A 20 años de la caída del muro: sobrevive el mito de Stalin como sepulturero del fascismo
Adam LeBor
15/11/09
Colaboración desde Euskadi
Cuando el presidente ruso Dmitry Medvedev condenó recientemente los horrores de los gulags de Stalin parecía afirmar lo obvio: “Estoy convencido de que la memoria de las tragedias nacionales es tan sagrada como la de sus victorias”, declaró en su videoblog. “Incluso ahora se oye que el enorme monto de pérdidas humanas estuvo justificado por algún tipo de objetivo superior. Ningún avance de un país, ninguno de sus éxitos o ambiciones puede alcanzarse al precio del sufrimiento y la muerte.”
Pero lo que para nosotros es obvio resulta toda una audacia en Rusia. Medvedev habló el 30 de octubre, el día nacional para la memoria de la represión política. El terror estalinista y
Quizás sea ésta una forma de racionalizar las muertes de las víctimas, como cuando los viejos bolcheviques trataban de encontrar en sus juicios ejemplares un significado donde no había ningún otro salvo el culto a Stalin. El año pasado Stalin quedó casi en la tercera posición en una encuesta televisiva que escogía al mayor ruso de toda la historia. Muchos todavía le reverencian como el líder que detuvo a los nazis. El Ejército Rojo aseguró la victoria para los Aliados, sí, pero fue por el tesón y el coraje de los soldados soviéticos, no por el de sus comisarios políticos. La victoria contra Hitler pudo haberse conseguido antes si Stalin no hubiese eliminado a la mayoría de oficiales del Ejército Rojo en sus purgas.
Pero hay poco espacio para los matices en los debates públicos en
Recién acabamos de celebrar el vigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín. Yo mismo me he pasado la mayor parte de los últimos veinte años viviendo o informando desde los antiguos países comunistas. Todavía recuerdo el sentimiento electrizante de los primeros alemanes orientales que conseguían cruzar al Oeste y como todos soñábamos con una Europa unida y feliz que exorcizase sus fantasmas de una vez por todas. Cuán inocentes fuimos en nuestro optimismo, creyendo que los recién países libres adoptarían nuestras costumbres liberales, nuestra tolerancia y nuestro entusiasmo por adoptar una responsabilidad personal en la creación de un nuevo mundo. Hubo un sueño, pero no fue más que una fantasía cómoda para nosotros, no para ellos. A medida que lo impusimos en sociedades con historias y culturas muy diferentes a las nuestras pronto devino en pesadilla: la de una terapia de shock ultra-liberal, desempleo masivo, el saqueo de los recursos estatales por parte de las antiguas elites comunistas convertidas en elites capitalistas y una corrupción y pobreza endémicas.
La reciente crisis financiera sólo ha arrojado luz a la creciente nostalgia regional por las certezas del comunismo, teñidas de un creciente y rabioso patriotismo. Los rusos no añoran Stalin porque echen en falta los nudillos golpeando la puerta a primera hora de la mañana, el viaje hacia
Adam LeBor es periodista y escritor.

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