EEUU - Elecciones en tiempos de crisis
Por Claudio TestaSocialismo o Barbarie, periódico, 07/02/08
La portada del New York Times Magazine del 27 de enero pasado, en plena vigilia por las elecciones internas de demócratas y republicanos, lo dice todo. Dos dedos sujetando una minúscula réplica del mapa de EEUU, en el cual está escrito en letras pequeñas: “¿Quién hizo desaparecer a la superpotencia?”
Este “chiste” hubiera sido inconcebible diez años atrás. Pero las elecciones presidenciales de noviembre, para las cuales se están ahora seleccionando candidatos, van a tener lugar en medio de una profunda crisis que es, además, de múltiples dimensiones. Es económica y financiera, pero también es una crisis de dominación mundial del imperialismo yanqui, además de una crisis militar. Y en el “frente interno”, se manifiesta como una crisis política, acompañada de un profundo sentimiento de pesimismo, descreimiento y desmoralización en amplios sectores que antes creían en los valores y el sistema norteamericano.
Si las cosas no han pasado a mayores, se debe principalmente a que en el “frente interno” las masas estadounidenses todavía no han irrumpido en la escena. Esta es la base sobre la cual, a pesar de su desgaste y desprestigio, sigue en pie a nivel político-electoral el sistema bipartidista demócrata-republicano (dos partidos entre los cuales no hay diferencias de fondo). Pero ahora la crisis económica puede ahondar el malestar de los trabajadores y sectores populares y empezar a cambiar este factor fundamental de ausencia de la movilización de masas.
En ese cuadro, el proceso para elegir sucesor a Bush cobra particular relevancia. Es que el gran capital yanqui está confrontado a una “crisis de dirección” y sobre todo de orientación política y estrategia global. Un programa y una política –la neoconservadora del “nuevo siglo norteamericano” que encarnó Bush, pero que fue apoyada por la mayor parte de la burguesía– han fracasado política, económica y militarmente. Pero, al mismo tiempo, aún no está claro con qué otras orientaciones más o menos diferentes se va a reemplazar esta orientación, ni cómo salir de este atolladero.
La actual crisis “multidimensional” se identifica con los ocho años de gestión de la administración republicana, con Bush a la cabeza. Es difícil encontrar en la historia de EEUU o de otros países una acumulación tal de desastres en una sola presidencia. Podríamos sintetizarlo diciendo que “no pegó una”. Sus conversaciones privadas con Dios no le dieron resultado.
Bush comenzó su gestión con la “guerra mundial contra el terrorismo”, que apareció al principio como una cruzada triunfal, pero que desembocó en el actual empantanamiento. Y finaliza su mandato con una crisis financiera y económica que amenaza ser la más grave desde la posguerra. En el camino, se deterioró seriamente la hegemonía mundial de EEUU, donde está siendo desobedecido hasta en su tradicional “patio trasero” latinoamericano. A los ojos del mundo, perdió también legitimidad y credibilidad: en primer lugar, se vino abajo su fachada de “defensor de la democracia” y los “derechos humanos”. Para la mayoría de la población del planeta, hoy EEUU es sinónimo de guerras, torturas y matanzas. En la economía, además de la actual crisis, Bush recibió una administración con superávit fiscal y la devolverá con el mayor déficit de la historia... que va en crecimiento vertiginoso: en el ejercicio del 2008 será de US$ 410.000 millones, contra 162.000 del 2007. Y la lista completa de desastres es más larga aún.
El “cambio”: la palabra mágica de la campaña
Las elecciones primarias realizadas ya en la mayoría de los estados norteamericanos, no han arrojado resultados definitivos. En el Partido Demócrata, que se estima ganador en las elecciones de noviembre próximo, sigue la competencia entre Hillary Clinton y Barack Obama, aunque con ventaja para la primera, después de imponerse en el estratégico estado de California. En cambio, en el Partido Republicano se afirma con más certeza la candidatura de John McCain. Las incógnitas pueden subsistir hasta las convenciones partidarias que finalmente consagran los candidatos presidenciales.
En las elecciones estadounidenses –como en los comicios burgueses del resto del mundo– hay que distinguir cuidadosamente entre la campaña para consumo del gran público, con sus ribetes más o menos circenses y engañabobos, y los programas reales de los candidatos y sus diferencias entre sí.
Es posible, por ejemplo, que en el 2000 los retozos de Bill Clinton con Monica Lewinsky hayan tenido más importancia para el triunfo electoral de Bush –un candidato que en contraste predicaba la “moral” y los “valores de la familia”– que el programa de guerras que se traía en bolsillo.
Es que las campañas electorales en todo el mundo, con EEUU a la vanguardia, se han transformado en algo muy parecido a las campañas publicitarias para que la gente compre un jabón o un desodorante. Y, tal como sucedió con Bush, lo usual es que se claven.
De todos modos, hasta en sus aspectos más circenses y engañosos, las distintas campañas son significativas del momento político en que se vive. En ese sentido, en los presentes comicios de EEUU, la palabra mágica es el “cambio”.
Esta fue la consigna lanzada inicialmente por Barack Obama: “Change - You can believe in” (Cambio – Podemos creer en él). Pero luego todos, en mayor menor medida –y especialmente su rival Hillary Clinton– prometen el “cambio”, “cambiar las cosas”, etc..
Incluso los precandidatos republicanos –que cargan sobre sus espaldas la herencia maldita de Bush y desde el vamos se sienten perdedores–, tratan de presentarse como algo “nuevo”. Para eso evitan como la peste referirse a los ocho años de su presidencia. En la campaña republicana, Bush prácticamente no existió ni existe. Y quien se perfila ganador –John McCain– es un político relativamente al margen del aparato republicano y de los insufribles evangelistas de extrema derecha que dieron la nota en la presidencia de Bush.
En las campañas presidenciales anteriores (2000 y 2004) que ganó Bush, el acento de la publicidad para vender los candidatos triunfantes no era precisamente el de cambiar nada, sino el de conservar tanto la política exterior belicista como los valores más reaccionarios de la “cultura” estadounidense y el neoliberalismo más crudo a nivel económico-social. Sin embargo, el desastre político, militar y económico en que ha desembocado la aventura neoconservadora ha cambiado el humor de los votantes. Ahora se trata de “cambiar”, de buscar “algo nuevo” y “gente nueva”.
Este ha sido el secreto del increíble ascenso de la candidatura de Barack Obama, que corre con la ventaja de presentarse (falsamente) como un “outsider”, como un “nuevo” líder, al margen del aparato tradicional del Partido Demócrata, en competencia con Hillary Clinton que es del riñón de esa maquinaria política. Para eso, también reivindica que fue uno de los escasos políticos que no apoyó la guerra de Iraq, como hizo Hillary.
Gane o no la nominación como candidato presidencial demócrata, Obama es la gran novedad de estas elecciones, no porque proponga, como veremos, nada muy distinto, sino porque creció arrolladoramente al aparecer como el personaje “nuevo”, “diferente” e independiente de los aparatos partidarios. Y eso no sólo frente a las momias del Partido Republicano, sino también en relación con los demócratas. Sus votos los ha ganado principalmente entre los jóvenes, que aparecen como el sector más harto de las viejas figuras políticas y de la presente situación del país. Que, además sea negro y que lleve un apellido nada anglosajón hubieran sido antes obstáculos insalvables. Hoy lo ayudaron aparecer como un gran “cambio”.
Cambiar algo para que todo siga igual
Este viento de “cambios”, producto de la crisis múltiple de EEUU, es importante como dato de lo que está pasando en la cabeza de millones de estadounidenses., especialmente de la joven generación. Sin embargo, hay un largo trecho desde los discursos de los candidatos para venderse mejor en el mercado electoral a sus programas reales.
Aunque se trate –tanto en el caso de demócratas como de republicanos– de políticos igualmente representativos del capital imperialista, podría haber (dentro de esos límites) diferencias programáticas más o menos notorias. En los años 30, Roosevelt tenía un programa burgués muy distinto al de la derecha republicana. En el 2000, sin que hubiese diferencias tan grandes, el programa del “nuevo siglo norteamericano” de los neoconservadores que sostenía Bush no era exactamente igual al del demócrata Al Gore, mera continuidad de Clinton.
Pero, en las presentes elecciones, se da la paradoja de que mientras más se habla de “cambio”, las propuestas concretas son una nebulosa no muy diferente en todos los precandidatos, comenzando por el “innovador” Obama.
Hasta en el terreno de los mayores desastres de Bush –el de las intervenciones militares en Medio Oriente– nadie propone “levantar campamento”. Obama, por ejemplo, que ha hecho de su inicial oposición a la invasión de Iraq el estandarte de su campaña, no plantea de ninguna manera la retirada total e inmediata (como lo desea, en cambio, la mayoría del pueblo norteamericano). Sus planes (no muy concretos) se limitan a una retirada parcial en cámara lenta, pero conservando fuertes bases militares y el control colonial del país.
En verdad, los distintos “planes de retirada” de Iraq, tanto de demócratas como de republicanos, se parecen a los de “vietnamización” a fines de los 60 en la guerra de Indochina: o sea, tratar de montar un ejército títere que permita a las tropas yanquis salir de la primera línea de fuego para atrincherarse en fuertes bases militares. O sea, continuar la ocupación bajo otras formas.
Con respecto a Irán, tampoco las propuestas de Obama o de Hillary Clinton difieren esencialmente de las de los republicanos moderados: negociar con Irán... pero “conservar en la mesa todas las opciones”. O sea, si Irán no se somete, siempre estaremos a tiempo de bombardearlo.
Aunque Hillary en relación a Irán es la más hidrofóbica (quizá por la magnitud de la financiación del lobby israelí a su campaña), Obama le dobla la apuesta, porque propone bombardear además Pakistán...
Si para Hillary el cambio significa volver a la era Clinton, para Obama, sorprendentemente, es regresar a los buenos tiempos de... Ronald Reagan, que en los 80, junto con Margaret Thatcher en Gran Bretaña, encabezó la llamada “revolución conservadora”, que arrasó con las conquistas obreras en ambos países. Reagan, anticomunista rabioso, entre otras hazañas impulsó a la contra nicaragüense y a la represión en Centroamérica que costó centenares de miles de víctimas... ¡Ése es el espejo en que se mira el “innovador” Barack Obama!
A nivel de la economía, punto fundamental en la actual crisis, tampoco se aprecian hasta ahora diferencias substanciales: dólar más, dólar menos, las vagas medidas propuestas por los principales precandidatos tocan la misma música: recorte de tasas de interés y de impuestos, paquetes de estímulo al gasto, etc.
La vaguedad de las propuestas (que contrastan con la claridad del programa neoconservador que tomó la manija en el 2000 con Bush) posiblemente refleja las circunstancias de crisis, llena de debates e indecisiones en la burguesía imperialista. No aparece un recambio claro a la orientación iniciada con Bush, sino correcciones “tácticas” más o menos importantes, varias de las cuales el mismo Bush ya ha ido procesando. Hasta ahora, los aspirantes a sucederlo tampoco apuntan más allá de eso.
El problema de fondo en la situación estadounidense es la extrema debilidad de una alternativa independiente de los dos partidos de la burguesía imperialista, debilidad abonada por el retraso de las masas obreras y populares en entrar a escena.
Sin embargo, el sentimiento generalizado, sobre todo en las nuevas generaciones, a favor de cambios, es un síntoma progresivo. Pero, sin esa acción independiente, es manipulable por la demagogia electorera de los Obama y las Hillary Clinton.
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