Argentina - Transformaciones económicas y dinámicas políticas después de la crisis (Parte II)
Por: Jorge Sanmartino (especial para ARGENPRESS.info)
Fecha publicación: 31/01/2008
http://www.argenpress.info/nota.asp?num=051557&Parte=2
Las fuentes de la legitimidad
Inherente al modo de acumulación desarrollado en los 90 - sostiene Piva - entró en contradicción las necesidades del proceso de valorización y sus necesidades de legitimación. Esa contradicción tendió a resolverse por medios coercitivos de consensos negativos (amenaza hiperinflacionaria, alto desempleo, fragmentación social) que dio lugar a una hegemonía débil (Piva, 2007).
A medida que se requerían medidas cada vez más coercitivas (la reducción del salario de empleados públicos, la disminución creciente de los presupuestos provinciales, creciente desempleo, etc.) y que chocaban con lo que Thompson denomina economía moral de los sectores populares, aquellas fuerzas que estuvieron en mejores condiciones de plantearse una confrontación política, ganaron legitimidad. En la medida que las políticas propuestas perdieron toda posibilidad de integrar demandas populares y al revés, debía confrontar con aquella economía moral que expresó los límites que determinados sectores sociales consideran tolerables, el régimen político y el tipo de Estado concomitante sufrieron un proceso de acelerada desagregación y deslegitimación. Una tendencia opuesta es la que signó los cuatros años del gobierno de Kirchner. En efecto, el nuevo gobierno basó su esquema en la anterior salida devaluatoria. Esto implicó, como vimos un relanzamiento del proceso de valorización, pero sobre la base de un esquema de creciente empleo. Este punto es central pues ha sido el punto límite de la sociedad. Así como el terror a la hiperinflación fue uno de los motores del consenso negativo de apoyo a la convertibilidad monetaria en el 91, la incorporación creciente de más de tres millones de nuevos empleos, aún si el salario real y su participación en el producto bruto nacional eran menores, con todo lo que implicó para las expectativas y el reclamo populares, uno de los motores del consenso positivo que otorgaba legitimidad renovada a un gobierno que apareció, además, bajo un signo ideológico, político y cultural, opuesto a las administraciones anteriores.
Efectivamente durante más de 5 años el principal sector movilizado y que adoptó un peso creciente en la política nacional fue el movimiento piquetero, que emergió con la legitimidad de un reclamo, “trabajo para todos”, al que se consideró la principal preocupación y un derecho constitucional básico. El desempleo había alcanzado en el peor momento de la crisis al 24 %. Esa fue también la fuente de la legitimidad de la ocupación de empresas y su puesta a producir por los trabajadores, movimiento que hizo popular la exigencia de que el derecho al trabajo se imponga frente al derecho a la propiedad privada.
Un cambio moderado en la legislación laboral, la doble indemnización para los despidos, los aumentos de salarios por decreto presidencial, el aumento del salario mínimo, la revisión posterior del sistema de jubilaciones privadas y la vuelta al sistema mixto, el aumento de las jubilaciones y la extensión de ellas a franjas de población sin aportes, con todo lo moderado e incluso en ocasiones maquillado de alguna de esas medidas, constituyeron acciones que tendían a la integración social, en oposición a las políticas de ajuste, despidos y represión que coronaron los últimos años previos a la crisis.
La administración se hizo fuerte buscando el equilibrio de fuerzas y alentando cierta recuperación sindical para moderar y negociar en mejores condiciones con las cámaras empresarias, a las que nunca recibió oficialmente en la Casa Rosada. Así lo hizo por lo menos hasta el 2005 cuando cierta recomposición gremial la habilitó para caminar sola hacia las nuevas convenciones colectivas de trabajo. Frente a la desagregación social y desintegración política, el peronismo nuevamente en el poder con un gobierno de centroizquierda, adoptó medidas tibias para primero paliar el desempleo y luego cabalgar sobre el ciclo expansivo de la economía, gracias a las cuales logró canalizar la protesta social, reconstruir el sistema institucional y lentamente desmovilizar a una población exasperada y un movimiento social militante.
El efecto de reintegración social aparece subjetivamente válido pues las medidas adoptadas y las mejoras percibidas son contrastadas no ya con períodos históricos precedentes que parecen inalcanzables, sino con el abismo de pobreza, desempleo y hambre al que cotidianamente iban cayendo mayores contingentes de población.
Reforzamiento de la hegemonía
Revolución pasiva es el concepto que Gramsci utiliza para explicar la construcción del estado nacional moderno italiano mediante el triunfo del partido moderado en lugar del jacobino partido de la acción, inversamente a la revolución francesa. La denomina también revolución-restauración. Quizá sea abusivo este término, pues allí se trató de una transformación completa, de características históricas, del estado italiano. Si lo utilizo es sólo a falta de otro concepto más preciso, aunque aquí se encuentra un parecido de familia respecto al contenido central que me interesa retener de esta categoría: la capacidad de capturar, absorber e integrar ya sea desde las cúspides del poder como desde todos los poros sociales, las demandas y aspiraciones de los sectores populares. Es verdad que ninguna clase dominante puede completar, como lo sugiere la llamada teoría de la revolución permanente, integra y efectivamente ciertas demandas democráticas y nacionales, pero sí puede hacerlo de manera inacabada, parcial e incluso sostenerlas de manera gatopardista. Lo importante aquí no son los resultados históricos, sino los efectos de poder en las relaciones de fuerzas y la dinámica del conflicto. Es desde este punto de vista que podemos constatar el reforzamiento de las capacidades hegemónicas del bloque capitalista. Y se refuerza no por medios esencialmente coercitivos sino integrativos, y en ello radica su relativa fortaleza respecto a la débil hegemonía de los años 90.
Este reforzamiento hegemónico se completa con una operación transformista, es decir la capacidad de las clases dirigentes de cooptar a los intelectuales de las clases subalternas. Basualdo había considerado el período menemista como un transformismo sin hegemonía (Basualdo, 2002). El concepto resultaba quizá abusivo, pues nunca dejó de referirse a los intelectuales desligados del sistema político, asimilados mediante el mecanismo de sueldos altos y contratos con consultoras, universidades privadas, que le siguió al proceso de transferencia del aparato estatal al sector privado. Parece menos forzado utilizar dicha categoría hoy, cuando una considerable cantidad de dirigentes sociales y políticos, referentes y personalidades de los derechos humanos, la cultura, el movimiento sindical y piquetero, algunos partidos de izquierda y el pensamiento crítico, que han formado parte de la amplia coalición que protagonizó la resistencia al neoliberalismo durante muchos años, han pasado a formar parte o constituirse en aliados del nuevo gobierno, considerado una “arena de disputa” por sus alas más críticas. El peronismo kirchnerista en el poder ha tomado como propia la agenda de las organizaciones de derechos humanos, que durante muchos años han reclamado la eliminación de las leyes de obediencia debida y de punto final y muchos militares implicados en asesinatos de lesa humanidad han comenzado a ser juzgados y condenados. Además, el sesgo simbólicamente setentista del gobierno se plasmó en la erradicación de la teoría de los dos demonios, gracias a la cual desde el gobierno de Alfonsín en adelante se igualaba el accionar del terrorismo de estado con la militancia popular de los años 70.
Una renovación completa de la Corte Suprema de Justicia, que fue un instrumento dócil de las políticas de Menem, una posición de relativa autonomía en diversos temas de la política exterior, el desendeudamiento con el FMI, entre otras medidas, han coronado la imagen de un gobierno de signo contrario al neoconservadurismo característico de las administraciones anteriores. La reaparición de un peronismo que se consideraba extinguido, una transformación de la función del Estado y una recuperación cultural de valores que el neoliberalismo había sepultado con su aluvional fuerza de mercado, crearon para un considerable sector de intelectuales progresistas de tradición peronista, la imagen de espejos de un retorno a las pasiones políticas que se agitaron desde el año 1945 con la primera presidencia de Perón (Casullo, 2007).
Este giro expresó, y por eso pudo canalizar, el corrimiento de amplias capas de la población hacia un nuevo sentido común en ruptura con el imaginario y el consenso tejido en los 90. Este nuevo consenso rechaza las imposiciones del FMI y la política guerrerista norteamericana; repudia el remate fácil de las empresas del Estado y considera un papel más activo del Estado en la regulación económica; contiene reservas democráticas y antirepresivas; considera prioritario el empleo y la justicia social, la recuperación del patrimonio público malvendido y la distribución progresiva de la riqueza. Pero juzga que será el gobierno desde arriba y no mediante la acción directa, la lucha desde abajo y la confrontación política el medio para conseguirlas. En ello radica la “pasivización”: un vaciamiento de las calles a favor de las políticas estatales, una hipoteca del movimiento social a favor de la acción gubernativa.
Hegemonía y correlación de fuerzas
Esta ubicación del peronismo a izquierda en el espectro político nos remite inmediatamente al problema de la relación de fuerzas sociales. Ellas han operado un cambio respecto al período anterior: en el plano puramente sociológico el nuevo esquema de acumulación reabsorbe a una masa obrera sobrante que ejerció un efecto de disolución y debilitamiento de las fuerzas orgánicas de la clase trabajadora. En el plano político se expresa en la emergencia e institucionalización de ese nuevo sentido común al que hemos hecho referencia. De esta manera se quebraron más de 10 años de disciplinamiento social que el establishment impuso como condición antiinflacionaria para retomar el proceso económico. En este sentido la estrategia neoliberal cuyo eje fue la convertibilidad cambiaria y las leyes de apertura y privatización, fue derrotada políticamente. Porque aunque en la literatura industrialista podemos encontrar denuncias sobre la inviabilidad del modelo neoliberal, la superación del mismo no se dio simplemente por las contradicciones de las leyes asépticas del mercado, sino por los límites políticos con los que se encontró el proyecto dolarizador del capital financiero. Y esta derrota del proyecto neoliberal es un episodio del triunfo parcial de las clases subalternas a pesar de que le siguió de manera inmediata un proceso devaluatorio que redujo el salario y empobreció a los mismos sectores subalternos. Si el movimiento popular no pudo imponer una estrategia alternativa, de ruptura anticapitalista y antiimperialista se debió también a que no existió ningún movimiento organizado que expresara dichos intereses y programa. Quizá no podía ser de otra manera luego de las derrotas a las que se debía remontar desde los inicios de la década del 90. Triunfó el partido “moderado” no por derrota sino por inexistencia de un campo “jacobino” que se planteara seriamente otra vía para el desarrollo del movimiento popular. No obstante lo cual una nueva relación de fuerzas nació de la crisis del 2001-2003 que explica la ascensión de los “moderados” incluso al interior del Partido Justicialista, garante de la reconversión neoliberal de aquel movimiento populista.
En consecuencia, hay que anotar el efecto paradójico de la capacidad hegemónica que asegura la gobernabilidad mediante un reforzamiento del consenso positivo, producto directo de esa nueva correlación de fuerzas.
Pero si es posible hoy un consenso positivo sobre la base de reformas tan moderadas compatibles con una valorización ampliada del capital, se debe a los límites y debilidades de esta recuperación popular que no logra revertir el ciclo de derrotas que se sucedieron desde el 76 y que facilita el corte generacional de la memoria de luchas y conquistas previas.
Mientras que en Venezuela la crisis abierta en 1989 con el Caracazo, el ascenso al gobierno de Chávez en el 98 y la derrota del golpe en el 2002 fue modificando radicalmente la relación de fuerzas y dejando a los sectores fundamentales de la burguesía fuera de la colación gubernamental; si en Bolivia ese proceso abierto con las rebeliones populares, la caída de Sánchez de Losada y el triunfo de Evo Morales parece haber dado origen a un empate catastrófico de fuerzas que es probable se dirima en poco tiempo, aquí la rebelión popular del 2001 no alcanzó para desalojar el bloque de poder instalado desde el golpe militar y para colocar a las clases subalternas en una posición que alcanzó en el gobierno de 1973 un rango de estado. En este cambio de relaciones de fuerza de coyuntura que no modifican una transformación histórica, es donde se superponen diversas capas tectónicas de movimientos en sentido contrario que dificultan a los analistas comprender los cambios y continuidades que se entrelazan en un todo indistinguible.
Aquel empate hegemónico que analizara Portantiero para describir el equilibrio de fuerzas entre fracciones burguesas y las clases subalternas durante todo el período que va desde el 55 al 76 (Portantiero, 1977), y que finalmente el golpe triunfante rompió a favor del dominio del capital concentrado, ha cristalizado en una transformación de las relaciones sociales, económicas, políticas y culturales que el período actual, alumbrado por la crisis del 2001 y que recupera sentidos y ecos del intervencionismo estatal precedente, no ha sido sustancialmente modificado, incluso si un nuevo patrón de acumulación neo-desarrollista, una simbología popular y un retorno a la política de intervención estatal han renacido.
Recomposición estatal y crisis de partidos
Mientras que la reestructuración estatal de los años 90 intentaba una reorganización completa del aparato de Estado y del sistema político en función de unos objetivos neoliberales, la fisonomía de las instituciones se volvieron más directamente instrumentalistas. Nunca como en los años 90 el Estado podía cumplir la tipología del Manifiesto Comunista, allí donde sentencia que el gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa y, deberíamos aclarar, “y sobre todo de sus fracciones financieras y más concentradas”.
La fisonomía estatal adquirió ciertas características que exceden este trabajo, aunque se podría mencionar como rasgos fundamentales la unidad de intereses entre la clase empresaria y política, cuyo personal ejecutivo y miembro de consultorías privadas y familias ricas solían confundirse, a la manera en que Ralph Miliband asociaba el contenido de clase del estado por los lazos directos de su componente social. Además, una persistente tendencia a la toma de decisiones en la cúspide del poder en contacto directo más con consultoras y representantes de organismos financieros internacionales que miembros del parlamento, gobernadores de provincia o dirigentes de partido. Estado fiscalista, ajustador, recostado en el gran capital, en retirada de la política social, educativa y sanitaria que fue dejada en manos del mercado. La política como asignadora de recursos y promoción de nuevas elites languideció, y los partidos se volvieron cada vez más maquinarias profesionalizadas, sustrayéndose a las presiones sociales, incapaces e indiferentes a la movilización de sus bases y carentes de algún eco popular que han tenido en el pasado. Así tanto el Partido Justicialista (PJ) como la Unión Cívica Radical (UCR) se volvieron indistinguibles en sus programas y objetivos, dos fracciones de un sólo partido representante del establishment. Como si la administración del aparato de Estado y las políticas públicas tuviera las características técnicas y despolitizadas que profesionales neutros vinieran aplicar de acuerdo a méritos académicos y de experiencia, los partidos fueron desmantelando sus contenidos programáticos, vaciándose ideológicamente y colocando a la competencia electoral como un mecanismo de selección de personal y acceso a los puestos del Estado. Mientras compartían los fundamentos de la orientación social y económica que marcaba un pronunciado desmantelamiento del viejo Estado redistribucionista y de cualquier alternativa al curso neoconservador y al modelo y mecanismos del poder económico preponderante, promovieron un vaciamiento de la política que se subordinaba a las decisiones técnicas de los economistas (Pucciarelli, 2002). Mejor dicho, un vaciamiento de los espacios públicos para hacerla inaccesible. La política no desaparecía, se la sustraía a las grandes mayorías y se desplazaba hacia los centros de poder más fuertes bajo el eufemismo de la libertad de mercado y la eficiencia burocrática del Estado. La política como arena de confrontación, como espacio de disputas políticas y creación de proyectos, dejó paso a un saber técnico que de paso hizo retroceder la participación política, los proyectos colectivos y los valores de la solidaridad. El modelo Schumpeteriano de la política identificada con los procedimientos de mercado, mecanismos electorales, que desprecia a las mayorías populares en beneficio de las élites, se impuso en el seno mismo de los partidos que otrora eran inconcebibles sin ese mismo sustrato popular.
No es sorprendente que la mencionada crisis de la política, tenga allí donde más profundamente se impuso el modelo neoliberal unas consecuencias tan radicales. Ese instrumentalismo de clase tan abierto no podía sino acrecentar su deslegitimación y resquebrajamiento a medida que crecía el rechazo popular y se reconstruía un movimiento social en confrontación y resistencia al evidente impasse del modelo vigente. Lo que en un principio fue indiferencia y retracción pronunciada de la sociedad civil de toda participación política, funcional a un cuerpo burocrático ejecutivo que se libraba de cualquier presión y control social, se volvió luego oposición abierta y activa, que tuvo su punto de ebullición en la consigna “que se vayan todos” coreada durante la rebelión popular. El derrumbe del sistema de representación bipartidista tal como se había inaugurado con el retorno de la democracia en 1983 estaba acabado.
En realidad el mismo Estado neoliberal socavó mucho antes las bases de su estabilidad. El pacto de Olivos por medio del cual la UCR facilitó la reforma constitucional que daría la reelección a Menem en el año 95 fue el toque de largada del ascenso electoral de una tercer fuerza política el Frente Grande y luego Frepaso, que superó electoralmente al radicalismo e incluso le ganó la gobernación de la provincia más importante del país, Buenos Aires al peronismo en 1997, minando la estabilidad bipartidista, a la que contribuyó también la emergencia de un partido de derecha liberal encabezado por Cavallo con cierto éxito en la Capital Federal. Por primera vez la confrontación bipartidista sería reemplazada por una oposición de coaliciones que enfrentaría al PJ y la Alianza. Pero el fracaso de este tercer partido de tono progresista fue rotundo toda vez que no pudo escapar a la lógica de las políticas económicas neoliberales e incluso fue ferviente promotor del retorno del ministro Cavallo, padre de la Convertibilidad, al Ministerio de Economía durante el gobiernote la Alianza. En el 2001 la crisis barrería por eso mismo no sólo con la UCR sino también con el Frepaso. El estallido de los partidos de gobierno daría paso a su vez a una fragmentación del sistema de partidos como pocas veces se había visto, dando nacimiento a partidos y agrupamientos nuevos como el ARI de Elisa Carrió y Recrear de López Murphy, así como candidaturas diferentes en el seno del PJ, la emergencia de una derecha profesionalista de tipo berlusconiana aunque tal vez sin la retórica de la telepolítica ostentosa del Barón de los medios de comunicación italiano, así como una pleyade de agrupamientos locales, provinciales, regionales y municipales que han cobrado relevancia a medida que el sistema de partidos se iba fragmentando y las grandes estructuras perdían capacidad centralizadora nacional. Entramos de esta manera a un sistema de partidos en plena transición, donde no pueden definirse hoy los contornos definitivos de una nueva estructura de partidos, aunque de acuerdo con la tipología clásica provista por Giovanni Sartori (Sartori, 1994) podríamos caracterizarla hoy como un multipartidismo con un partido predominante, el PJ en el poder, que por las características presidencialistas del régimen constitucional argentino favorece la subordinación, mediante la política impositiva y fiscal, de las diversas corrientes del peronismo e incluso de otros partidos, como lo verificó la última elección presidencial de octubre de 2007 donde un grupo de gobernadores e intendentes radicales se sumaron a la Concertación Plural y los sectores fundamentales del peronismo, salvo el ala populista de derecha encabezada por Rodríguez Saa y remanentes duhaldistas que apostaron por Lavagna. El presidencialismo permite un mosaico de fragmentos peronistas regionales (que cuando permanece en la oposición suele definírsela más como una “liga de gobernadores” que un partido) y una centralización nacional detrás de la figura del presidente.
El sismo que ha fracturado el sistema de partidos en nuestro país es de tal magnitud que sólo puede verificarse de manera tan aguda en pocos casos, como en la Italia pos mani pulite, que atravesó una transición de más de 10 años en la reorganización de un nuevo sistema partidario aún no consolidado, la Venezuela posterior al 92 con el derrumbamiento de los partidos históricos dominantes desde el Pacto de Punto fijo de 1958 y la emergencia del chavismo, o la debacle del MNR, el MIR y la ADN en Bolivia, y su reemplazo por partidos como el MAS de Evo Morales y nuevas formaciones políticas de la derecha. En todos los casos estos cambios en el sistema político institucional de partidos contrastan con la estabilidad partidaria de países como Uruguay, Chile o Brasil.Pero habría que tener cuidado en no confundir la crisis de los partidos con la crisis del régimen político, e incluso con un vacío de liderazgos, como suele suceder en ciertos análisis de la prensa de izquierda. Si se lo mide con el viejo rasero de los antiguos partidos de masas que prevalecieron durante toda la posguerra es posible que esa imagen tenga asidero. Pero de acuerdo a una tendencia que se visualiza a nivel mundial, las transformaciones económicas, políticas y culturales operadas en los últimos decenios modificaron sustancialmente el contenido de los viejos y grandes partidos de masas que han vivido una metamorfosis de tal magnitud que no es posible distinguirlos hoy de lo que fueron en el pasado. Así, por ejemplo en Europa esto se ha hecho patente con el papel y la estructura “atrapa todo” del Nuevo Laborismo, que abandonó cualquier referencia de clase para ofrecerse como partido de todas las clases. Este mismo camino, con sus naturales diferencias, han transitado el Partido Socialista francés, la socialdemocracia alemana, el ex comunismo italiano reciclado en el PDS y la inmensa mayoría de las formaciones otrora ancladas en los sindicatos y en bases obreras organizadas. Mientras que los partidos de masas se caracterizaban a grandes rasgos por programas definidos que ataban de cierta forma la toma de decisiones a las promesas preelectorales, una base cautiva basada en identidades de clase muy definidas y permanentes en el tiempo, una organización y estructura partidarias sostenida por una militancia activa, comprometida y un régimen de democracia partidaria interna basada en congresos, filiales, ramas y células partidarias, un sostenimiento financiero que emanaba de los aportes de afiliados y simpatizantes, las nuevas formaciones, incluidos muchos otros partidos de vieja raigambre popular en América latina hoy reciclados, poseen características muy diferentes: personalización de las candidaturas, eliminación de programas definidos y de identidades de clase y culturales permanentes, heterogeneización y búsqueda de clientelas electorales móviles y cambiantes, lo que en muchas corrientes procedimentalistas e institucionalistas consideran una “liberación” del votante respecto al “voto cautivo” de las “clientelas fijas” de las formaciones políticas de masas. A su vez una privatización y profesionalización de la política partidista ha tendido a estructurar partidos electorales de mercado, inclinación a la telepolítica y la abstención de cualquier movilización de sus bases electorales de las que se consideran independientes por completo. Una profesionalización y una tendencia a desconectar a los grupos sociales de la profesión política los ubica de arriba hacia abajo, basa sus propuestas en encuestas de opinión y apuesta a la gestión corporativa antes que a la participación en la toma de decisiones. No es casualidad que toda una serie de variantes republicanas han tendido a demandar una corrección del tipo radical de aplicación procedimentalista, así como otras variantes progresistas de democracia participativa y mecanismos de remoción, control y revocabilidad de los cargos, sin comprender el verdadero alcance de una transformación política antidemocrática y formalista que responde a las características propias del régimen capitalista y que es incompatible con una ciudadanía plena.Pero estas y otras características fundamentales de la metamorfosis del sistema político son consideradas por una gran mayoría de cientistas políticos como una consumación histórica y estructural sin reparar en que - sin desconocer que algunas de estas mutaciones parece más anclada en transformaciones de largo plazo - el procedimentalismo, la profesionalización, privatización y espectacularización del sistema de partidos responde a una correlación de fuerzas políticas desfavorable al movimiento popular que se sirve de su desmovilización y apatía políticas para promocionar las virtudes de una “política de mercado”. Una reversión de esa relación desfavorable mostraría una recomposición de muchos caracteres propios del período de masas, como lo demuestran los ejemplos de Bolivia y Venezuela, donde tienden a estructurarse nuevamente partidos y movimientos políticos de diversas características pero basadas en la movilización y la dinámica del conflicto social, donde lo político como experiencia popular ha recuperado parte del terreno perdido.Es en parte por este motivo que la “crisis de los partidos o representación” y del “régimen político” no pueden confundirse. La segunda depende más inmediatamente de las relaciones de fuerza sociales que puedan o no amenazar la estabilidad política. Dicho de otra manera, la crisis de los partidos abrió un período de transición que puede ser de larga duración en la constitución de un nuevo mapa partidario La clase dominante, sin la activación de masas, se deshace de los partidos programáticos, más sujetos a las presiones populares, mientras se refuerzan los partidos de tipo profesionales y de audiencia. La crisis del régimen, en cambio, en tanto crisis orgánica abierta por aquel quiebre de autoridad del 2001, se ha ido suturando por el proceso descrito de recomposición hegemónica mediante el tipo de “revolución-restauración”.
Ese cierre no implica, como hemos tratado de demostrar a lo largo de este trabajo, el retroceso y desaparición de las conquistas, de la relaciones de fuerza menos defensivas y en retroceso estructural como en los 90, y de experiencias novedosas de lucha y organización que han pasado a formar parte de un acervo de acción colectiva más rico y creativo, anudado con las experiencias pasadas del viejo movimiento obrero (piquetes, cortes de ruta, huelgas y manifestaciones, tomas de empresa) y alumbrado originales formas de lucha que han quedado en la memoria colectiva y que inevitablemente serán retomadas en el futuro (recuperación de fábricas, asambleas populares, organización territorial piquetera y acción directa, formas asociativas y productivas, etc.). Una activa franja compuesta por muchas de estas organizaciones, por conflictos sindicales y reivindicativos donde la izquierda anticapitalista sigue teniendo presencia, así como algunas comisiones internas y centros de estudiantes que permanecen conducidos por fuerzas militantes son también expresión de conquistas que, aunque en situación defensiva, se han preservado.
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