De votaciones y pobreza

Posted by Adán Salgado Andrade on lunes, julio 09, 2018


De votaciones y pobreza
por Adán Salgado Andrade

Las pasadas elecciones (1º de julio, 2018), se estima, fueron de las más caras en la historia reciente del país. Y, aunque plagadas de intentos de fraude o de compra de votos, fueron, también, las más auténticas, pues el hartazgo social logró echar a la basura priísta, espero, al desván de la historia. Sin embargo, empaña el proceso el aislado caso de Puebla que, al momento de escribir estas líneas, fue tan evidente el fraude perpetrado por el delincuente Rafael Moreno Valle, con tal de imponer a su esposa, que quizá se anulen y vuelvan a realizarse (ver: https://www.jornada.com.mx/2018/07/09/estados/034n1est).
Como dije, se estima que cada voto resultó carísimo, en algo así como entre 455 y 490 pesos, considerando el presupuesto total de $28000 millones de pesos y que sólo votaron alrededor del 70% de votantes inscritos en el padrón electoral (ver: https://www.jornada.com.mx/2018/07/02/opinion/029o1eco).
Tantísimo dinero, bien pudo ser empleado para ayudar a lugares y personas como las que en este día visito, en la comunidad llamada La Cuchilla, perteneciente al municipio de Nopala, Hidalgo. Ya he escrito antes sobre la precariedad que impera en sitos como Nopala, cuya localización geográfica – zona semidesértica, con clima seco y caluroso casi todo el año, tierras pobres y constantes sequías –, combinada con pobreza, extrema en muchos casos, lleva a muy difíciles condiciones de vida para la gente que allí vive. Adicionalmente, la dominación de mafias políticas y criminales y una corrupción sin límites, mantienen sumida, en condiciones deplorables, a la mayoría de los lugareños, quienes sobreviven de lo poco que pueden sembrar, de la crianza de vacas, gallinas, borregos, marranos y del comercio (ver: http://adansalgadoandrade.blogspot.com/2017/07/una-manana-de-pulque.html).
La Cuchilla se encuentra a unos treinta minutos, caminando, de Nopala. Es una aislada comunidad, a la que se accede por un camino de terracería que, por estos días lluviosos, está lleno de enormes charcos, por los que hay que cruzar con mucho cuidado, pues el auto en el que mi amigo y yo circulamos es bajo, un Tsuru. Pocas son las casas que conforman a La Cuchilla, muy espaciadas entre sí. En una de ellas, se vende pulque, bebida que, dice mi amigo, supone que en unas dos generaciones, dejará de existir, pues no habrá quien quiera dedicarse a raspar – como así se denomina a la acción de obtener el aguamiel – los magueyes, además de que éstos tardan siete años en proporcionar el preciado líquido, base del auténtico pulque, el que no se adultera.
Estacionamos el auto a un lado de la cerca de piedra de la entrada, cuya “puerta” es un armazón de troncos mal unidos con alambre, que en esos momentos está “cerrada”. Mi amigo ni se preocupa en subir las ventanas del auto. “Así lo dejo, no pasa nada, ni en Huichapan”, dice, jactancioso. Sorprendente que tenga tanta confianza en este país, con una alta tasa delictiva, aunque también es sorprendente, que aún haya sitios como este, en donde se pueda dejar un auto abierto, incluso con el estéreo, sin que pase nada.
Libramos la “puerta” por un lado, caminando por sobre unas piedras. De todos modos, no habríamos podido hacerlo por la entrada, pues un gran, lodoso charco, lo habría impedido.
Y ya llegamos hasta la casa de quienes allí habitan. Antes, debemos de cruzar un pequeño,  pastoso terreno, en donde unos quince borregos rumian mansamente. A un lado del terreno, hay una especie de jagüey – así se le llama a un lugar en donde se almacena agua –, medio lleno, en donde seguramente los borregos beben vital, aunque grisácea, encharcada, agua.  
La casa es una construcción bien hecha, de ladrillos, varillas y concreto, edificada, probablemente, mediante el esfuerzo de varios años de privaciones. Tiene un patio muy bien trazado y nivelado. Fuera de eso, la ruralidad destaca, pues, además de los borregos, hay gallinas buscando qué comer entre el rústico empedrado que rodea a la construcción. Piedras y tabiques amontonados, esperando ser usados para construir alguna barda o cimientos, trastes de peltre, una banca hecha con un tablón colocado sobre dos viejas cubetas de plástico invertidas, un banco hecho de una sola pieza, de un pedazo de tronco, un par de perros tomando la siesta – “¡Huy, ni me cuidan a las borregas, malos que me salieron!”, se queja la dueña del lugar –, un improvisado contenedor de plástico, para agua, en el que un pequeño chorro del agua municipal con que cuentan, trata muy lenta y penosamente de llenarlo… en fin, un ordenado desorden, tan típico de sitios así, en los que la precariedad lleva a una forzada improvisación, para “irla pasando”, mientras se concluye un corral, una pared, un piso… y así.
Hay un frondoso pino, a un lado de la casa, a cuya generosa sombra nos acogemos, mientras tomamos nuestro pulque, recién hecho, dulzón, muy rico, servido en jarros de barro de a litro, como se acostumbra beber en esos lugares. Platicamos con doña Susana, quien vive allí, con su marido, el señor Pánfilo. La pareja debe de andar en sus medianos sesentas, quizá menos, pero como las personas del campo se acaban mucho, debido al extenuante trabajo físico, enfermedades, mala alimentación, constante exposición al sol y otros agravantes, siempre representan más edad. “No, mis borregas se van pa´l monte, y tengo que ir a trailas, pero como me duelen mucho las rodillas, me cuesta mucho trabajo”, responde, a mi pregunta de que si les basta a sus borregas con el pasto cercano a la casa, en donde las vimos un momento antes. Es curioso el comportamiento animal, pues reconocen en donde pertenecen, pero buscan pastar en alejados sitios, sobre todo cuando el pasto es escaso. Nos corrige sobre nuestra estimación inicial de que eran 15 borregos, además de que son borregas. “Tengo veintiún borregas”, nos dice doña Susana. “Y me da mucho pendiente cuando se van, porque anda el coyote… ya me mató a tres”, continúa, resignada. Lo que menciona, sobre los coyotes, por desgracia, son las consecuencias de que hemos invadido hábitats de animales silvestres, quienes, a falta de sus presas naturales, dan cuenta de los animales de crianza, justo como las borregas de doña Susana. Y es algo inevitable, que se vea como enemigas a ciertas especies, las que, incluso, están en riesgo de extinción. En la India o en África, por ejemplo, se mata a felinos o a reptiles que están desapareciendo, porque, famélicos, sin que tengan presas naturales para comer, “depredan” a los animales domésticos, incluso a uno que otro humano (ver: https://www.theguardian.com/world/2018/jun/17/woman-swallowed-giant-python-indonesia?utm_source=esp&utm_medium=Email&utm_campaign=GU+Today+main+NEW+H+categories&utm_term=278297&subid=21873428&CMP=EMCNEWEML6619I2).
Pero, en realidad, los depredadores somos los humanos, por arrebatarles sus hábitats. Y así seguiremos, hasta que se hayan extinguido, por desgracia.
Dice doña Susana que una parte de lo que viven, lo constituye la venta de sus borregos, los que son usados principalmente para hacer barbacoa, muy consumida en la región. Pero como están muy flacos sus borregos, se los quieren malbaratar. “Me los quieren pagar a cuarenta y ocho pesos el kilo en pie”, dice, insuficiente, por todos los cuidados que les da, sobre todo, alimento especial, cuando no llueve y no hay pasto que rumien. Así que si un borrego pesa unos treinta kilos, le pagarán, cuando mucho, $1440 pesos. Pero, cuando no queda de otra, los vende, con el agravante adicional de que luego no los pesan bien y le quitan dos o tres kilos. Y ni modo de protestar, pues está a merced de los acaparadores, quienes son los que imponen el precio. Dice que se la pasa trabajando todo el día. “Pus hago el quehacer, la comida, le tengo que dar agua a los becerros… ‘hora, el señor me trajo dos pollos, pa’ que los engorde y le haga un mole… es harto trabajo, pero pos lo tengo que hacer”, dice, mientras nos muestra a los pollos, aún jóvenes, que su esposo le llevó ese día. Es bastante notorio el acostumbrado machismo que prevalece en estos lugares, en donde la mujer, no sólo se encarga de las cuestiones domésticas, como lavar la ropa, limpiar la casa, cocinar, planchar… sino que, además, debe de asumir otras tareas, como doña Susana, quien debe de cuidar a todos los animales que tienen. Y, sin chistar protesta alguna.
Don Pánfilo, su esposo, es quien proporciona otra parte de sus sustento con las diez vacas que posee. Diariamente las ordeña. Antes, debe de “pasearlas”, pues, de lo contrario, no dan leche al exprimir sus ubres. “También las tengo que llevar pa´l monte, tempranito. Y cuando regreso, me pongo a ordeñarlas”. Cuenta que obtiene de treinta y cinco a cuarenta litros diarios, los que vende al que hace quesos, también acaparador. Le paga el litro a $5.70 pesos, con lo que obtiene, cuando bien le va, o sea, si vende cuarenta litros, 228 pesos diarios, unos tres salarios mínimos.
Eso me lleva a pensar la forma tan abusiva en que son explotadas las personas del campo, que se dedican a esas extenuantes labores, pues basta recordar que la leche la conseguimos en tiendas o supermercados en un promedio de quince a veinte pesos el litro, dependiendo de la presentación. Es decir, la compramos más de tres veces más cara que lo que le pagan a don Pánfilo los queseros. Y otra vez señala el señor la cuestión de que “como son los únicos que la compran, se las vende a ese precio”. Claro, se pensaría que por sus rudimentarios métodos es a lo que debe de vender la leche, pues no es un gran ganadero que tenga miles de vacas, quien puede obtener un precio de producción mucho más bajo, y aún así, al vender miles de litros, su ganancia es muy buena, aunque le paguen a $5.70 pesos el litro. Pero Don Pánfilo es un “pequeño productor” y se debe de contentar con lo que le dé por litro el acaparador, sin protestar, aunque pierda, pues se arriesga a que no le compre más su leche.
Mi amigo dice que, además, ese quesero, todo el suero sobrante que se genera por la hechura del queso, lo vende, nada menos que a la empresa Nestlé, la de las leches. “Seguido viene un tráiler y se lleva el suero… adivinar para qué lo quiera esa empresa”, dice. Yo me atrevo a opinar que, seguramente, lo usan para elaborar todos los sucedáneos de “leche” o fórmulas lácteas. Es decir, con un desperdicio hacen varios de sus productos, engañando a la gente con que son hechos de leche, pero en realidad son productos del suero sobrante de hacer quesos, el cual, gracias a la química, puede transformarse en “nutritivos alimentos”. Sería, pues, interesante indagar en qué procesos usa Nestlé ese desperdicio.
El otro ingreso es la venta del pulque. Cuenta don Pánfilo que tres veces al día raspa sus magueyes, para obtener el aguamiel. “Saco como diez litros, diario”, dice. Su voz es apenas audible, reservada, algo desconfiada. De hecho, más tarde, mi amigo me contó que no le venden a cualquiera. A nosotros, nos vendieron porque, uno de sus clientes, es primo de mi amigo y éste, ya había ido un par de veces antes. “Si no, ni madres que nos hubieran vendido”, afirma, categórico. Tienen razón, pienso, pues ante tanta inseguridad, sólo se puede confiar en los, digamos, conocidos o en los “conocidos” de los conocidos.
Algo que me entristeció fue saber que, ante la falta de clientes habituales en esta época del año, don Pánfilo tiene que tirar casi todo su pulque y dejar sólo algo para que se le agregue el aguamiel y fermente. Explica que, como está lloviendo, la gente no toma pulque, pues “no le da tanta sed, como cuando hace calor”. Además, la lluvia hace que los magueyes den más aguamiel y por eso, se produce más pulque. Mi amigo interviene: “¡Es que, pinche gente, tiene esa costumbre de que, como no hace calor, no toman pulque!”. Es irónico, pues en época de calor, cuando “sí tienen sed los pulqueros”, hay menos pulque o no hay. Vaya encrucijada. Pero, bueno, algo del pulque es consumido por quienes sí lo bebemos, aunque sea época de lluvias. De hecho, nos obsequia dos litros, “pos, de que lo tire, mejor que ustedes se lo tomen”, nos dice. Y es mucho trabajo, para lo poco que se cobra por litro, ocho pesos. Otra vez pienso en cómo se inflan los precios en las pulquerías de la capital, además de que es adulterado el pulque que venden, llegando a costar el litro treinta pesos o más. Absurdamente especulativo.
Otro modesto ingreso que el matrimonio obtiene es de la venta de artesanales resorteras que don Pánfilo elabora. Emplea el palo dulce, bandas elásticas, cuero y cordones para amarrarlas. Le comento que, cuando era niño, estaba muy familiarizado con ellas, pues en el pueblo de mi madre, Huautla, también en Hidalgo, pero en la Huasteca, o sea, la parte más húmeda del estado, era muy habitual su uso entre los muchachos, tanto para jugar al tiro al blanco, quebrando botellas, o para matar pájaros. Don Pánfilo dice que también la emplea para cazar pájaros o conejos, y que son para comer. “Los pájaros se pelan bien, se limpian de tripas y todo y se fríen en manteca y quedan bien ricos”, explica. A los conejos, les quitan la piel, los limpian de todo, los lavan, los hierven y los cocinan en chile. “¡Quedan muy ricos!”, exclama. Así que la habitual caza de pájaros o conejos con resorteras es parte de lo que deben de hacer ellos para la diaria batalla por la sobrevivencia. Le pido que me muestre sus resorteras y le compro una, que vale cuarenta pesos. Le pago con un billete de cien pesos y le pido que conserve el cambio. Bueno, ya es otra pequeña entrada para ese día, junto con los treinta y dos pesos que pagamos por los cuatro litros de pulque.
Doña Susana platica que tuvo cuatro hijos, dos hombres y dos mujeres. El mayor de los hijos, hace unos años se fue a Fresnillo, Zacatecas, y, de repente, dejaron de saber de él. ¿Será uno de los miles de desaparecidos que se dan cada año en este secuestrado país?, me pregunto. El otro hijo, se fue también para allá, a trabajar y a ver si algún día encuentra a su hermano. Las hijas viven cerca. Una es separada. Trabaja como educadora en un kínder. Es una ventaja que tenga un trabajo estable. “Sus hijos ya son grandes. Uno ya va’entrar a la universidad y la otra, acaba de salir de la secundaria”, dice.
Hablando sobre las bondades del pulque, de que es muy nutritivo y medicinal, tanto doña Susana, como don Pánfilo, dicen que diario beben de dos a tres vasos. Dicen que poco se enferman y realmente se ven “correosos y fuertes”. En el campo, siendo pobres, viviendo aisladamente, está prohibido, considero, enfermarse. Así ha sido, desde que recuerdo, pues cuando alguien enfermaba de grave enfermedad en el pueblo de mi abuela, casi el único recurso que quedaba, era llamar al doctor local, si lo había, para que diera su diagnóstico, o esperar la pronta muerte del enfermo, pues poco había por hacer.
Doña Susana dice que ella no toma refresco, porque es malo. “Mi ex yerno se murió de eso, se le secaron los riñones de tanto refresco que tomaba, la Coca-Cola”. Y refiere que también un hermano de una cuñada de una de sus hijas, se murió de lo mismo. Para tomarse en cuenta, pero, por desgracia, el consumo de refrescos, especialmente de la envenenante Coca-Cola, sigue creciendo, incluso, a pesar del impuesto especial que, supuestamente, estaba destinado a “disminuir” su ingesta. Vaya estupidez.
La otra hija está casada con un jornalero. Es la que, justo en ese momento va llegando y nos saluda. Va por dos litros de pulque. Por supuesto que no los paga. Seguramente es con lo que la “ayudan” sus padres. Llena su botella plástica, que luce la marca “Jarrito”, y se va, despidiéndose de nosotros. “Todos los días viene por su pulquito, pa’ mi yerno. Pos no le va muy bien, pero qué se le v’hacer”, dice doña Susana, repitiendo esa frase de resignación, tan característica en el mexicano sumiso. Consecuencia de lo que yo llamo herencia colonial maldita.
Y toco el inevitable tema de las elecciones. Le pregunto que si fueron a votar, y me dice que sí. Tuvieron que hacerlo hasta Nopala, como dije, distante unos treinta minutos, caminando, de su casa. Le pregunto que si no hay transporte y me dice que sí, que es una combi, “pero pasa cada dos horas y nos cobra quince pesos”. Dice que los lunes de tianguis, que es cuando trata de surtirse de lo necesario, pues no puede darse el lujo de salir todos los días a comprar algo a la tienda – que, de todos modos, no hay ninguna cercana –, el taxi de regreso le cobra cincuenta pesos, por un trecho que no debe de ser de más de tres kilómetros. “¡Pero, pos qué le hacemos”, dice otra vez, repitiendo la, ya aludida, frase de resignada aceptación.
Es muy caro el transporte en casi todo el país, especialmente para la gente que vive en sitios aislados. A pesar de eso, hicieron el esfuerzo de ir a votar. Dice que llegaron a las nueve de la mañana, pero que había mucha gente, así que tardaron buen rato en votar. Pero allí estuvieron. No me atreví a preguntarle por quién voto, pero, según me platicó mi amigo, Morena, el partido de López Obrador, arrasó en todos esos lugares. “Al menos, de la presidencia, gano Morena, porque en lo de las senadurías y las diputaciones, volvió a ganar el PRI”, me platicó. “Yo les dije a varios que el que votara otra vez por el PRI, era porque no quería a México”. Mi amigo, a pesar de que hace algunos años tuvo una seria reyerta laboral con López Obrador, cuando fue jefe de gobierno, dice que está contento de que haya ganado aquél, pues “ya mandó a la chingada, al tercer lugar, a los pinches priístas rateros, delincuentes”, me confió.
Quizá doña Susana, así como su esposo y varios habitantes de La Cuchilla, hayan votado, por hartazgo, en contra de la mafia priista, como hicimos millones de mexicanos.
Y ojalá el victorioso López Obrador haga realidad lo que prometió. De otro modo, será una terrible decepción para los mexicanos pobres, como doña Susana y don Pánfilo, quienes votaron por él, esperanzados en que su precariedad se alivie en algo.
De no ser así, quizá habrá sido más eficaz el haber empleado los $28000 millones de pesos que costó la elección más cara del país, en repartirlos entre los pobres. Cada uno habría tenido unos 490 pesos. Para doña Amalia, habrían servido para pagar casi diez taxis los lunes, día del tianguis.