Argentina - Transformaciones económicas y dinámicas políticas después de la crisis (Parte III - Final)
Fuente: Argenpress http://www.argenpress.info/nota.asp?num=051557&Parte=3
El peronismo y la oposición
El peronismo ha sido el vector fundamental de la recomposición capitalista. Se ha verificado como el mejor partido del orden al demostrar una versatilidad inaudita. Como un Zelig político, se va mimetizando y adaptando a las diversas circunstancias. Expresión de aquella alianza defensiva obrero-patronal defensora del mercado interno y sostenido en los sindicatos, se renovó como partido socialdemocratizado desde mitad de los 80. En los 90 condujo el proceso de liberalización y transferencia de poder a la cúpula capitalista que ningún otro partido hubiera podido siquiera comenzar; y finalmente conductor de un giro neodesarrollista en un viraje ideológico hacia la centroizquierda que captura el amplio abanico de oposición a un neoliberalismo del que formó parte hasta hace poco tiempo y del que no deja de aprovechar sus recursos.
En cada una de sus facetas el peronismo ha modificado también sus métodos, sus contornos y fuerzas internas. Aunque el kirchnerismo subió al gobierno en el 2003 con sólo el 22 % de los votos supo, en poco tiempo, crecer de una forma meteórica en la opinión pública. Su retórica por una renovación política y el manejo de las cajas del tesoro le permitió algo que parecía impensado: desplazar y marginalizar al ex presidente Duhalde, jefe del poderoso peronismo bonaerense y padrino de la candidatura de Néstor Kirchner, pero lleno de compromisos con lo más reaccionario y patoteril del peronismo. Afianzado en el poder, el mismo presidente no rechazó recostarse cada vez más en los gobernadores y jefes municipales cuyos procedimientos clientelares, punteriles y poco transparentes, no hacían honor a la exigencia de una “renovación de la política”.
De acuerdo al profundo estudio de Daniel James, el peronismo en su origen tuvo un impacto sobre los trabajadores complejo. La atracción que ejerció sobre ellos estaba asociada no sólo con la corrección de las desigualdades sociales y económicas, sino también a cierta visión de la ciudadanía y el papel de la clase trabajadora en la sociedad, otorgándole un papel “herético”, elevando la autoestima, la dignidad y el orgullo y haciendo de la clase trabajadora una clase vital y a la que no se podía desconocer. El peronismo hundió sus raíces en un sentido común en el que ser peronista y obrero era asimilable. Sobre esta identidad germinó, luego del golpe militar de 1955, el fuerte sentido de oposición a la dictadura gorila. Pero el peronismo fue también aquel sentido de justicia y reparación social, condensada en la figura de Evita (James, 2006).
El contenido de lo que es hoy el peronismo y qué papel juega en la vida cotidiana y las percepciones de sus votantes, ha cambiado tan radicalmente que es materia de controversia. Está claro, sin embargo, que el peronismo sigue siendo la opción preferencial de los pobres y de la mayoría de la clase trabajadora, como lo demostró una vez más el resultado de las elecciones presidenciales últimas.
Javier Auyero plantea la hipótesis siguiente: desde mediados de los años 80 el peronismo perdió su contenido “herético”, de oposición (incluso de oposición al clientelismo político de comité que denigraba a la clase trabajadora como clase respetable) y conservó aquel asociado a la reparación histórica, al Estado que se acuerda de los pobres, que consigue cosas, en resumen, a la mediación política para la resolución de problemas. En sus trabajos de campo Auyero recoge el recuerdo de ser peronista, lo que constituye su identidad actual: un Estado y un Movimiento que les dio cosas, que consigue y se preocupa por los pobres. Una creencia que direcciona el voto hacia intendentes, gobernadores y presidentes peronistas incluso entre la juventud de las barriadas pobres, sin experiencia de vida directa. En este relato Menem no sería un “buen” peronista (Auyero, 2001).
Es probable que sea esta misma identidad que abonó el clientelismo político durante años, haya reforzado el alto nivel de legitimidad del pasado gobierno de Kirchner como el entrante de Cristina Fernández, incluso si la simbología partidaria esté hoy diluida en el oficialista Frente para la Victoria, y las formas de reclutamiento y la organización territorial sean hoy muy diferentes que en el pasado. En este sentido el movimientismo característico del peronismo histórico ha permitido una amplia flexibilidad para el gobierno de municipalidades, la formación de listas internas, pero también para el tipo de movilización electoral mediática, sin ruido, concentraciones populares ni actos multitudinarios. Clientelismo y audiencia parecen haberse conjugado eficazmente, sobre el telón de fondo de la recuperación laboral y de los índices sociales y económicos de los últimos años.
Las elecciones presidenciales del 2007 han verificado un macizo apoyo de las bases históricas al peronismo representado por el kirchnerismo. Un cruce entre peronismo y perfil progresista que le da a este antiguo movimiento una especificidad propia. En efecto, el tipo de bipolaridad entre una coalición de centroizquierda y centroderecha que muchos pronostican y que se ha consolidado en diversos países, se ha visto siempre dificultado por las características propias del peronismo. En este caso ingentes sectores medios, base social e ideológica clásica del acervo de centroizquierda, le ha dado la espalda al kirchnerismo. Esto nos remite a la compleja relación de las clases medias con el peronismo.
Ocupado el espacio de izquierda por el gobierno la oposición, representado por el ARI de Elisa Carrió, el PRO de Macri, el UNA de Lavagna apoyado por la UCR, el peronismo ortodoxo del menemismo remanente y otros partidos menores, han sido empujados a una oposición desde la derecha. Incluso Elisa Carrió, exponente en el pasado de una franja progresista republicana ha girado en su enfoque. Avivando el sesgo antiperonista y el recordado gorilismo (aquel antiperonismo que practicó buena parte de las clases medias en el pasado y que lo consideraba un movimiento de “cabecitas negras”) la líder de la oposición sostuvo que “las clases medias se juegan en esta elección el futuro republicano” y les dio la misión de transformarse en “la fuerza de rescate de los más pobres” avivando una perspectiva clasista considerando a los pobres como rehenes del peronismo y a las clases medias como paladines de la libertad y la razón.
Cabalgando sobre la manipulación oficial de los índices estadísticos para maquillar la inflación, algunos casos de corrupción, los decretos presidenciales por sobre el parlamento, o las alianzas presidenciales con los dinosaurios peronistas que conservan en las provincias una jefatura de patronazgo que desmiente el carácter “renovador” y “transversal” de la propuesta oficial, el arco opositor ha dirigido sus críticas a las relaciones de amistad con Venezuela, la “vuelta al pasado” con el “hostigamiento” a los militares en la apertura de los juicios, o la defensa de la justicia norteamericana.
La vaga apelación a la distribución de la riqueza sirve para consolar el voto progresista, que se ha inclinado a la derecha, mientras que la alternativa que presenta la izquierda radical viene perdiendo votos.
Si en un primer momento el repertorio de medidas en temas como la renovación de la Corte Suprema o los derechos humanos favoreció un apoyo importante de las clases medias ideológicamente de centroizquierda, parte de ellas las ha ido perdiendo en el camino de estos cuatro años. Esto se verificó no sólo en el apoyo que el neoliberal Macri ha tenido en las elecciones para jefe de gobierno porteño sino en el triunfo de la oposición en los grandes centros urbanos, o la popularidad con que Macri golpea a los trabajadores municipales con despidos aprovechando la baja popularidad del sindicalismo tradicional.
Este vuelco de sectores de clase media es quizá el correlato de una tendencia conservadora en una capa social de las más beneficiadas económicamente que están viviendo un boom de consumo que no se veía desde la primera mitad de los años 90. Satisfechos en su recuperación, el fuerte peso de las clases medias altas ideológicamente reaccionarias ha contagiado hacia abajo la exigencia de poner orden y despejar las calles de piqueteros y manifestantes, en un movimiento pendular desde aquellas jornadas calientes del 2001 y 2002 donde las clases medias acompañaron entusiastas el reclamo de los sin empleo. Se podría afirmar que es justamente este sustrato conservador de las clases medias el mayor peligro de desestabilización política del gobierno hacia el futuro. Esto ha puesto en aprietos a la izquierda socialista, pues la agenda de oposición al gobierno ha sido colocada por la derecha partidaria y mediática, mientras que la izquierda anticapitalista, de creciente incidencia durante la crisis se ha desdibujado y ha perdida la iniciativa. En todo caso la conformación de un bloque político hacia la izquierda está todavía por hacerse, colocando en la agenda una perspectiva transicional hacia la resolución de demandas y tareas que requieren una recuperación del patrimonio público, un política impositiva y crediticia distinta, un proceso de renacionalización de empresas estratégicas, una política exterior antiimperialista y medidas anticapitalistas que le den solidez a la recuperación de los derechos ciudadanos y la erradicación de la pobreza e indigencia, a las políticas públicas en materia de vivienda, salud, educación y derechos laborales que la administración actual no está dispuesta por su carácter de clase a modificar sustancialmente.
La clase trabajadora entre la recuperación y las transformaciones estructurales
A raíz de la recuperación económica y de la inversión del ciclo recesivo, la clase trabajadora recuperó terreno después de mucho tiempo de haber sufrido un estado de depresión y reflujo, o de focalizar su débil resistencia en conflictos puramente defensivos, contra los despidos y las reestrcuturaciones. Se han comenzado a verificar niveles modestos de recuperación sindical a partir de las negociaciones de convenciones colectivas y del salario mínimo. En el primer momento las negociaciones fueron empujadas desde las oficinas del Ministerio de Trabajo, que decretó aumentos salariales antes aún que se convocara a la negociación de partes. En el año 2004 conflictos como los de telefónicos y subterráneos parecían alumbrar la emergencia de un nuevo sindicalismo de base en sintonía con las nuevas formas de representación que habían nacido con la crisis del 2001. Aunque cierto activismo anclado en las prácticas de democracia asamblearia y acción directa permaneció activo, sobre todo en el gremio de los docentes nacionales, esa incipiente experiencia no se expandió. En su lugar los sindicatos tradicionales agrupados en la CGT liderada por el camionero Hugo Moyano han ganado espacio, basados en el monopolio de la representación sindical y en su sociedad, siempre inestable, con el gobierno nacional. A pesar incluso del desprestigio feroz que sus prácticas burocráticas, patoteriles y el grado de enriquecimiento personal de sus directivos, genera en el conjunto de la sociedad. Incluso la Central de Trabajadores Argentinos, un movimiento sindical desprendido de la CGT con peso en la función pública y la docencia, que defiende la pluralidad de representaciones, reclama el fin del monopolio sindical y tiene simpatías con el gobierno, está exigiendo hoy, luego de cuatro años de administración progresista, su reconocimiento jurídico.
Las huelgas políticas que asolaron a las administraciones anteriores brillan por su ausencia. El racconto histórico es el siguiente: Alfonsín sufrió 13 paros generales, uno cada 6 meses; la primera presidencia de Menen 3 paros generales uno cada 24 meses; la segunda presidencia de Menem 5 paros generales uno cada 11 meses; De La Rua 9 paros generales uno cada 3 meses; Duhalde 2 paros nacionales uno cada 8 meses y Kirchner ha no ha tenido ningún paro general en sus 50 meses de gobierno.
Además, aunque han crecido los conflictos salariales y es posible que lo sigan haciendo incluso con mayor intensidad, en el nivel estrictamente reivindicativo no se ha verificado aún la conflictividad que en otros períodos históricos, como en la década del 70 o incluso en los 80 había generado una creciente polarización política, inestabilidad e inflación. Si se comparara el nivel de conflictividad medido en cantidad de huelgas, duración y cantidad de huelguistas en proporción a la expansión del ciclo económico se podría verificar con datos precisos una relativa disminución del nivel, la presión y extensión sindical respecto a los dos ciclos anteriormente mencionados. A su vez, huelgas o medidas de acción directa parecen alojarse en un nivel local o regional y de rápida o mediana resolución y las huelgas por rama de actividad no se han verificado. El acuerdo del gobierno con los dirigentes de la CGT ha facilitado la contención de mayores reclamos, que se han canalizado mediante convenios por gremio que favorecen a los de mayor capacidad negociadora, mientras que los sectores más débiles han sido rezagados, una estrategia que contribuye a la segmentación y dualización del mercado laboral.
La clase trabajadora emerge debilitada de la crisis y de los cambios estructurales que se han operado en la Argentina de los últimos 30 años incluso si el ciclo económico está favoreciendo una gimnasia laboral que en los últimos años había sido reemplazada por los piquetes de desocupados y las tomas de empresas por parte de obreros despedidos.
En la raíz de este fenómeno se encuentran una serie de cambios en el mundo productivo y laboral que la explican en parte.
Toda una serie de elementos que estuvieron en la constitución de una clase trabajadora autónoma y combativa se pueden encontrar en los orígenes del estado moderno: un tipo especial de acumulación, un sector urbano rico y diversificado en comparación a la mayoría de países latinoamericanos, una industrialización relativamente temprana y una clase obrera autónoma en las primeras décadas del siglo XX, crecimiento menos dependiente de un estado más liberal, una fuerte centralidad de la burguesía pampeana, carencia de población campesina, producción de exportables y otras características hicieron de Argentina un país dependiente y subordinado al capital inglés primero y luego al norteamericano pero también una sociedad fuertemente urbana, industrial y proletaria. A su vez las características productivas generaron con la sustitución de importaciones y la extensión del mercado interno un creciente desarrollo industrial que vino a generar las particulares contradicciones de clase y alianzas políticas que dieron origen a los que O’Donell a definido como un movimiento pendular del sector de la gran burguesía concentrada desde el período desarrollista a mediados del 50, que la inclinaba ora hacia la gran burguesía agraria para generar divisas, ora hacia la clase trabajadora y la burguesa mercado internista para aumentar la producción de bienes durables (O’Donell, 1977). El movimiento pendular promovido por el vaivén monetario (y su ciclo stop and go generado por al crisis de la balanza de pagos) caracterizó la inestabilidad política y la fractura burguesa hasta el gobierno de 1973 que por un interregno de poco tiempo desalojó a la gran burguesía del poder y permitió la última experiencia gubernativa de aquella alianza defensiva que con su impasse dio paso al golpe militar y la apertura de un ciclo distinto no concluido aún de un bloque de poder con eje en el capital concentrado. En el período de la sustitución de importaciones los salarios fueron el eje a partir del cual se estructuró la economía nacional, centrada en el consumo interno de las clases populares. El papel extraordinario jugado por los sindicatos y su peso en la vida política nacional estuvo marcado en gran parte por un tipo de combinación específica entre el tipo de desarrollo descrito y tradiciones políticas de un proletariado combativo que obligó a las clases dominantes a tomarlas en serio.
La liquidación de ese tipo de patrón de desarrollo tuvo consecuencias en la nueva constitución del bloque de poder (ruptura del empate hegemónico) que desalojó a los sindicatos de cualquier tipo de alianza circunstancial, estableció un tipo de acumulación cada vez menos dependiente del mercado interno y por lo tanto del salario obrero, estableciendo un modelo de consumo dualista incluyente de una porción minoritaria de los asalariados y a las clases medias altas y altas y la generación de excedentes exportables. A su vez la concentración del poder industrial, agrario y bancario tornó caducas el tipo de disputas intracapitalistas características de la época. La tecnificación desde los años 90 y la generación de excedentes cada vez mayores aumentando la frontera física y productiva del campo parece haber amortiguado o debilitado el tipo de crisis de balanza de pagos que las dividía. En fin, las condiciones políticas y estructurales que le dio un contorno específico y una fuerza social y política expandida a la clase obrera ya no existen más.
De aquí se derivan el impasse de los métodos de presión sindicales que aseguraron la contención de las alas revolucionarias del movimiento obrero a cambio de su participación en el estado y un desgaste de aquellas tácticas de golpear y negociar que supo hacer popular el sindicalista Augusto Vandor.
Este impasse aún no ha sido reemplazado por nuevos métodos y nuevas figuras ni del sindicalismo ni de la clase trabajadora. Los problemas de la constitución de una nueva identidad de clase, de la aparición de nuevas formas de subjetividad proletarias nacidas desde los movimientos de desocupados, el auge de los gremios del transporte y las telecomunicaciones, la mayor importancia del ámbito territorial en la constitución de identidades de clase que no se veía desde los orígenes de la clase obrera, la difícil e incipiente organización de los precarizados, el papel más relevante del trabajo inmaterial y por lo tanto del sector de servicios, son sólo algunas de las manifestaciones de estos cambios y de nuevas figuras de las clases subalternas que emergen de la lucha y la experiencia cotidianas pero que aún no alcanzan a tomar entidad mayor ni a superar el estancamiento del movimiento obrero oficial.
Sean como fueren los sinuosos caminos de una recomposición, las hipótesis estratégicas tejidas en torno a la espera de un auge proletario a la manera en que se verificaba en los años 60 parecen poco probables. La clase obrera podrá recuperar parte de su repertorio histórico de luchas y experiencias pero difícilmente pueda “de la nada volverse todo”, en el sentido de retomar un camino que hoy es un espectro y, como aquellos magos que fascinan a su público, hacer aparecer por arte de magia los contenidos clasistas que se encontrarían ocultos y reprimidos. Por eso mismo no se trata sólo de consignas y demandas que contribuyan a que una esencia proletaria, sociológicamente determinada, haga su aparición luego de unas buenas vacaciones. Sería una recaída en un tipo de sindicalismo que entendía a la clase obrera sólo en su momento corporativo y la imaginaba sólo en el terreno gremial.
La clase trabajadora argentina sigue siendo un actor de peso preponderante, aunque los niveles de desindicalización, fragmentación y segmentación han diluido la clásica identidad y unidad obrera que nacía de la fábrica y se hacía extensiva al sindicato y a la política a través del peronismo. Ese debilitamiento social, sin embargo, podría ser suplido por la constitución de una identidad obrero-popular mediante la ampliación y unificación de los diversos sectores y segmentos de los trabajadores empleados y desempleados, precarios o permanentes, de los servicios, industria o comercio, e incluso excediendo el mundo estrictamente productivo para abarcar formas organizativas fuera del mundo laboral, como el caso de las asambleas populares que contenían una gran mayoría de trabajadores y productores que sin embargo no participaron en calidad de tales. La condición para ello radica en la ampliación del concepto de clase subalterna y dotarla de capacidad estratégica para proyectar y realizar una ruptura con la sociedad capitalista y la construcción de una sociedad socialista. Pero para ello hay que dar relevancia a los procesos de acumulación de experiencias, recuperación de espacios, y de la acción política e ideológica que contribuya a dar forma y contenido a las nuevas experiencias e identidades por venir. La unidad clasista de todos estos sectores quizá no emerja de una espontánea generalización de luchas sindicales, sino de la capacidad constructiva de un sujeto unitario en su diversidad en la arena de la política. Su emergencia tiene por base un reflejo, si se quiere primario, de resistencia y lucha. Pero sólo en el terreno de la Política, en el sentido más amplio de lugar de constitución de identidades y antagonismos, puede instituirse como tal y ser representada de manera clasista (y no sindicalista) y ser plataforma de un proyecto transformador.
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