“Ya me acostumbre a ver con un ojo”
Seguramente todos
conocemos a un dueño de un puesto en el mercado o de una tienda o de algún otro
negocio en donde, por años, hemos acudido a hacer nuestras compras. No los
vemos más allá de ser las personas que nos atienden y, cuando mucho, sabemos
sus nombres, y uno que otro detalle de sus existencias, como de que vivan por
allí cerca o del tiempo que tienen en el negocio.
Sin embargo, a veces es
bueno tener una mayor interacción, pues podemos descubrir un pasado interesante
detrás de esas personas.
Samuel es una de ellas.
Es un señor de 74 años que nació en Oaxaca, en Santiago Juxtlahuaca (esos
detalles revelados en una reciente plática que tuve con él, de poco más de una
hora). Él, tiene un puesto en un mercado cercano a mi domicilio. Vende huevos y
algunos otros abarrotes, como sopas de pasta, frijol, arroz, servilletas, sal,
sabroseadores, aceite y jabón
Inició la conversación
versando sobre el tema del precio del huevo que, al momento de escribir estas
líneas, Samuel vende en cincuenta pesos el kilogramo. “Sí, está muy caro, ya
bajó, porque estaba a cincuenta y ocho pesos, y nos dicen que es por los
aranceles, que por eso está muy caro”. Como siempre, el oportunismo sale a
relucir, pues si no son los aranceles, son las lluvias, las sequías… lo que
sirva de pretexto para encarecerlo todo. “Y nos dicen que sí hay, pero que está
a tanto si lo queremos y ni modo de no comprarlo porque, si no, qué vendo”,
dice, algo resignado.
Explica que en los
tiempos priístas, los precios estaban controlados “pero ahora, con Morena, como
dicen que hay que liberalizarlo todo, pues los proveedores nos ponen los precios
que ellos quieran”.
Irónico que en los
tiempos priístas, como señala, hubiera más control. Pero, en efecto, con las
neoliberales prácticas de que todo lo arregla el “libre mercado”, que da lugar
a la “libre competencia”, se están dando este tipo de arbitrariedades que a
todo mundo afectan, sobre todo, a los sectores más vulnerables. Algo tendría
que hacer MORENA, pero es un partido que se está corrompiendo y descomponiendo
aceleradamente, alejándose de los principios de izquierda que lo formaron (ver: https://www.youtube.com/watch?v=gAjdLwLSqvU).
De hecho, de todos modos,
dice que las ventas son bajas. “¡Huy, hace años, cuando comencé con el puesto,
abría a las siete y media y ya para las cuatro cerraba porque se vendía muy
bien. Pero ahora, cierro hasta las siete, y apenas si va saliendo para irla
llevando!”.
Así es, como sucede con
muchos comerciantes de los mercados, que han ido siendo desplazados por los
supermercados como Walmart o Cotsco. Por cierto, que por cada empleo que
Walmart crea, se pierden siete (ver: https://adansalgadoandrade.blogspot.com/2013/01/los-negativos-efectos-del-emporio.html).
Sí, eso es lo que le
comento, que cada vez la vida es más cara y difícil, pero que Claudia Sheinbaum
(1962) dice que “ya salimos de la pobreza”. Samuel sonríe, “¡No, cuál, eso no
cierto! Bueno, ya ve que dan una ayuda, ¿no?, pero no alcanza para nada. Hay
que seguir trabajando o no sale. Yo digo que mejor deberían de ayudar más a la
gente del campo, de Oaxaca, de Guerrero, de Puebla, a los tarahumaras… porque
le dan la ayuda a gente que tiene trabajo y varias casas, ¿no?, que ni
necesitan esa ayuda”.
Tiene toda la razón.
Debería de ser más selectiva, por ejemplo, la ayuda que se da a las personas
mayores de 65 años porque, en efecto, hay muchas que tienen buenos ingresos
(sean de pensiones, de sueldos o por negocios) y no requerirían esa ayuda. Es
una injusticia y un desperdicio de recursos.
“Yo, por ejemplo, estoy
enfermo y tengo que comprar mis medicinas y están muy caras. Y no me ayudan”,
me dice, resignado.
Y ya me comenta que
padece EPOC (enfermedad pulmonar obstructiva crónica), definida como “un grupo
de enfermedades pulmonares progresivas que dificultan la respiración,
asociadas principalmente a la bronquitis crónica (tos con flema) y al enfisema
(daño de los alveolos pulmonares), lo que provoca una obstrucción persistente
del flujo de aire” (ver: https://es.wikipedia.org/wiki/Enfermedad_pulmonar_obstructiva_cr%C3%B3nica).
“Tengo que comprar un
medicamento que es caro, me cuesta mil setecientos pesos, pero, ya, con el
descuento, mil cuatrocientos. Y es que mis hijos me dicen que vaya al seguro,
pero siempre que voy, me dicen que no hay, que está agotado”.
Me muestra el
medicamento que toma, Combivent, que contiene los componentes bromuro de
Ipratropio y salbutamol, que sólo le dura un mes cada caja y “debo de tomarlo
ya de por vida”.
Claro, como siempre ha
sucedido con el deficiente sistema de salud público en México, que son escasas
las consultas de especialidades (tardando meses o hasta un año en otorgarlas),
además de la crónica escases de medicamentos (ver: https://www.youtube.com/watch?v=nqQb4Eb0-bU)
“¿Usted fumó mucho?”,
le pregunto. “No, es que como trabajé muchos años en tortillerías, antes se
usaba aceite de comer para engrasar los engranes y con el calor, se calentaba y
emanaba como un vapor, y eso me fue dañando los pulmones”.
Me platicó que desde
que tenía unos trece años, en 1963, le dieron trabajo en una tortillería. “Sí,
empecé recogiendo las tortillas, pero luego venían bien calientes ¡y hasta me
salían ampollas!”. Dice que comenzó ganando en esos años treinta y cinco pesos
a la semana, “pero no teníamos nada, ni prestaciones, ni seguro, ni nada. Si
nos lastimábamos, el dueño nos decía que qué queríamos, que si nos pagaba la
curación o nos pagaba las semanas que el doctor decía que teníamos que
descansar para que se nos curara. Y pues le decíamos que mejor nos pagara las
semanas. Una vez, así me pasó, me rebané este pulgar – me muestra el pulgar
derecho –, y mejor le dije al dueño que me pagara mis semanas, porque con eso
pagaba al doctor para que me curara”, dice, sonriendo, recordando eso,
seguramente como una anécdota más de muchas que ha tenido en su larga vida y no
como algo que hasta fue dramático en su momento.
Ese trabajo en las
tortillerías lo tuvo por muchos años, “como hasta el noventa. Sí, y hasta
aprendí, nomás de ver, cómo arreglar las máquinas. Le hice de todo”.
Así que unos 27 años se
la pasó aspirando ese tóxico vapor. Señala que ahora ya se usa jabón y grafito
para engrasar los engranes de las máquinas, “pero de todos modos, como que
sueltan algo”. Nada termina de ser tóxico, por lo que se ve.
Seguramente otras
personas que trabajaban en tortillerías en esos años padecen EPOC, pero, como
bien señala Samuel, al no haber prestaciones, ni contratos, ni nada, quedaban a
su suerte. Si podían seguir trabajando, lo hacían, si no, “nos buscábamos otro
trabajo”, dice.
En efecto, hay mucha
gente que labora así, en todo el mundo, debiendo de soportar miserables sueldos
y humillantes condiciones de trabajo. Los “patrones” sólo les pagan las horas
que estén laborando, nada más. Y es gente con gran necesidad, a la que no le
queda ninguna otra alternativa, más que aceptar esos empleos hasta
esclavizantes. Eso sucede, por ejemplo, con cientos de mujeres hindúes que
trabajan limpiando camarones con sus manos, sin guantes, y arriesgándose a
contraer infecciones en sus uñas o por cortadas, recibiendo, cundo mucho, tres
dólares por día y ya, nada más. Y esos camarones, ya pelados y limpios, llegan
como ricos bocadillos a las mesas de estadounidenses o europeos, que los
comerán, muy gustosos, sin saber lo que hay detrás de esas charolas de hule
espuma, conteniendo tales camarones (ver: https://adansalgadoandrade.blogspot.com/2024/03/la-produccion-de-camarones-hindues-para.html).
Platica que su primer
trabajo fue a los seis años, ayudándole a un señor que arreglaba calzado. “Sí,
me decía que le cuidara, mientras iba a comer o a comprar cosas. Pero de ver
cómo arreglaba los zapatos, fui aprendiendo y también a darles grasa. Luego,
llegaban unos de sus clientes y me decían que les diera grasa y se las daba, y
ya era un dinero extra para mí”. En ese entonces, le pagaban a peso la boleada
y “el señor me daba ¡uno cincuenta diarios! Pero les digo a mis hijos que ese
uno cincuenta era mucho dinero, pues el kilo de huevo costaba cincuenta
centavos y el litro de aceite, cuarenta centavos. Alcanzaba para muchas cosas”.
Como era el mayor de
sus hermanos, siempre tuvo que trabajar para ayudarles a sus padres a
mantenerlos a todos. “Sí, nos vinimos aquí cuando yo tenía seis años, porque,
la verdad allá en el pueblo ¡estaba bien difícil, deveras, no podíamos sembrar
porque no teníamos dinero, éramos muy pobres. Por eso nos vinimos. Y comenzamos
a vivir en Portales, en un departamento bien chiquito que nos rentaban. Ya ve
que como en esos años pasaba el tranvía que iba de Taxqueña al Zócalo, pues yo
les pedí permiso a los choferes para que me dejaran vender chicles y sí me
dejaron. Y que me compró mi papá mi caja de chicles. Los daba a diez centavos y
ahí andaba, todo el día, hasta que terminaba de venderlos”.
En efecto, cuando la
Ciudad de México era menos caótica, menos hacinada, existían cosas como los
tranvías, que recorrían muchas de sus avenidas. Y eran eficientes, como el que
iba de Taxqueña al Zócalo. ¡Vaya tiempos aquellos!
Dice que cuando se
salió de la última tortillería en donde trabajó, se metió a laborar en una
tienda.
Pero al poco tiempo,
comenzó a notar que el ojo derecho perdía la visión, “yo creo que por lo mismo
de los gases que respiré en las tortillerías”.
Le recomendaron el caro
Hospital de la Ceguera, que está en Coyoacán. “Allí, me dieron como siete
ampolletas que, según, muy buenas. Cada una me costaba ¡dos mil quinientos
pesos! Pues las compré, para ver si recuperaba la visión, pero ni me sirvieron.
Y los doctores me decían que necesitaba más, que sólo así recuperaría la visión
del ojo. Pero no, ya no quise, pues ni me sirvieron, nada más me sacaron el
dinero”.
Así es, los hospitales
privados lucran con la salud y recomiendan caros tratamientos que ni son
necesarios o que no sirven. Seguramente detectaron que el daño en el ojo de
Samuel era irreversible, pero prefirieron engañarlo para que comprara las
caras, inútiles ampolletas y que lo siguiera haciendo, a pesar de que ya nada
se podía hacer. Les falta ética a esos doctores y a esos hospitales privados
(ver: https://adansalgadoandrade.blogspot.com/2019/04/la-mala-practica-medica.html).
Yo nunca habría notado
que ese ojo izquierdo ya no le funciona. “¡Al principio, me sentí muy mal, de
verdad, me desesperaba, porque no es fácil ver con un solo ojo. Hasta me
tuvieron que dar ayuda psicológica. Mis hijos y mi esposa me ayudaron mucho… y,
pues se acostumbra uno, ¿no?”.
“Yo me tapo mi ojo con
que veo, y no veo nada. Ya me acostumbré a ver con un ojo. Y todavía los
doctores de ese hospital, me advirtieron que si no compraba más ampolletas de
esas tan caras, me iba a sangrar, pero no, no me ha sangrado. Está bien, nada
más, no veo”, dice, casual.
Debe de ser como con
los invidentes, que allí tienen sus dos ojos, pero ya no les funcionan y no les
dan problemas.
Se ve que ya superó la
falta de visión de ese ojo. Y es bueno, pues, a pesar de eso, ha salido
adelante.
Hablamos de lo
necesario que son los dos ojos, por la visión panorámica que se tiene. “Sí,
cuando tengo que ver a la derecha, pues me tengo que voltear, sí. Pero me tuve
que acostumbrar, ¿no?”
Claro, como dice el vox
populi, a todo se acostumbra el ser humano, menos a no comer (excepto, por
supuesto, a los pobres gazatíes a los que los genocidas judíos están matando de
hambre y sed, además de con bombas y balas. Se han “acostumbrado” a medio comer
un día, sí, y cuatro, no. Ver: https://adansalgadoandrade.blogspot.com/2025/08/los-genocidas-calculan-alimentos.html).
Dice que con unos
“ahorritos” que tenía y con un préstamo que le hicieron, pudo comprar el
traspaso del puesto en el que vende. “Sí, era de un viejito que ya ni lo
trabajaba. Me lo traspasó en treinta y cinco millones, de cuando eran millones,
en el noventa”.
Me explica que los
puestos de los mercados públicos, en realidad, no son de ellos, son sólo
concesiones que tienen, mientras los trabajen. “A nosotros, nos ampara una
cédula, en donde dice que el puesto está a nuestro nombre, pero en realidad es
del gobierno”. Pero los pueden heredar, si así lo desean, o volverlos a
traspasar. Sólo pagan un derecho anual y sus gastos de luz, de agua, que
tengan. Le pregunto que cuánto podría costar actualmente el traspaso de su
puesto. “Pues es que depende, pero yo creo que unos ciento cincuenta mil
pesos”, dice. Seguramente tanta competencia y bajas ventas hacen actualmente menos
atractivo adquirir un puesto en un mercado.
Le pregunto si estudió.
“No, yo no estudié. Me hubiera gustado, porque les dio a mis hijos que me
hubiera gustado ser maestro, para enseñar a otra gente. Se me hace muy noble
labor”.
Sus hijos, todos han
estudiado y “ahí la llevan”, dice, mostrando satisfacción.
Viven por allí cerca,
en un departamento “chiquito, pero está bien cara la renta, nos cobran seis mil
pesos al mes”, comenta, con algo de molestia.
En efecto, en muchas
colonias populares, se están incrementando los precios de las rentas, por el
proceso de gentrificación que están experimentando muchas zonas de la Ciudad de
México. Es un problema que ha sido denunciado por muchos activistas, pues se están
dando frecuentes desalojos de inquilinos de edificios, cuyos dueños van a vender
o a remodelarlos para rentarlos mucho más caros (ver: https://www.jornada.com.mx/2025/09/05/capital/027n1cap).
Pero a pesar de no
haber ido a la escuela, Samuel sí sabe leer y escribir. Dice que aprendió
cuando vendía chicles en los mencionados tranvías. “Una señora que tenía una
tienda y me vendía la caja de chicles, un día me dijo que si no quería ir a
trabajar a su casa para limpiársela. Le dije que sí. Y había una señorita que
iba a verla, que era su amiga, que estaba estudiando para maestra. Había
enfrente una escuela y me preguntó que si iba a la escuela y le dije que no y
que porqué no, me preguntó, y ya le dije que porque como era el mayor de mis
hermanos, pues tenía que trabajar. Y ella me dijo que me iba a enseñar y que me
enseñó las letras, todas las letras. Pero como se tuvo que ir al norte, a hacer,
creo que su servicio social, pues ya, ahí me quedé, sólo me sabía bien las
letras. Pero luego, en el sesenta y nueve, cuando tenía diecinueve años, que
hice mi servicio militar, un día fue un maestro y el coronel le dijo, ‘oye,
ensénales a estos burros a leer’, ¡porque éramos muchos que no sabíamos leer! –
señala, divertido –, ‘y te voy a dar trabajo como maestro’, y que nos enseña y
que ¡en un solo día aprendí a leer, porque ya sólo me puse a asociar las
letras!”.
Muy admirable, pienso.
Quizá el deseo de no estar en la obscuridad mental, podría pensarse. “¡Huy, me
dio mucho gusto cuando empecé a leer, ver lo que decían los libros!”, exclama.
Le hago la comparación de que es como si un invidente volviera a ver. “Ándele,
sí”, responde.
Confirmo que tiene
bajas ventas, pues en todo ese rato, poco más de una hora, apenas tres personas
se acercaron a comprar. Una, un rollo de papel de baño, de ocho pesos. Otra
mujer, una sopa de pasta de doce pesos. Y una más, medio kilogramo de frijol,
de treinta pesos. Magras compras.
“¡Gracias de que ya
escuchó mi historia!”, exclama, contento, cuando me despido de él, seguramente,
de que alguien, de entre todas las decenas de personas que acuden a ese mercado
a diario, no precisamente para comprarle, haya, por fin, escuchado algunos
pasajes de su larga, peculiar vida.
Para mí, ya no es sólo
el señor que vende huevos y otras cosas.
Es alguien que logró
superar EPOC y ceguera en un ojo.
Eso es admirable, ¿no
creen?
Contacto: studillac@hotmail.com