulación del capital, es decir, la inversión, que a su vez depende de la rentabilidad de los capitales individuales, es decir, las empresas. El núcleo de la dinámica económica es la decisión del capitalista individual o colectivo de inyectar dinero en la circulación, es decir, invertir. El gasto esta-tal puede complementar, o facilitar esa inversión privada, pero no es lo decisivo.
En cada crisis económica la caída de los salarios, el aumento de la explotación vía incrementos de los ritmos de trabajo y el aumento de la «disciplina laboral» en los cen-tros de trabajo son componentes claves para la recuperación de las ganancias empre-sariales y del crecimiento económico. En eso la visión de la economía estándar, neo-clásica, de los economistas generalmente ligados a las instituciones financieras internacionales y a los gobiernos más conservadores, es mucho más realista que la de los economistas keynesianos. Los economistas conservadores defienden claramente los intereses de las empresas y los bancos, piden recortes de impuestos a las ganan-cias empresariales y reducción de salarios y servicios sociales y descalifican como ton-terías las ideas keynesianas de reforzar la demanda.
La lucha de los asalariados contra la reducción de los salarios y contra la supresión de servicios sociales es parte general de la defensa de los intereses de quienes produ-cen la riqueza o, lo que es lo mismo, de la lucha contra la explotación del trabajo. Por ello es reaccionario no apoyarla aunque, de hecho, esa lucha bloquea los mecanismos
habituales de superación de la crisis mediante el aumento de la explotación. En resumi-das cuentas, en las crisis o se defienden medidas para aumentar la explotación que favorecen la «vuelta a la normalidad» del crecimiento económico, o se lucha contra esas medidas y entonces se está interfiriendo con los mecanismos del sistema e, implí-citamente, empujando hacia soluciones de la crisis que van más allá del sistema capita-lista. Las ideas de muchos intelectuales y políticos o economistas poskeynesianos que desde la izquierda proponen reformas y políticas «para superar la crisis y que no la pa-guen los trabajadores» reflejan una profunda confusión sobre cómo funciona el sistema. Y, de hecho, aunque algunos economistas poskeynesianos consideran el aumento sala-rial como favorable por la creación de demanda que podría generar, otros como Dean Baker dicen sin tapujos que los salarios deben reducirse, aunque para ello proponen el medio sutil de la inflación.
Lo ocurrido en Japón en años recientes es un ejemplo ilustrativo de cómo un compo-nente clave de las crisis es el aumento de la explotación de los trabajadores. En todo ese periodo los salarios estuvieron estancados o se redujeron y la situación general de los trabajadores empeoró, especialmente durante el 2009, año en el que, según informa The Economist, los bonos que se pagan a los trabajadores en las grandes empresas bajaron aproximadamente un 15%. Los trabajadores jóvenes que son admitidos a las empresas reciben salarios mucho menores que los trabajadores con antigüedad y los puestos permanentes, de por vida, tradicionales en las empresas japonesas, son cosa del pasado, ya no se garantizan, los puestos temporales y precarios son cada vez más frecuentes. Quienes tienen esos puestos carecen de seguridad laboral, no reciben los bonos que representan un 20% del ingreso de los trabajadores regulares, no disponen de vacaciones pagadas ni subsidios para pagar la seguridad social. Muchas empresas están además imponiendo jubilaciones anticipadas, a edades de alrededor de 50 años, para disminuir costos.
Algo similar ha sucedido en EEUU, donde la recesión que comenzó a finales del 2007 ha hecho que se reduzcan los salarios y aumente la productividad. Así, según estadísti-cas oficiales del Bureau of Labor Statistics entre el 2008 y el 2009, de cuarto a cuatro trimestre el producto por hora de las personas empleadas aumentó casi un 6% mientras que la compensación real por hora se redujo casi 2% y los costos laborales unitarios disminuyeron 5,2%.
Todo esto, sin embargo, no es ninguna novedad. Son las medidas tradicionales que se proponen en cada país cada vez que el capitalismo hace crisis. Las soluciones que se proponen implican defender el valor de las propiedades de quienes tienen el poder económico (y político) y aumentar las ganancias del capital mediante reducciones de salarios. De todas formas, aunque los recortes de salarios no se propongan, el sistema los promueve automáticamente en cada crisis. No hay propuesta más convincente para reducir salarios que la masa de desempleados en busca de trabajo que se multiplica en cada recesión.
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Capitalismo, socialismo, crisis económicas y el futuro de la humanidad
El aspecto clave del capitalismo, persistente mostrado por los hechos y tercamente ne-gado por los políticos y los economistas conservadores o reformistas es que el funda-mento del sistema es conseguir y aumentar la ganancia empresarial, la rentabilidad del capital a corto plazo. Bajo el capitalismo, a ese objetivo se subordina todo lo demás.
A comienzos del siglo XIX, cuando la revolución industrial en Inglaterra estaba po-niendo las bases de un enorme sufrimiento de los campesinos expulsados de sus tie-rras y convertidos en trabajadores industriales, se crearon muchas utopías sociales. Las utopías comunistas de Campanela y Thomas Moro eran antiguas, las de Fourier y Saint
Simon surgieron precisamente en aquellos tiempos. Era cuando Adam Smith y David Ricardo predicaban las virtudes de la moderna economía de mercado y el cura Malthus culpaba a los obreros de sus propios males, por no ser castos y tener demasiados hijos. Federico Engels comenzó su crítica social atacando las teorías de Smith, Ricardo y Malthus. Fue en parte a partir de la lectura de esas críticas que Marx se hizo comunista y se interesó en los fenómenos y las teorías económicas. Pronto la labor de ambos, aparte del estudio de los fenómenos sociales y la labor directa en organizaciones obre-ras, se centró en la crítica de las ideas económicas y sociales de otras corrientes y auto-res. Frente a quienes como Proudhom en Francia, los fabianos ingleses, o los partida-rios del Henry George en EEUU pretendían reformar la sociedad para así mejorarla y hacerla menos injusta y menos hiriente para los trabajadores, Marx enfatizó que la lucha por reformas solo podría conseguir mejoras transitorias y efímeras, y que la lucha clave era la de transformar la organización económica y social de la sociedad. Quienes pocos años tras la muerte de Engels todavía defendían esas ideas en el movimiento socialista, como Karl Liebnecht, Rosa Luxemburg o Vladimir Ilich Lenin, pronto se vieron forzados a oponerse a una gran carnicería, la guerra mundial de 1914-1918. Quienes habían enfatizado la necesidad de ser realistas y de luchar por las reformas inmediatas como medio de cambiar la sociedad participaron gustosos en esa carnicería. Mucho ha llovido desde aquel entonces y las experiencias socialistas y comunistas del siglo XX han sido diversas, variadas y en gran medida decepcionantes. Eso exige aprender de todas esas experiencias y, más que nunca, que quienes se oponen al capitalismo convenzan con argumentos, no con inventos y soluciones fáciles.
James Galbraith y muchos otros economistas keynesianos han hecho valiosas críti-cas de la política social y económica conservadora. Frente a las tonterías reaccionarias de la economía neoclásica de los Milton Friedman y los Robert Lucas (que con su ―tasa natural de desempleo‖, su mundo de consumidores que optimizan entre el ocio y el tra-bajo y sus mercados financieros eficientes que tienden al equilibrio niegan las realidad del desempleo masivo y las crisis financieras recurrentes), los poskeynesianos han en-fatizado a menudo la incertidumbre y la inestabilidad de los mercados financieros y las lacras de la desigualdad social y la desocupación que el mercado no resuelve. Pero ni James Galbraith ni su padre, el mundialmente conocido John Kenneth Galbraith, autor de tantos libros interesantes y embajador estadounidense en la India, fueron nunca más allá de buscar un capitalismo reformado, y por eso sus críticas a la derecha se debilitan. De hecho John Kenneth Galbraith, afirmo una vez, lúcidamente, lo siguiente:
Yo soy una persona conservadora y por tanto tengo tendencia a buscar antídotos para las tendencias suicidas del sistema económico. Pero gracias a la típica inversión del lenguaje esta predisposición suele ganarle a uno la reputación de ser un radical.
Algo similar ocurre con Keynes, a quien muchos derechistas consideran un radical de izquierda. Pero Keynes nunca ocultó que su principal objetivo era salvar al capitalismo del socialismo, a eso iban dirigidas sus propuestas de reforma. Con plena conciencia, el aristocrático Lord Keynes tomaba partido por la burguesía y sostenía que «puedo estar influido por lo que me parece justicia y buen sentido, pero la guerra de clases me en-contrará del lado de la burguesía educada».
Quienes suscribimos este comentario también estamos convencidos como John Ken-neth Galbraith de que existen «tendencias suicidas» en el sistema capitalista. Pero en vez de dejar que el capitalismo y sus persistentes intentos suicidas sigan sometiendo a la humanidad al sufrimiento de la pobreza, la desigualdad y las crisis económicas, al riesgo permanente de la guerra y a la creciente destrucción ambiental, preferimos que el paciente se suicide de una vez para que los demás podamos vivir. Y, si hace falta, haremos lo posible por propiciarle una buena eutanasia.
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REFERENCIAS CITADAS
Baker, Dean, «La crisis griega y los economistas», SinPermiso, 9/V/2010 (www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=3308, trad. de M. Estrella, originalmente publicado en Counterpunch, 5/V/2010, www.counterpunch.org/baker05042010.html)
Diebold, Francis X., Rudebusch, G. D. Business cycles — Durations, dynamics, and forecasting (Princeton University Press, 1990).
Galbraith, John Kenneth. The great crash, 1929 (Nueva York, Yime, 1962).
Keynes, John M. Essays in persuassion (Nueva York, Norton, 1963, p. 324). La cita en la versión en castellano (Ensa-yos de persuasión, Barcelona, Crítica, 1988, trad. J. Pascual) está en la p. 300).
Marx, Carlos. Contribución a la crítica de la economía política [1859] (trad. J. Merino, Madrid, 1970, Alberto Corazón, p. 159).
Marx, Carlos. El Capital—Crítica de la economía política [1867] (trad. W. Roces, México, FCE, 1989, cap. 24, pp. 643 y 646 ).
Wray, L. Randal. «No se dejen engañar: el presupuesto público no tiene nada que ver con el presupuesto familiar» SinPermiso, 4/IV/2010 (trad. C. Altisench, http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=3227)
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Rolando Astarita es docente en la Universidad Nacional de Quilmes y en la Universidad de Buenos Aires, donde ha dictado clases sobre macroeconomía, desarrollo económico y comercio internacional. Es autor de los libros Valor, mercado mundial y globalización (Buenos Aires, Kaicron, 2006), Keynes, poskeynesianos y keynesianos neoclásicos (Buenos Aires, Edic. Univ. de Quilmes, 2008), El capitalismo roto (Barcelona, Fundación Andreu Nin, 2009) y Monopo-lio, imperialismo e intercambio desigual (Madrid, Maia, 2009).
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José A. Tapia es economista especializado en salud pública e investigador en la Universidad de Michigan, Ann Arbor. Ha publicado trabajos en Social Science & Medicine, Journal of Health Economics, Ensayos de Economía, Revista Panamericana de Salud Pública, International Journal of Political Economy, Proceedings of the National Academy of Sciences y otras revistas.
Capitalismo, socialismo, crisis económicas y el futuro de la humanidad
El aspecto clave del capitalismo, persistente mostrado por los hechos y tercamente ne-gado por los políticos y los economistas conservadores o reformistas es que el funda-mento del sistema es conseguir y aumentar la ganancia empresarial, la rentabilidad del capital a corto plazo. Bajo el capitalismo, a ese objetivo se subordina todo lo demás.
A comienzos del siglo XIX, cuando la revolución industrial en Inglaterra estaba po-niendo las bases de un enorme sufrimiento de los campesinos expulsados de sus tie-rras y convertidos en trabajadores industriales, se crearon muchas utopías sociales. Las utopías comunistas de Campanela y Thomas Moro eran antiguas, las de Fourier y Saint
Simon surgieron precisamente en aquellos tiempos. Era cuando Adam Smith y David Ricardo predicaban las virtudes de la moderna economía de mercado y el cura Malthus culpaba a los obreros de sus propios males, por no ser castos y tener demasiados hijos. Federico Engels comenzó su crítica social atacando las teorías de Smith, Ricardo y Malthus. Fue en parte a partir de la lectura de esas críticas que Marx se hizo comunista y se interesó en los fenómenos y las teorías económicas. Pronto la labor de ambos, aparte del estudio de los fenómenos sociales y la labor directa en organizaciones obre-ras, se centró en la crítica de las ideas económicas y sociales de otras corrientes y auto-res. Frente a quienes como Proudhom en Francia, los fabianos ingleses, o los partida-rios del Henry George en EEUU pretendían reformar la sociedad para así mejorarla y hacerla menos injusta y menos hiriente para los trabajadores, Marx enfatizó que la lucha por reformas solo podría conseguir mejoras transitorias y efímeras, y que la lucha clave era la de transformar la organización económica y social de la sociedad. Quienes pocos años tras la muerte de Engels todavía defendían esas ideas en el movimiento socialista, como Karl Liebnecht, Rosa Luxemburg o Vladimir Ilich Lenin, pronto se vieron forzados a oponerse a una gran carnicería, la guerra mundial de 1914-1918. Quienes habían enfatizado la necesidad de ser realistas y de luchar por las reformas inmediatas como medio de cambiar la sociedad participaron gustosos en esa carnicería. Mucho ha llovido desde aquel entonces y las experiencias socialistas y comunistas del siglo XX han sido diversas, variadas y en gran medida decepcionantes. Eso exige aprender de todas esas experiencias y, más que nunca, que quienes se oponen al capitalismo convenzan con argumentos, no con inventos y soluciones fáciles.
James Galbraith y muchos otros economistas keynesianos han hecho valiosas críti-cas de la política social y económica conservadora. Frente a las tonterías reaccionarias de la economía neoclásica de los Milton Friedman y los Robert Lucas (que con su ―tasa natural de desempleo‖, su mundo de consumidores que optimizan entre el ocio y el tra-bajo y sus mercados financieros eficientes que tienden al equilibrio niegan las realidad del desempleo masivo y las crisis financieras recurrentes), los poskeynesianos han en-fatizado a menudo la incertidumbre y la inestabilidad de los mercados financieros y las lacras de la desigualdad social y la desocupación que el mercado no resuelve. Pero ni James Galbraith ni su padre, el mundialmente conocido John Kenneth Galbraith, autor de tantos libros interesantes y embajador estadounidense en la India, fueron nunca más allá de buscar un capitalismo reformado, y por eso sus críticas a la derecha se debilitan. De hecho John Kenneth Galbraith, afirmo una vez, lúcidamente, lo siguiente:
Yo soy una persona conservadora y por tanto tengo tendencia a buscar antídotos para las tendencias suicidas del sistema económico. Pero gracias a la típica inversión del lenguaje esta predisposición suele ganarle a uno la reputación de ser un radical.
Algo similar ocurre con Keynes, a quien muchos derechistas consideran un radical de izquierda. Pero Keynes nunca ocultó que su principal objetivo era salvar al capitalismo del socialismo, a eso iban dirigidas sus propuestas de reforma. Con plena conciencia, el aristocrático Lord Keynes tomaba partido por la burguesía y sostenía que «puedo estar influido por lo que me parece justicia y buen sentido, pero la guerra de clases me en-contrará del lado de la burguesía educada».
Quienes suscribimos este comentario también estamos convencidos como John Ken-neth Galbraith de que existen «tendencias suicidas» en el sistema capitalista. Pero en vez de dejar que el capitalismo y sus persistentes intentos suicidas sigan sometiendo a la humanidad al sufrimiento de la pobreza, la desigualdad y las crisis económicas, al riesgo permanente de la guerra y a la creciente destrucción ambiental, preferimos que el paciente se suicide de una vez para que los demás podamos vivir. Y, si hace falta, haremos lo posible por propiciarle una buena eutanasia.
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REFERENCIAS CITADAS
Baker, Dean, «La crisis griega y los economistas», SinPermiso, 9/V/2010 (www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=3308, trad. de M. Estrella, originalmente publicado en Counterpunch, 5/V/2010, www.counterpunch.org/baker05042010.html)
Diebold, Francis X., Rudebusch, G. D. Business cycles — Durations, dynamics, and forecasting (Princeton University Press, 1990).
Galbraith, John Kenneth. The great crash, 1929 (Nueva York, Yime, 1962).
Keynes, John M. Essays in persuassion (Nueva York, Norton, 1963, p. 324). La cita en la versión en castellano (Ensa-yos de persuasión, Barcelona, Crítica, 1988, trad. J. Pascual) está en la p. 300).
Marx, Carlos. Contribución a la crítica de la economía política [1859] (trad. J. Merino, Madrid, 1970, Alberto Corazón, p. 159).
Marx, Carlos. El Capital—Crítica de la economía política [1867] (trad. W. Roces, México, FCE, 1989, cap. 24, pp. 643 y 646 ).
Wray, L. Randal. «No se dejen engañar: el presupuesto público no tiene nada que ver con el presupuesto familiar» SinPermiso, 4/IV/2010 (trad. C. Altisench, http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=3227)
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Rolando Astarita es docente en la Universidad Nacional de Quilmes y en la Universidad de Buenos Aires, donde ha dictado clases sobre macroeconomía, desarrollo económico y comercio internacional. Es autor de los libros Valor, mercado mundial y globalización (Buenos Aires, Kaicron, 2006), Keynes, poskeynesianos y keynesianos neoclásicos (Buenos Aires, Edic. Univ. de Quilmes, 2008), El capitalismo roto (Barcelona, Fundación Andreu Nin, 2009) y Monopo-lio, imperialismo e intercambio desigual (Madrid, Maia, 2009).
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José A. Tapia es economista especializado en salud pública e investigador en la Universidad de Michigan, Ann Arbor. Ha publicado trabajos en Social Science & Medicine, Journal of Health Economics, Ensayos de Economía, Revista Panamericana de Salud Pública, International Journal of Political Economy, Proceedings of the National Academy of Sciences y otras revistas.
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